A menudo sucede que lo más evidente e importante nos pasa inadvertido. En España, y desde hace un buen número de años, se hace valer un gigantesco proceso de transferencia de recursos que, desde las capas bajas y medias de la población, tiene por beneficiario fundamental a un puñado de grandes empresas constructoras. El alquiler y la adquisición de viviendas generan cada mes sumas astronómicas que, por lo común, pasan a manos de unos pocos, sin que sea sencillo apreciar beneficios obvios para la mayoría de los ciudadanos. Mucho me gustaría poder calibrar en qué medida el fenómeno que tenemos entre manos ha ido generando poco a poco una sociedad cada vez menos igualitaria, circunstancia a buen seguro medio ocultada por el vigor ingente de la economía informal, particularmente poderosa en el ámbito que nos ocupa.

A menudo sucede que lo más evidente e importante nos pasa inadvertido. En España, y desde hace un buen número de años, se hace valer un gigantesco proceso de transferencia de recursos que, desde las capas bajas y medias de la población, tiene por beneficiario fundamental a un puñado de grandes empresas constructoras. El alquiler y la adquisición de viviendas generan cada mes sumas astronómicas que, por lo común, pasan a manos de unos pocos, sin que sea sencillo apreciar beneficios obvios para la mayoría de los ciudadanos. Mucho me gustaría poder calibrar en qué medida el fenómeno que tenemos entre manos ha ido generando poco a poco una sociedad cada vez menos igualitaria, circunstancia a buen seguro medio ocultada por el vigor ingente de la economía informal, particularmente poderosa en el ámbito que nos ocupa.

A casi nadie se le escapa que la gallina de los huevos de oro ha beneficiado también, y notablemente, a la banca. Hace no mucho escuchaba en labios de un colega el relato de un fenómeno de sobra conocido que retrata cabalmente el papel de aquélla : una pareja joven que reúna, de la mano de dos sueldos de miseria, 1.500 euros mensuales inmediatamente podrá comprobar cómo con ese punto de partida sobran los bancos dispuestos a conceder un crédito hipotecario por valor equivalente a las sumas millonarias que reclama la compra de un piso. La ilusión óptica que sugiere que esas dos personas se convierten ipso facto en propietarios se ve contrarrestada, claro es, con la certificación de que quedan atadas de por vida al pago del crédito de marras. Semejante servidumbre genera al poco un comportamiento laboral de franca sumisión –a ver quién es el listo que asume una contestación en el trabajo que puede dar al traste con tan suculento proyecto inmobiliario—, un creciente conservadurismo político —va con lo anterior— y, aunque a menudo se olvide, una vida sentimental marcada también por el inexorable deber de preservar contra viento y marea la pareja primigenia. Y todo sin que, al menos hasta ahora, haya motivos para concluir que los bancos asumen riesgos mayores : en el caso, poco probable, de que la pareja de la que hablamos deje de pagar lo que le corresponde, ahí está el piso como garantía de que el banco se resarce de buena manera.

Hora es ésta de subrayar que, salvo medidas de tono menor e ineficacia manifiesta, los poderes públicos poco o nada han hecho para garantizar el derecho constitucional a disfrutar de una vivienda digna. Todo lo han fiado, antes bien, a que el mercado, con su mano invisible, resolviera problemas y disfunciones. La certificación, fácil, de que no ha sido así en modo alguno ha generado, por lo demás, medidas correctoras en un escenario en el que —no nos engañemos— a la postre se han movido por caminos similares socialistas y populares, embaucados a menudo, por cierto, en lamentables fórmulas de financiación de los presupuestos municipales.

En este marco, la medida, recientemente introducida por el gobierno de Rodríguez Zapatero, que se propone proporcionar una ayuda de 210 euros por vivienda para facilitar que los jóvenes accedan al alquiler se antoja más de lo mismo. Dejaré de lado ahora la polémica inevitable que suscita el hecho de que el tope superior de ingresos postulado para permitir el beneficio de esas ayudas parece manifiestamente alto, lo que al cabo –como sucederá, por cierto, cuando se aplique el ambicioso programa de acceso a la vivienda orquestado por la Junta de Andalucía— acabará por beneficiar en muchos casos a quienes no están más necesitados. Mayor relieve me parece que corresponde a la evidencia de que las ayudas que me ocupan en modo alguno atienden al que sería legítimo objetivo de poner freno a la usura que inspira tantos comportamientos en este terreno : no vaya a ser, una vez más, que las sacrosantas reglas del mercado se vean alteradas. Recuerde el lector que, las cosas como se proponen, los precios de los alquileres permanecerán incólumes, y ello cuando no subirán en virtud de las imposiciones de los arrendatarios, por lógica dispuestos a sacar tajada también de las ayudas gubernamentales.

Que la mayoría de los ciudadanos, presa de una vorágine descontrolada, no se percate de todo lo anterior es triste. Queda el consuelo de pensar, eso sí, que el patético ejemplo que está dando en las últimas semanas la economía norteamericana de la mano de las turbulencias financieras y la radical preponderancia de la especulación más descarnada acabe por abrirnos lo ojos. Porque los de nuestros gobernantes, siempre remisos en los hechos, y pese a alas apariencias, a intervenir con coraje cuando tienen que hacerlo, hay que dar por descontado que seguirán cerrados.


Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y colaborador de Bakeaz.


Fuente: Carlos Taibo