Artículo de opinión de Rafael Cid

Cuando en la etapa de Felipe González el Estado hizo uso de la violencia ilegítima para combatir el terrorismo de ETA, se contaminó con el mismo virus que decía querer evitar. Aquel terrorismo de Estado suponía poner a las instituciones fuera de la democracia que decía representar el gobierno socialista. A los actos de ilegalidad criminal de la organización armada se oponían otros parecidos pero mucho más mortíferos por proceder de quien tenía la obligación de velar por la convivencia y la seguridad de todos.

Cuando en la etapa de Felipe González el Estado hizo uso de la violencia ilegítima para combatir el terrorismo de ETA, se contaminó con el mismo virus que decía querer evitar. Aquel terrorismo de Estado suponía poner a las instituciones fuera de la democracia que decía representar el gobierno socialista. A los actos de ilegalidad criminal de la organización armada se oponían otros parecidos pero mucho más mortíferos por proceder de quien tenía la obligación de velar por la convivencia y la seguridad de todos. Las “ejecuciones” extrajudiciales de los GAL vinieron a demostrar que la “razón de Estado” no tiene enmienda. La frase que entonces hizo historia es su prueba de cargo: “al Estado también se le defiende desde las alcantarillas”.

Ahora nos encontramos en una coyuntura que avanza por el mismo camino de transgresión democrática por “razón de Estado” con motivo del llamado “desafío secesionista”. Pero con una particularidad que hace aún más preocupante su consideración. Quien utiliza métodos espurios para imponer su criterio es el Tribunal Constitucional (TC), el en teoría máximo garante de los derechos y libertades de todos los españoles. Y llueve sobre mojado. Porque, al margen de cuál sean las percepciones que cada uno tenga sobre el conflicto, nadie podrá negar que la herida abierta en el pueblo de Catalunya trae causa de cuando el TC suspendió varios artículos del Estatut. Hachazo practicado después de que la norma fuera aprobada tanto por el Congreso como por el Parlament, y validada en referéndum por la ciudadanía.

Aquel insólito proceder convirtió en la práctica al Constitucional en un tribunal político, incurso como todos los de similar rango en el juego de intereses que rodea a la tupida red dependiente del Consejo General del Poder Judicial (que designa al presidentes de Sala y magistrados del Supremo y presidentes de Tribunales Superiores dela CCAA), que a su vez en línea jerárquica proviene de los pactos y apaños de las mayorías parlamentarias. Una especie de atado y bien atado de aquella manera, que ahora acaba de dar un salto cualitativo inaugurando en nuestro país la doctrina de la justicia preventiva. No otra cosa supone el reciente auto del TC por el que se anula un pleno del Parlament, sede de la soberanía popular, ante el anuncio de que el próximo 9 de octubre podría someterse a votación la declaración de independencia prevista en la Ley de Transitoriedad.

En esta ocasión no ha sido a petición del Partido Popular (PP) en el gobierno de la nación, sino del PSC, la rama catalana de Ferraz. Con lo que se demuestra que el bipartidismo, aún en sus horas bajas, no hace prisioneros cuando lo que están en cuestión son las esencias del régimen del 78. A fortiori, que los miembros del TC hayan decidido por unanimidad anular preventivamente un acto in mente, antes incluso de haber sido convocado oficialmente, supone un atropello democrático y jurídico sin precedentes que demuestra la dudosa legitimidad del sistema vigente. Se ha invertido la regla de oro que debe regir la convivencia basada en el consentimiento de los gobernados. Porque no se trata de una suspensión cautelar de una norma jurídica, sino de un juicio de intenciones.

El Tribunal Constitucional se ha superado a sí mismo. Purgó el articulado de un Estatut que llevaba tiempo aplicándose con eficacia jurídica. Y ahora impone una prohibición sobre algo que no existe más que en grado de tentativa. Como la policía del pensamiento, los guardianes de la distopia “Nosotros” de Yevgueni Zamiatin, que establecieron como máxima de buen gobierno que “el único medio para liberar al hombre da la criminalidad consiste en privarlo de libertad”.

Rafael Cid


Fuente: Rafael Cid