Artículo de opinión de Rafael Cid

La ofensiva del neoliberalismo tiene muchas y diversas facetas. La más evidente, y por ello la que mayores críticas recibe, es la que tiene que ver con las políticas austericidas que imponen los gobiernos adictos. Los ajustes estructurales y los recortes de derechos implantados para hacer recaer los costes de la crisis sobre la ciudadanía representan el ataque más flagrante contra el Estado del Bienestar. Pero no fue esa la única agresión ni la primera. Antes se produjeron otras más taimadas que prepararon el camino para drenar recursos públicos sin llamar la atención.

La ofensiva del neoliberalismo tiene muchas y diversas facetas. La más evidente, y por ello la que mayores críticas recibe, es la que tiene que ver con las políticas austericidas que imponen los gobiernos adictos. Los ajustes estructurales y los recortes de derechos implantados para hacer recaer los costes de la crisis sobre la ciudadanía representan el ataque más flagrante contra el Estado del Bienestar. Pero no fue esa la única agresión ni la primera. Antes se produjeron otras más taimadas que prepararon el camino para drenar recursos públicos sin llamar la atención. De hecho, la fórmula expoliadora que se concretaría durante la gran recesión socializando las pérdidas y privatización las ganancias tuvo su mejor referente en un conjunto de operaciones y manejos destinados a menospreciar y socavar los fundamentos de la sociedad civil.

Para lograr ese propósito no solo se fue vaciando de contenido social al Estado. Al mismo tiempo, y puesto que el imaginario estatal no se puede eliminar del orden instituido sin crear un vacío desestabilizador, se procedió a reforzar su vertiente disciplinaria-policial-militar. Se trataba de compensar el desguace de lo asistencial, tras transferir sus activos al campo oligárquico-empresarial, acentuando su perfil seguritario y paternalista. Práctica en general bien acogida entre una población atribulada por la proliferación de guerras cercanas, catástrofes naturales, tragedias humanitarias, nuevas epidemias y los cada vez más frecuentes e indiscriminados actos terroristas.

Precisamente uno de los cambios en el Estado que más favoreció su retitulación como moderno Leviatán está en la utilización del ejército en misiones de paz fuera de sus fronteras naturales. Lo que se ha denominado “injerencia humanitaria”, una variante de agresión de la misma estirpe inmoral que la expresión “daños colaterales”, utilizada para escamotear la violencia ejercida contra inocentes. Al conjuro de estas experiencias las guerras modernas se han convertido en un campo de batalla cuyo objetivo indisimulado es sembrar el pánico entre las personas no contendientes, permitiendo que hospitales y escuelas aparezcan con frecuencia en la diana de las razias castrenses.

Este relanzamiento de la militarización más allá de los cuarteles y de los conflictos declarados, se complementa con nuevas formas de gestionar autoritariamente lo público en el día a día de nuestras sociedades con técnicas de videovigilancia y controles sobre transeúntes en edificios, aeropuertos y zonas urbanas concurridas. Siempre con el pretexto de ofrecer un servicio a la comunidad velando por la seguridad de sus miembros, que es la forma parasitaria a la que ha mutado el Estado gorila tras desvalijar el Estado de Bienestar. Y ello con toda naturalidad. Así, el masivo desempleo civil, convertido en el ingrediente caníbal de la nueva economía, convive con el incesante incremento de las plantillas de los cuerpos militar y policial. Y un país tan teóricamente celoso de sus libertades como Francia lleva más de dos años bajo estado de alarma, con soldados armados hasta los dientes patrullando por las calles de sus principales ciudades a fin de prevenir ataques yihadistas.

En este aspecto España no va a la zaga, aunque use otro tipo de ansiolíticos. Es más, ha innovado en la dirección de llevar el espíritu militar, la injerencia humanitaria, al interior de su propio territorio y con el timbre de excelencia como servicio público. Un ejemplo lo acabamos de tener en la intervención de la Unidad Militar de Emergencia (UME) para ayudar a los miles de automovilistas atrapados en la autopista de peaje AP-6 durante el reciente temporal de nieve. Todo un completo caos hasta que llegaron los refuerzos de los uniformados de la UME y pusieron orden donde la autoridad civil, y por tanto la única responsable ante la ciudadanía, había demostrado su ineptitud. Un episodio de éxito que se unía a otros de la UME en casos de grandes inundaciones o lucha contra incendios incontrolados.

¿Por qué tiene que existir un cuerpo de ejército específico para intervenir en asuntos que tradicionalmente han sido competencia de protección civil? ¿Adónde lleva esta continua transferencia de recursos y atribuciones desde la sociedad civil al estamento militar? Sin duda a que al mismo tiempo que se desmantela la parte del Estado que realmente demanda la ciudadanía se le refuerce y legitime por el lado que escapa a su competencia, y que incluso llegado el momento puede ser utilizado para enfrentarla (la UME cuenta con 3.500 efectivos de las tres armas). ¿Cómo podría pedirse responsabilidades a la UME ante una actuación negligente cuando depende de estructuras ajenas al mandato popular? La intromisión de la lógica militar en la esfera de la sociedad civil supone una amenaza para los valores de la democracia y su supeditación a protocolos de regulación autoritaria basados en negar la soberanía de los ciudadanos.

Por esos derroteros emotivos no es nada extraño que a los guardias civiles del ¡a por ellos! se les considere también Benemérita. Y es que la clase política ha abjurado de su condición representativa al sentirse pillada en la horquilla de la mercantilización de lo público rentable y la militarización de los sectores de impregnación social. Como demostró su parálisis en el bloqueo de la AP-6, una concesión pública que incumplió sus deberes como concesionaria (Abertis, un gigante del Ibex 35). Hasta la fecha nadie en la Administración ha dicho que la Fiscalía vaya a actuar de oficio contra la propiedad del peaje para exigir daños y perjuicios en nombre de los afectados, amén de pasar la correspondiente factura por el gasto de la movilización de la UME.

Lo único que han hecho gobierno y oposición ha sido tirarse las culpas a la cabeza para rebañar un puñado de votos de las personas que solo han sentido eficacia y responsabilidad en la actuación de la UME. En el caso del gobierno olvidando que en memorable ocasión fue el propio presidente Rajoy quien intentó sacar tajada del conflicto exigiendo la dimisión de la entonces ministra de Fomento Magdalena Álvarez, como ahora hacen sus adversarios pidiendo la cabeza de Íñigo de la Serna. Simples gestos para la galería, karaoke político. A buen seguro que lejos de cesarle será recompensado en cuanto la polémica escampe. Igual que hizo el PSOE al promocionar a la censurada Álvarez a la presidencia del Banco Europeo de Inversiones (BEI), cargo que abandonó a la fuerza para sentarse en el banquillo de los acusados en la monumental estafa de los ERE de Andalucía.

Rafael Cid

 


Fuente: Rafael Cid