En las líneas que siguen no hay ningún deseo de contestar el derecho que, hechas las salvedades que procedan, cada cual tiene a disfrutar de la manera que estime conveniente. Si a alguien le atrae la selección española y considera que pasar la tarde viendo uno de sus partidos es una tarea placentera, pues bien está.

En las líneas que siguen no hay ningún deseo de contestar el derecho que, hechas las salvedades que procedan, cada cual tiene a disfrutar de la manera que estime conveniente. Si a alguien le atrae la selección española y considera que pasar la tarde viendo uno de sus partidos es una tarea placentera, pues bien está.

Se impone, sin embargo, sopesar hipercríticamente la trama general —los intereses, los engaños, las manipulaciones— que ha rodeado este gigantesco y ambiciosísimo montaje de ’la roja’.

Para asumir esa tarea, y aun a costa de empezar con argumentos muy manidos, lo primero que hay que rescatar es el significado del panem et circenses, y en particular, en los tiempos que corren, lo que implica lo del circo. Nada mejor para avasallar a la ciudadanía que atontarla con unas u otras atracciones. En estos días no hay que ir muy lejos para apuntalar el argumento : ahí están esos millares —¿millones ?— de jóvenes que han llenado las calles en sus celebraciones por los éxitos de ’la roja’ mientras prefieren ignorar el escenario laboral en el que se mueven —los que son miserablemente explotados— o en el que no se mueven —los que arrastran un paro de siempre—. En las celebraciones no ha faltado, además, cierto tufillo fascistoide y autoritario, y ello aunque las gentes de mi generación estemos obligadas a reconocer que vemos demasiado rápido, detrás de la bandera rojigualda, adhesiones que no están, sin duda, en la cabeza de muchos jóvenes. Lo de ’la roja’ —hablo ahora de la ingeniosa terminología trenzada, de la que forma parte el empleo de la primera persona del plural a la hora de dar cuenta de las hazañas futbolísticas— hiede, en cualquier caso, como mensaje icónico : como quiera que no somos nada rojos, al menos lo compensaremos en el terreno de los símbolos.

Las cosas, sin embargo, no quedan ahí : hay que prestar puntillosa atención a la manipulación mediática que se ha registrado en los últimos días. Tiene, si así se quiere, dos manifestaciones. La primera no es otra que una fraudulenta reivindicación de lo colectivo frente a lo individual. De nuevo nos topamos con lo mismo : en una sociedad en la que lo colectivo ha sido manifiestamente estigmatizado y arrasado nos podemos permitir la reivindicación de los valores correspondientes, bien que en un terreno acotado y con protagonistas principales en una veintena de ciudadanos que peleaban por ganar nada menos que 600.000 euros —por cabeza— si ganaban el mundial. Qué curioso es, por otra parte, que los mismos medios de comunicación que han ensalzado la presunta condición colectiva de ’la roja’ prosigan en su tarea de canonizar a héroes deportivos tan equívocos e individualistas, y tan vinculados con el negocio y la publicidad más abyecta —por qué no prohibir, por cierto, la publicidad realizada por famosos—, como Fernando Alonso o Rafael Nadal. Recuérdese que el modelo que se propone no es otro que el del triunfador adobado de dinero en un escenario en el que este último, y el negocio, aniquilan todo lo que de saludable puede haber en el deporte.

La otra manifestación que anunciábamos remite a un empleo distinto del mito de lo colectivo : el que cobra cuerpo, dentro de una compleja y conflictiva trama nacional, de la mano de la postulación de la existencia de una identidad española común que, cabal, se levantaría llana, orgullosa y convincentemente frente a los particularismos locales (y también, en una dimensión más sibilina, frente a las identidades de millones de inmigrantes). Cuando antes hablaba del tufillo fascista y autoritario de algunas de las algaradas callejeras de los últimos días estaba pensando en buena medida en las secuelas de esto que acabo de señalar. Llamativo resulta, en cualquier caso, que mientras durante años, y desde el nacionalismo español, se ha reprochado a los demás que emplearan el deporte —el fútbol en singular— como escudo identitario, ahora los que entonces se sentían agraviados echen mano, sin rebozo, del mismo procedimiento.

Que lo que rodea a tanta miseria es más importante, en sus consecuencias, de lo que pueda parecer bien puede ilustrarlo el hecho de que el virus ha alcanzado a quienes —cabía suponer— se hallaban mejor protegidos. Baste un botón de muestra : el de una convocatoria realizada en Madrid para la noche de la final del Mundial. En su versión de sms rezaba así : «La roja es mi selección, pero la rojigualda no es mi bandera. Celebra el mundial con la tricolor. Tráela a la plaza de Lavapiés el domingo tras el partido. Pásalo». Creo que no se puede ser sino duro : lejos de contestar toda esta mierda, hay quien piensa que debemos sumarnos sin cautela a ella en la certeza de que la bandera tricolor resolverá mágicamente nuestros problemas. Líbrenos la providencia de estos republicanos.

Dejo para el final el recordatorio de una última discusión interesante : la que nace de las reiteradas declaraciones de dirigentes políticos y empresarios que han llamado la atención sobre las presuntas consecuencias benefactoras que, en términos de crecimiento del consumo y de alegría productiva, está llamado a tener el Mundial de fútbol. Supongo que lo que en los hechos nos dicen es que seremos más felices gastándonos —colectivamente, eso sí— unos euros más en cervezas y en banderitas, y trabajando con singular encono en provecho de los resultados empresariales, que atendiendo a la resolución de esos pequeños problemas que tiene, al parecer, una minoría de nuestros conciudadanos… «Canta y sé feliz», como rezaba una vieja y profunda canción de Peret. Dejo para otro día —no toca hoy— la consideración de qué poco tiene que ver con nuestro bienestar el consumo, hilarante e insostenible, al que a menudo nos entregamos y que tanto celebran nuestros gobernantes.

Carlos Taibo