Artículo de opinión de Rafael Cid

Estamos acostumbrados a que los partidos propongan una cosa en la oposición y hagan la contraria en el gobierno. También que desde el poder endilguen la responsabilidad de sus estropicios a la <<herencia recibida>>.Pero lo nuevo de ahora consiste en crear una realidad paralela para comer el coco a la gente. Algo en lo que el actual Gobierno de coalición de izquierdas está destacando con singular pericia. Las cosas no son como indican los hechos, sino como aparecen en el relato del Ejecutivo, con el inestimable concurso de los medios de comunicación adheridos.

Estamos acostumbrados a que los partidos propongan una cosa en la oposición y hagan la contraria en el gobierno. También que desde el poder endilguen la responsabilidad de sus estropicios a la <<herencia recibida>>.Pero lo nuevo de ahora consiste en crear una realidad paralela para comer el coco a la gente. Algo en lo que el actual Gobierno de coalición de izquierdas está destacando con singular pericia. Las cosas no son como indican los hechos, sino como aparecen en el relato del Ejecutivo, con el inestimable concurso de los medios de comunicación adheridos. Quedaría por saber si esa alteridad superpuesta se debe a una acción premeditaba para manejar a la opinión pública, o a que sus ingenuos mentores se lo creen. Sabemos que al llegar a la cumbre se forma una burbuja que aísla a sus integrantes del común de los mortales. Lo que antes de consagrarse como intocables algunos aspirantes a la alta política denominaban <pertenecer a la casta>>.

Un episodio reciente nos devuelve a ese imaginario ilusorio. Aquel que hace referencia a la comparecencia de la flamante ministra de Justicia Pilar Llop vía plasma, sin audiencia pública, para valorar el fallo adverso del Tribunal Constitucional (TC) sobre el confinamiento. Un auto que declaraba ilegal el mecanismo jurídico utilizado por Pedro Sánchez para instarlo en el primer estado de alarma del 14 de marzo pasado. La susodicha, magistrada en la vida profesional, negó la mayor alegando que la medida seguía << los parámetros constitucionales>>, señalando a Vox como el turbio promotor del recurso. Y para dar más énfasis a su argumento añadió que con esa disposición <<hemos salvado 450.000 vidas>>. No muchas, ni siquiera miles, casi medio millón. ¿Excusatio non petita, accusatio manifesta?

Ante semejante hazaña no cabe sino el aplauso de la sociedad agradecida. Sin más reticencias ni objeciones sobre la cuestionable gestión de la pandemia hecha por las autoridades. Una historia de éxito vista desde esa atalaya, aunque las cifras se hayan calibrado a ojo de buen cubero. Pero lo sospecha nace al constatar que el Gobierno que sabe a ciencia cierta cuántos son los salvados todavía no ha sido capaz todavía de concretar el número total de fallecidos por el coronavirus. Los datos oficiales se basan en lo que aportan los hospitales sobre pacientes a los que se certificó el óbito por el contagio. Cómputo puesto en entredicho por notoriamente insuficiente por el Instituto Nacional de Estadística (INE), que refleja la variación de muertos registrados en el país entre el año en curso y el precedente.

La segunda objeción que cabría hacer ante la presunción de Llop tiene que ver con el contexto en que esos 450.000 compatriotas fueron redimidos del Covid-19 por la beneficencia gubernamental. Hay que recordar que precisamente durante esa primera ola nuestros país tuvo el mayor número de muertos, contagiados y sanitarios afectados del mundo. Esa no es una realidad paralela, ni un cálculo retrospectivo, ni es fruto de la herencia recibida, sino lo que en puridad ocurrió. Una catástrofe humanitaria que el confinamiento aplicado por un estado de alarma inconstitucional no doblegó.

Todo lo cual nos lleva a elaborar otras conjeturas. ¿Cuántas vidas se podrían haber salvado si el Gobierno hubiera hecho caso de las alertas sanitarias europeas y de la OMS desmotivando las multitudinarias manifestaciones del 8 de marzo, celebradas solo seis días antes de declarar aquel <<arresto domiciliario>> tarifado como <<confinamiento>>? ¿Con el reconocimiento de esas 450.000 personas salvadas gracias al cerrojazo del estado de alarma se está admitiendo que Moncloa supo del alud de infectados que originarían esas aglomeraciones festivas que abanderó en primera línea de pancarta si no se actuaba draconianamente? ¿Sabían también las autoridades de las dramáticas consecuencias que iba a provocar esa avalancha exponencial de contagiados sobre una red hospitalaria a la intemperie, donde el personal médico tuvo que usar bolsas de basura para protegerse del virus? El contexto es contundente: ya un mes antes, el 13 de febrero se había producido en Valencia el primer muerto por coronavirus, y ese mismo día los organizadores del Mobile en Barcelona decidieron suspender el congreso tecnológico mundial como medida preventiva.

Es lo que tienen las realidad paralelas, que la final se encuentran en el infinito. Ni la ocasional portavoz del Ejecutivo puede fantasear con la salvación de 450.000 vidas gracias al confinamiento por las bravas, ni se puede saber cuántas personas resultaron infectadas por la algarabía a bocajarro del 8M del 2020. Lo único que estamos en condiciones de afirmar es que ni vulnerando derechos fundamentales para poder gobernar por decreto-ley (una de las prórrogas incluía 6 meses sin comparecer a dar explicaciones al Congreso), ni militarizando la información de la epidemia (Operación Balmis), ni instando a la Guardia Civil a que se investigara en las redes las opiniones críticas con la gestión del Gobierno (como reconoció el general al cargo), se evitó que España fuera una especie de Estado fallido durante el estallido de la pandemia.

Y haciendo justicia a la responsable de la Justicia, conviene recordar que esas 450.000 vidas se hubieran protegido igual mediante el estado de excepción, que si habilita para suspender de derechos fundamentales (el Estado de Alarma solo permite <<limitar>>, nunca <<prohibir>>). Eso sí, entonces el presidente del Gobierno debería haber comparecido ante la sede de la soberanía nacional para motivarlo y obtener el necesario respaldo de los representantes de los ciudadanos. Es lo que ocurre en las democracias que unen a la legitimidad de origen la legitimidad de ejercicio. En las dictaduras lo que impera es el ordeno y mando, el <<decisionismo>>. Esa suerte de caudillismo que el jurista filonazi Carl Schmitt concibió para investir de capacidad política absoluta a una sola persona que decide por todo un pueblo en momentos excepcionales.

Esto último podría parecer un exabrupto gratuito, porque una golondrina no hace verano. Lo que ocurre es que en este gobierno con record de mujeres y jueces en su seno también abundan actitudes y hechos inquietantes por su escasa calidad democrática. Abuso del decreto-ley para gobernar; utilización de la norma de urgencia para eludir los controles ordinarios, como se ha demostrado al tumbar a posteriori el TC los nombramientos de la ex directora general de RTVE Rosa María Mateo y la inclusión del entonces vicepresidente de Asuntos Sociales Pablo Iglesias en el Comisión de Secreto Oficiales; y la autorización y respaldo por parte de Interior de la violación domiciliaria por la Policía (vulgo patada en la puerta) para impedir reuniones de grupos en casas particulares. Por si fuera poco, muchas de estas disfunciones las acreditan ministros y ministras procedentes de la carrera judicial (Llop, Marlasca y Robles).

Especialmente sangrante ha sido la postura de la actual ministra de Defensa a la hora de opinar sobre la resolución del TC sobre el confinamiento. Margarita Robles, magistrada del Supremo en excedencia, lo ha calificado de <<elucubraciones doctrinarias>>, postulando que a sus miembros les ha faltado <<sentido de Estado>>. El Gobierno <<hizo lo que tenía que hacer>>, concluido Robles. Aseveraciones que retratan una evidente regresión intelectual y moral, seguramente por el mal de altura que acecha a todos los que escalan la vertical del poder. Porque justamente haber tenido <<sentido de Estado>> es el piropo que Sánchez lanzó a Vox cuando con su abstención el grupo ultra entregó el control de los fondos europeos <<al Gobierno social-comunista>>. Y hacer lo que había que hacer fue, por analogía, lo que esgrimió José María Aznar al deportar por un avión a un grupo de sin papeles convenientemente sedados (<<había un problema y lo hemos solucionado>>).

Lo calcó hace más de un siglo el siempre recurrente Lord Acton: el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente; por eso la mayoría de los políticos son malas personas.

Rafael Cid

 

 


Fuente: Rafael Cid