Artículo de opinión de Rafael Cid

Si en Estados Unidos la crisis inmobiliaria implosionó por la complicidad de bancos y agencias de calificación que validaron con la triple A de excelencia a las tóxicas subprimes (bonos basura en realidad), su réplica en España se perpetró gracias a la anuencia de agentes institucionales, políticos, sindicales y empresariales.

Si en Estados Unidos la crisis inmobiliaria implosionó por la complicidad de bancos y agencias de calificación que validaron con la triple A de excelencia a las tóxicas subprimes (bonos basura en realidad), su réplica en España se perpetró gracias a la anuencia de agentes institucionales, políticos, sindicales y empresariales. Fueron los representantes de los partidos dominantes, las centrales mayoritarias y la patronal, empotrados en las entidades de ahorro semipúblicas para controlar a su favor el flujo de inversiones, por un lado, y la permisibilidad de los órganos de supervisión (Banco de España, Comisión Nacional del Mercado de Valores y Ministerio de Economía y Hacienda) los factores que cebaron el crac. Los casos de Cajamadrid /Bankia y de  Caja de Castilla La Mancha, dos agujeros de 20.000 y 9.000  millones de euros para el bolsillo de los españoles, respectivamente, son algunas de las muescas de aquel saqueo antisocial de arriba abajo oficializado bajo palio del Estado.

A la corrupción sistémica que corroe al Partido Popular por los cuatro puntos cardinales se le acaba de abrir otro frente abismal. El Tribunal Supremo (TS) ha declarado ilegal la salida a bolsa en 2011 de la entidad presidida por Rodrigo Rato, anulando la compra de acciones por engaño manifiesto. Bankía, la antigua Cajamadrid de las tarjetas black disfrutadas por empresarios, políticos y sindicalistas a diestra y siniestra (desde la CEOE a CCOO y UGT; desde el PP al PSOE e IU), es un ejemplo vivo de la tangentópolis que identificó el reinado del bipartidismo dinástico.

En la mejor tradición de socializar las pérdidas y privatizar las ganancias,  y siempre con cuidado estratégico de que la mano izquierda nunca sepa lo que hace la derecha, la gran caja de ahorrros madrileña fue privatizada por la socialdemocracia en el poder durante la etapa de Rodríguez Zapatero y luego nacionalizada por los conservadores del PP de Mariano Rajoy.  Entre ambos episodios cruzados, y al margen de los convolutos para compensar los desvelos de los consejeros de representación social, hubo un colosal butrón legal de más de 20.000 millones de euros. Dinero publico inyectado en su matriz para sanear la entidad.

Y de la misma forma que en el negocio de las tarjetas black se produjo una concertación de todas las castas para delinquir, la metamorfosis de Cajamadrid en Bankia contó con oficiantes de todos los pelajes. Hubo gurús de la derecha de toda la vida, Blesa y Rato a la sazón, en sus respectivas y respectivas cúpulas. Pero también sacristanes de la otra orilla que hicieron posible el ruinoso abordaje a la luz del día. Gentes de rancio abolengo que olvidaron su función de servidores públicos y otorgaron con su silencio cómplice. Por ejemplo, el tándem Pedro Solbes-Elena salgado, que no supo prever la crisis cuando el incendio estaba en puertas. O el presidente de la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV), órgano supervisor del ramo, el economista Julio Segura, en otra hora dirigente del Partido Comunista de España (PCE) encargado de redactar la propuesta económica para su VIII Congreso encriptado bajo el alias de Juan López.

Pero la parte del león le correspondió al Banco de España (BE), a cuyo mando estaban el gobernador  Miguel Ángel Fernández Ordoñez (MAFO) y el muy influyente jefe de Estudios  Luis Malo de Molina. Un  pata negra del felipismo al que El País  jaleaba sin fisuras por contribuir a los editoriales de carácter económico-financiero del diario, el primero, y un solvente progresista que en 1977 había ocupado el puesto número trece de la lista del PCE al Congreso de los diputados, el segundo. Con esos antecedentes, la operación Cajamadrid-Bankia parecía blindada de riesgos. Cara o cruz, siempre ganaría la banca.

Y así ha sido, mutatis mutandis. Salvo el fugaz enchironamiento de Blesa por un juez iluminado y el mal trago judicial de Rato, los otros miembros de la saga siguen indemnes y piafantes. De hecho, como una premonición digna de los antiguos oráculos romanos, la víspera de hacerse público el fallo del TS sobre el fraude de las acciones, y con la excusa de la publicación de su libro “Economistas, políticos y otros animales, un MAFO tautológico afirmaba sin rubor en una entrevista aparecida en su periódico amigo: “con la información que tenía el supervisor, Bankia era viable y es evidente que después dejó de serlo”. 

Lástima que la nota emitida por el mismo Banco de España de su dirección en julio de 2011 valoraba “muy positivamente  la salida a bolsa de Caixabank, Banca Cívica y Bankia en cuanto supone, cuantitativa y cualitativamente un avance fundamental en la reforma de las cajas de ahorro y en el cumplimiento de las exigencias impuestas a las entidades por el RD-I de 2/2011”. La hemeroteca tiene memoria de elefante. Por cierto, Cajamadrid / Bankia no fue el único estropicio financiero que se fraguó en el corredor institucional de aquellos gobiernos austericidas entre 2008 y 2012. La primera entidad intervenida en ese periodo fue la Caja Castilla La Mancha (CCLM), presidida por el antiguo portavoz socialista en el Congreso, Juan Pedro Hernández Moltó, después de que en marzo de 2009 el Consejo de Ministros aprobará rescatarla con 9.000 millones de euros de todos los contribuyentes. Una caja de ahorros de tamaño medio que, no obstante, promovía proyectos faraónicos como aeropuerto de Ciudad Real y financiaba ampliamente las operaciones inmobiliarias de El Pocero, el constructor preferido de José Bono, ex presidente de aquella comunidad.

Rafael Cid


Fuente: Rafael Cid