Si mucho se ha escrito sobre lo que ocurre en estos días en Kosovo, poca atención se ha dispensado, en cambio, a una cuestión de enjundia : las percepciones que entre nosotros se han hecho valer —a través ante todo de los integrantes de esa plaga contemporánea, la configurada por tertulianos y columnistas, en la que se dan la mano la derecha más ultramontana y la izquierda más aberrantemente jacobina— en relación con la conflictiva independencia de aquel país. Aunque no han faltado opiniones concesivas hacia esta última —las más de las veces vinculadas con una mimética aceptación de las reglas del juego que imponen algunos de los principales centros de poder—, lo suyo es recordar que en la abrumadora mayoría de los casos se ha expresado un franco repudio ante la perspectiva de un Kosovo independiente. No está de más que prestemos oídos a las razones, aparentemente variadas, que darían cuenta de ese general rechazo intelectual, político y mediático.

Si mucho se ha escrito sobre lo que ocurre en estos días en Kosovo, poca atención se ha dispensado, en cambio, a una cuestión de enjundia : las percepciones que entre nosotros se han hecho valer —a través ante todo de los integrantes de esa plaga contemporánea, la configurada por tertulianos y columnistas, en la que se dan la mano la derecha más ultramontana y la izquierda más aberrantemente jacobina— en relación con la conflictiva independencia de aquel país. Aunque no han faltado opiniones concesivas hacia esta última —las más de las veces vinculadas con una mimética aceptación de las reglas del juego que imponen algunos de los principales centros de poder—, lo suyo es recordar que en la abrumadora mayoría de los casos se ha expresado un franco repudio ante la perspectiva de un Kosovo independiente. No está de más que prestemos oídos a las razones, aparentemente variadas, que darían cuenta de ese general rechazo intelectual, político y mediático.

La primera de esas razones remite sin más a una defensa férrea de los Estados, de su soberanía, de su integridad y de su estabilidad, y a la sugerencia paralela de que debemos colegir que las leyes por aquéllos aprobadas son siempre neutras, razonables y, por ello, poco menos que sagradas. Al respecto de esto último poco parece importar, por cierto, que muchas de esas leyes hayan visto la luz en recintos no democráticos. Así, cuando algunos expertos han recordado, con tino, que a diferencia de los numerosos Estados reconocidos por los países occidentales en los últimos tres lustros —las repúblicas herederas de Checoslovaquia, de la URSS y de Yugoslavia, para entendernos—, Kosovo no se veía beneficiado, en el ordenamiento político correspondiente, por un reconocimiento de su derecho a la autodeterminación, llamativamente ha faltado el recordatorio de que todas las normas legales que regulaban estos menesteres tenían una liviana, por no decir nula, condición democrática. Por cierto que quienes estiman que debe otorgarse una primacía radical, en relación con estos menesteres, a las leyes de los Estados previamente instituidos harían bien en recordar que es esa primacía la que permite hoy que un Estado que ocupa ilegalmente territorios, Israel, trabe el nacimiento de una Palestina independiente. Y harían bien en percatarse de que semejante primacía acarrea, en los hechos, un visceral rechazo de los derechos de autodeterminación y secesión.

Se ha señalado, en segundo término, que la fórmula que ha conducido a la gestación de un Kosovo independiente acarrea un descrédito más para el sistema de Naciones Unidas, de nuevo ninguneado. Por mucho que pueda parecer lo contrario, en realidad este argumento no es sino un trasunto del anterior, y ello de resultas de una razón fácil de identificar : como quiera que quienes toman asiento en Naciones Unidas son Estados, cabe suponer que no se olvidarán de sí mismos a la hora de establecer reglas. A ello conviene agregar el peso que se otorga al derecho de veto que beneficia a un puñado de privilegiados —qué curioso es que en el caso que nos ocupa se celebre con alborozo la perspectiva de que Rusia haga valer el suyo— y el empleo cicatero de la norma que mucho tiempo atrás invitó a Naciones Unidas a reconocer el derecho de autodeterminación. Esa norma —no está de más recordarlo— reservaba tal derecho a los llamados pueblos coloniales, de tal suerte que, conforme a la interesada interpretación que se ha hecho omnipresente entre nosotros, no tendría hoy aplicación alguna una vez supuestamente rematado el proceso de descolonización. En este magma de argumentos teledirigidos apenas hay sitio, por cierto, para el recordatorio de que el Derecho Internacional en modo alguno prohíbe, como tantas veces se ha sugerido, el reconocimiento del principio de libre determinación : lo deja en manos, lo que no es exactamente lo mismo, de la legislación interna de los Estados.

Un tercer argumento mil veces esgrimido invita a rechazar la perspectiva de un Kosovo independiente en virtud de la consideración de lo que tal horizonte pudiera tener de estímulo para la reivindicación de fórmulas similares entre nosotros. Si en alguna de las modulaciones de esta tesis se apunta, contra toda evidencia, que el proceso kosovar ninguna relación conceptual y política guarda con bien conocidas disputas celtibéricas, en otras se invoca el presumible efecto dominó que el reconocimiento que nos ocupa tendría en diversos escenarios del planeta. Estas consideraciones, cargadas de prevenciones, se revelan en el marco de una crisis general del Estado-nación —los viejos poderes pierden atribuciones por efecto de la trasferencia de potestades a instancias superiores, de un activo impulso descentralizador y de un retroceso palpable en sus funciones económicas y sociales— y al amparo de un proceso de globalización que ha suscitado numerosas contestaciones.

Hay que prestar atención también a una cuarta percepción : la que, sin aparentes espasmos esencialistas, propugna una defensa pragmática del statu quo. Aunque asume el sentido respetable de las demandas de autodeterminación, lo que al cabo esta percepción sugiere es que se antoja preferible, por un sinfín de motivos, dejar las cosas como están. Cabe preguntarse, eso sí, si esta manera de razonar no es en ocasiones un artificio que oculta una defensa de nuevo cerril, pese a las apariencias, de la integridad territorial de los Estados, tanto más cuanto que es frecuente que, en su despliegue, prefiera ignorar que muchas de las violencias que se han revelado al calor de los procesos de secesión son antes atribuibles a quienes rechazan éstos que a quienes los alientan.

La quinta admonición dirigida contra un Kosovo independiente bebe del designio de rechazar una medida que, con argumentos innegables, se interpreta es, sin más, el producto de la presión y de los intereses de Estados Unidos, o, de manera más general, del capricho unilateral de las potencias occidentales. A menudo esta asunción se hace acompañar de una visión conspiratoria que identifica una obsesiva y malsana agresión contra Serbia —el objetivo no sería, entonces, propiciar un Kosovo independiente, sino, sin más, perjudicar a Belgrado— y que gusta de retratar con tonos nada amistosos al conjunto de la población albanokosovar.

Rescatemos una última percepción : la que sostiene que, habida cuenta del fracaso palmario de las medidas abrazadas en los últimos años en Kosovo, lo suyo sería aplazar cualquier decisión relativa al status final de éste. Digámoslo de otra manera : como quiera que el protectorado internacional en modo alguno ha permitido consolidar instituciones democráticas y menos aún ha servido para garantizar los derechos de las minorías —ahí está, para testimoniarlo, la tétrica situación de la minoría serbia—, cualquier fórmula de autodeterminación, y la presumible secuela de secesión, estaría hoy lastrada desde el principio.

Enunciados los principales argumentos que, con una cariz u otro, se han vertido contra la perspectiva de un Kosovo independiente, sólo nos queda extraer un par de conclusiones. La primera obliga a subrayar los numerosos olvidos en que se asientan casi todos los argumentos glosados. Mencionémoslos de manera somera : nada nos dicen de lo ocurrido en Kosovo en el pasado reciente —lo sucedido entre 1989 y 1997 rara vez se asoma a los análisis—, parecen partir de la presunción de que los Estados son sagrados e intocables, y gustan de plantear, a quienes reivindican procesos de secesión, exigencias sin cuento —así, las relativas a la consistencia de las comunidades políticas correspondientes, a la inanidad de los derechos colectivos y a la presunta ignorancia del principio de ciudadanía— que llamativamente no reclaman de los Estados ya constituidos. En el caso preciso de Kosovo se suman, bien es verdad, dos olvidos más : el de que en los hechos en ese atribulado país no se está reconociendo, pese a lo que pudiera parecer, ninguna fórmula de autodeterminación, sino, antes bien, una independencia directa, y el de que al final las razones que conducen a muchos Estados a dar su visto bueno a esta última lo son de estricto y nada entusiasta pragmatismo. Mayor relieve tiene, sin embargo, la segunda de nuestras conclusiones : sea cual sea nuestra posición en lo que atañe al horizonte de un Kosovo independiente, sorprende sobremanera que entre el coro de voces que rechaza esta posibilidad ninguna se pregunte por lo que piensa la mayoría de la población kosovar…


Fuente: Carlos Taibo