Artículo de opinión de Rafael Cid

Iba a ser el gran momento para decir adiós a todo eso, pero todo indica que será la culminación del “síndrome de Estocolmo” electoral y de una partición de la izquierda como pocas veces se ha visto desde la transición. Según todas las encuestas, el duopolio dinástico PP-PSOE, aunque mermado, volverá a repetir en puestos preferentes, y las formaciones políticas alternativas, hasta ahora cuatro en liza (Podemos, Unidad Popular, La Izquierda y Convergencia por la Izquierda), concurrirán al 20-D en perfecto orden de dispersión.

Iba a ser el gran momento para decir adiós a todo eso, pero todo indica que será la culminación del “síndrome de Estocolmo” electoral y de una partición de la izquierda como pocas veces se ha visto desde la transición. Según todas las encuestas, el duopolio dinástico PP-PSOE, aunque mermado, volverá a repetir en puestos preferentes, y las formaciones políticas alternativas, hasta ahora cuatro en liza (Podemos, Unidad Popular, La Izquierda y Convergencia por la Izquierda), concurrirán al 20-D en perfecto orden de dispersión.

De todo este guirigay solo se salvan los emergentes Podemos y Ciudadanos. Y no porque sean ejemplares, sino porque son nuevos en esta plaza y nadie puede buscarles antecedentes gubernamentales. Cuando entren en el circuito y se desmientan como cosacos, si sucede, su caché cambiara. Pero hasta entonces están libres de lastre y componendas por “imperativo legal”. Que no es una virtud en sí misma, sino simplemente un atributo de la inexperiencia, nasciturus habemus. Los escarceos de la gente de Rivera y de Iglesias en sus respectivos acoplamientos con la Junta de Andalucía y la Comunidad Madrid (Ciudadanos) y los ayuntamientos de Barcelona y Madrid (Podemos), no tienen la categoría de primera división y merecen distinta tarifación.

No ocurre así con las variadas emulsiones de Izquierda Unida (IU), que sí ha estado implicada en los gobiernos subalternos de la crisis y el austericido. La formación de Cayo Lara acudió al quite de la Junta andaluza compartiendo vicepresidencia y consejerías en el ejecutivo de los EREs, y favoreciendo la estabilidad parlamentaria del partido popular en Extremadura y del socialista del caso Marea en Asturias. Tienen pues de qué arrepentirse, y sus propuestas electorales para la “gran fiesta de la democracia” adolecen de esos duelos y quebrantos. Aunque lo peor está en su capacidad para pregonar la derrota extramuros del PSOE.

Ambiciones personales, odios inconfesables y pleitos sin resolver han hecho de Izquierda Unida un tripartito mal avenido en el que compiten las siglas de Unidad Popular (facción Alberto Garzón), La Izquierda (facción Baltasar Garzón) y Convergencia por la Izquierda (facción expulsada de IU-Madrid), cuando es por todos sabido que la ley electoral castiga severamente la división del voto. Y si a eso le sumamos que en las principales autonomías las marcas IU y Podemos van subsumidas en las candidaturas de las alternativas anticentralistas, parece que la relevancia de la izquierda unida en el nuevo parlamento será limitada, difusa y centrífuga.

Pero donde se reparte el premio gordo es entre PP y PSOE, los “partidos más representativos” a decir de los sondeos. Es realmente notable la cantidad de cosas buenas y necesarias que ofrecen hacer si los ciudadanos les otorgan de nuevo su confianza. Crearán hasta 600.000 puestos de trabajo antes de que finalice el año; cerrarán las centrales nucleares a corto plazo; prohibirán el fracking; revocarán de los acuerdos con el Vaticano; sacarán las clases de religión del horario escolar; derogarán de la reforma laboral (solo la del PP y no la parte correspondiente a las indemnizaciones por despido); restablecerán el impuesto de sucesiones y de patrimonio para las grandes fortunas; gravarán las transacciones financieras; abolirán las amnistías fiscales; y un sinfín de golosinas más. Todo lo que durante sus muchos años de gobierno (casi el doble de tiempo el PSOE respecto al PP) no hicieron. Ni siquiera cuando disponían de holgadas mayorías para legislar.

Ciertamente hay una razón, o mejor excusa, para dejar de hacer lo prometido. Lo verbalizaban diciendo que “las circunstancias han cambiado”. Lo que ocurre es que, mientras el mundo siga dando vueltas, las circunstancias cambiarán continuamente y nunca nos podremos bañar dos veces en la misma agua del río. Por eso, no hay nada que indique que lo que ahora pronostican y ayer incumplieron no vaya a ser nuevamente ignorado. Científicamente, prueba y error, lo suyo sería dudar y por tanto, obrando en consecuencia, que los afectados depositaran el voto en otra dirección o simplemente se pasaran al partido de la abstención y el cabreo. Sin embargo, todo parece indicar que habrá mucha gente renovando el crédito por el equipo de la palabrería. Y aquí es donde entra lo del “síndrome de Estocolmo”. Porque cómo sino calificar a aquellas personas que, lejos de repudiar a sus maltratadores políticos, vuelven a aceptarlos en cuanto dicen estar arrepentidos y proclaman la bondad de sus programas.

La violencia de género está llena de casos de “síndrome de Estocolmo” con sus funestas consecuencias. Pero la vida política también. De hecho es uno de los motivos que impiden la existencia de una democracia con demócratas, y que en su lugar haya una especie de panóptico donde el ciudadano, reducido a la mera condición de votante-productor-consumidor, vegete a merced de las clases cleptómanas dominantes. Lo que tiene acostumbrarse a vivir en cautividad es que al final uno se adapta a la jaula como si fuera su hogar. Se trata de una colonización primordial cuyas metástasis son nefastas por necesidad, y que hacen que siempre la culpa la tengan los de abajo por haber vivido por encima de sus necesidades. Un juego siniestro con final amañado para que nunca quepa exigir responsabilidades a los verdaderos ejecutantes. Por eso la catástrofe del tren de Angrois queda en un delito del maquinista.

Lo lamentable es que trata de un virus contagioso del que muy pocos están inmunes. Ahora mismo, en la cascada de saldos y ofertas encaminadas a adornar el 20-D, nadie, ni el contingente del “síndrome de Estocolmo” ni el de la partenogénesis de una izquierda que se reproduce por sí misma, se ha acordado de incluir en sus propuestas acabar con los “cuatro golpes de Estado” de facto que el duopolio dinástico hegemónico perpetró durante la crisis. A saber:

-La reforma del artículo 135 de la Constitución que obliga a cumplir con el pago de la deuda por encima de cualquier otra necesidad social.

-La concesión al Pentágono estadounidense del territorio español como sede naval del despliegue de escudos antimisiles.

-La liquidación de las cajas de ahorro, el único sector financiero semipúblico que existía en competencia con la banca privada para atender necesidades de inversión social y desarrollo regional.

-Y descartar que el Tribunal Constitucional, formado en razón de las cuotas de los partidos dominantes, pueda tumbar una decisión aprobada por un Parlamento y ratificada en referéndum. Como ocurrió con el “cepillado” del nuevo Estatut catalán, que ha hecho decir al catedrático Javier Pérez Royo que a partir de ese momento en España dejó de haber constitución.

Rafael Cid

 

 


Fuente: Rafael Cid