Lo que el verano nos ha regalado en Gaza y en el Líbano desborda por completo los arrestos de la imaginación más calenturienta. Los hechos remiten de manera cruda a una sociedad, la israelí, que, envilecida, ha iniciado el que acaso es un camino sin retorno de la mano de una violencia que no hace sino alimentar la espiral del odio.

Lo que el verano nos ha regalado en Gaza y en el Líbano desborda por completo los arrestos de la imaginación más calenturienta. Los hechos remiten de manera cruda a una sociedad, la israelí, que, envilecida, ha iniciado el que acaso es un camino sin retorno de la mano de una violencia que no hace sino alimentar la espiral del odio.

Ningún contento ofrece al respecto el recuerdo de que esta historia, trufada de expropiación y de expulsiones, viene de lejos, amparada en la tolerancia, cuando no el estímulo, de nuestros gobernantes. Si sus hitos principales en los últimos lustros los han aportado la pundonorosa violación, por Israel, de acuerdos de paz claramente ventajosos para su causa —basta ya de la letanía de que fue Arafat quien acabó con aquéllos— y la certificación de que más de setecientos niños y adolescentes palestinos han muerto a manos de soldados israelíes en territorios ocupados frente a toda la legalidad internacional, hoy nos topamos con una planificada estrategia de represalias ejercidas, sin pudor alguno, contra la población civil. Anótese, por añadidura, que quien las asesta no es Hamás o Hizbulá, sino el gobierno de un Estado que dice serlo de derecho y que presume de encabezar la única democracia del Oriente Próximo.

Nada es más urgente que subrayar en estas horas que Israel hace lo que hace porque nadie ha tenido el coraje de pararle los pies a sus dirigentes. Ahí está Bush, el presidente norteamericano, que afirma sin rubor que el Estado sionista tiene derecho a defenderse y elude cualquier pregunta relativa a los medios empleados y a las consecuencias de una violencia desenfrenada que —repitámoslo— refleja en toda su entidad el envilecimiento del grueso de la sociedad israelí. Pero hay que preguntarse también por lo que hacen quienes, desde estamentos significados, dicen discrepar de la respuesta de Israel —supongamos, generosamente, que es tal— a las acciones de unos u otros grupos en Gaza y en el Líbano.

Y es que conviene no engañarse en lo que atañe, sin ir más lejos, a la posición asumida por el Gobierno español. Rodríguez Zapatero ha criticado agriamente a las autoridades israelíes y ha exhortado a éstas a cambiar de rumbo. No busque el lector nada más. Por lo que estamos obligados a colegir, nuestros gobernantes no tienen intención de llamar a consultas al embajador español, y menos aún de amenazar con una ruptura de relaciones. En este juego de apariencias nadie ha sopesado ni de lejos el horizonte de cancelar el sinfín de privilegios comerciales que siguen beneficiando a Israel y de establecer, qué menos, las sanciones que merece un Estado que violenta sistemática, premeditada y prolongadamente los derechos más básicos. ¿Para qué dejar de vender armas, por cierto, a un país que paga escrupulosamente y con el que hace unos meses se celebró a bombo y platillo el vigésimo aniversario del establecimiento de relaciones diplomáticas ? ¿Qué alianza de civilizaciones es ésta que se nos promete y que se sustenta, al parecer, y retórica aparte, en una rotunda primacía de los intereses sobre los principios ?

Poco consuelo ofrecen al respecto dos salidas muy socorridas. La primera invoca el miserable sinsentido de lo que reclama, entre nosotros, el principal partido de la oposición, con Aznar entregado a la tarea de reivindicar la rápida incorporación de Israel a la OTAN —aunque, vistas las cosas, ¿por qué no ?— y Zaplana escandalizado ante lo que entiende es la enésima manifestación del radicalismo ultraizquierdista de Rodríguez Zapatero. La segunda, cada vez menos convincente, emplea a la Unión Europea como añagaza y sugiere que nada puede hacerse al margen de lo que los miembros de ésta, en conjunto, decidan. ¿Alguien acertará a explicar en virtud de qué extraño razonamiento la UE ha prohibido la entrada en su territorio al presidente bielorruso, Lukashenko, autoritario y aficionado a la manipulación de elecciones, mientras, en cambio, acepta de buen grado las visitas de Olmert, responsable primero de una formidable maquinaria de terror que no duda en asesinar civiles al amparo de la razón de Estado ? ¿Hay algo más del lado de la UE que patéticas llamadas a la moderación, miserables balbuceos sobre la desproporción que acarrean las masacres perpetradas por Israel y sonoros silencios cuando este último bombardea edificios construidos con la ayuda de la propia Unión ? ¿Por qué la UE no se ha decidido a probar, de una vez por todas, que las amenazas sólo surten sus efectos cuando quien las recibe tiene motivos sobrados para tomarlas en serio ?

Aunque, y dejemos las cosas claras, no es que podamos afirmar que nuestros gobernantes se hallan por detrás de nuestros conciudadanos. La desidia nos alcanza a todos y otorga pleno sentido a las palabras de Martin Luther King que tanto gusta de repetir mi admirado José Luis Sampedro : lo que debe parecernos más grave, no son las fechorías de los malvados, sino el escandaloso silencio de las buenas personas.


Carlos Taibo es profesor de Ciencia Políitca en la Universidad Autónoma de Madrid.


Fuente: Carlos Taibo / La Vanguardia