Artículo publicado en Rojo y Negro nº 384 de diciembre

El teléfono móvil penetra con fuerza en la infancia y en la adolescencia, no sólo como un fenómeno más de consumo, sino inducido por los propios progenitores. Con esta acción pretenden lograr una cierta sensación de control sobre las actividades de sus hijos e hijas.

Una discusión
Resulta obvio decir que el teléfono móvil es muy atrayente para la población en general, pero en especial en la infancia y en la adolescencia: les proporciona un contacto fácil y rápido en sus relaciones sociales, dotándolas de una cierta independencia de los padres. Para estos grupos de edad es un producto tecnológico preferente sobre otros que están en el mercado. Los padres, además, suelen reforzar su utilización porque tienen la idea —en alguna medida real— de que pueden ejercer una supervisión a distancia de la vida de sus hijos e hijas. A todo esto hay que sumar que los teléfonos móviles no valen todos por igual, por lo que poseer uno de mayor coste supone un estatus privilegiado —lo mismo que vestir ciertas prendas de marca o calzar unas zapatillas deportivas caras—. Diversas investigaciones han llegado a afirmar que el adolescente dota de símbolo de identidad a su móvil. Incluso sugieren que muchos jóvenes consideran al teléfono móvil como un mediador a la hora de organizar su tiempo libre, cuando no un instrumento de ocio en sí mismo.
A continuación se exponen algunos datos sobre el uso del móvil en la población infantil y adolescente. Para empezar, el 66% de la población entre 10 y 15 años poseen un teléfono móvil. Hay una diferencia de dos puntos entre hombres y mujeres (65-67). A los 15 años lo tienen el 93.8%. A la edad de 10 años lo tienen el 22.3% y a partir de ahí sube todos los años. Hay una minoría que ronda el 5-6% que lo han comprado con sus ahorros, al resto se lo han regalado. Ni que decir tiene que el teléfono móvil suele estar siempre conectado y que el número de horas que se hace uso de él se dispara los fines de semana. En general, tanto chicos como chicas consideran el móvil como un instrumento placentero.
Entonces, tenemos un instrumento reforzado socialmente que es objeto de deseo y fuente de placer por parte de una población vulnerable como es la de niños y adolescentes. Si esa fuente de satisfacción sustituye a otras propias de la edad nos encontraríamos con una dependencia y, por tanto, con un riesgo de adicción; es decir, se generaría malestar al prescindir del móvil, que desaparecería con su recuperación. De este modo, se puede observar en muchos casos clínicos síntomas propios de los trastornos adictivos: ansiedad cuando se restringe el acceso al móvil, abandono de actividades diarias, consumo del mismo en aumento o su empleo para satisfacer necesidades emocionales.

¿Cuándo existiría dependencia del teléfono móvil?
Cuando el sujeto lo necesita de manera perentoria para desarrollar con plenitud emocional su vida cotidiana. ¿Cuándo habría adicción? Cuando el chico o la chica cumplan uno o varios de los síntomas de malestar mencionados en el párrafo anterior. Estos datos son una primera aproximación al problema que vamos a denominar de las “pantallas” porque no sólo el teléfono es fuente de conflicto.
Hay más datos preocupantes que se correlacionan con el uso del teléfono móvil. Según el psicólogo clínico del Hospital Sant Joan de Déu de Barcelona, Francisco Villar, en las urgencias de dicho centro sanitario han pasado de atender 250 casos de conducta suicida en menores en 2014 a 1.000 en 2022. El escenario, a primera vista, es aterrador. Habría que responder a la pregunta, ¿cómo hemos llegado a esto? Según sus estudios estas conductas correlacionan en gran parte con el uso de pantallas: tabletas, teléfonos y ordenadores. Es obvio que estas máquinas no son las responsables de las conductas suicidas; mas lo cierto es que, en edades de máxima vulnerabilidad psicológica, parecen ser un factor influyente. ¿Por qué? En primer lugar, por la violencia con la que tienen contacto y que normalizan; en segundo lugar, por la suspensión del desarrollo de habilidades que generan las pantallas al convertirles en sujetos pasivos. ¿Qué casos acuden a clínica?: “ciberacoso, agresiones sexuales empeoradas con la humillación de ser grabadas y compartidas, la influencia que ejercen en ellos y ellas la infinidad de perfiles en las redes sociales que alientan al suicidio, ideas de éxito sin el empleo de esfuerzo…”.

¿A dónde les conduce esto?
A una profunda sensación de vacío, a mirar al mundo desde lejos como si fuera un juego que se puede reiniciar si se pierde la partida; a una búsqueda de soluciones mágicas para los problemas como si los logros más elementales pudieran caer del cielo. Digamos que están tan expuestos a sensaciones motivantes, a “fuegos artificiales”, que hacen que el afrontamiento de la vida cotidiana, con todos sus inconvenientes, se les vuelva cuesta arriba. Un estudio realizado en los EE.UU. por Jean M. Twenge concluye que “los adolescentes que pasan más tiempo ante pantallas tienen más probabilidad de desarrollar problemas de salud mental”. ¿Qué sucede con los menores de diez años? En estos casos la situación es peor. Según un estudio de la asociación más importante de guarderías privadas de Cataluña, el 80% de los centros consultados detectaron una correlación entre un nivel de retraso global y la sobreexposición a las pantallas. La buena noticia es que estos déficits se corrigen en cuanto se les quita el acceso a las pantallas. Según Francisco Villar “la pantalla no es un recurso para que el niño o la niña coma, tampoco para usar durante un viaje, ni para que no se aburran”: las pantallas interfieren el desarrollo de habilidades cognitivas básicas. Con el acceso a las pantallas permitimos que nuestros niños y niñas entren en contacto con expectativas irrealizables, con arbitrariedades normalizadas, con crueldades inadmisibles, con escenas impropias para su edad.

Alternativas
Hay pocas. Los estudiosos del tema sugieren que “todo el tiempo que se pasa mirando una pantalla es tiempo perdido en el desarrollo de habilidades sociales y de empatía”. La sugerencia del psicólogo clínico Francisco Villar es clara: “Un niño antes de los seis años no debería tener contacto con una pantalla. Hasta los dieciséis años debería estar prohibido el uso de las mismas y regulado después, entre los dieciséis y los dieciocho”. Sabido esto, a ver quién pone el cascabel al gato.

Ángel E. Lejarriaga

 


Fuente: Rojo y Negro