Rafael Cid
Cada vez se habla más de constitución y menos de democracia. Incluso se habla de constitución para suplantar a la democracia. Ocurre ahora en España con el debate sobre el Estatut. Al margen de opiniones, críticas y desacuerdos, no sólo lógicos y pertinentes sino sobre todo deseables, la plana mayor de la oposición y el felipismo irredento erigen razones constitucionales frente a principios democráticos. Pretenden que el Congreso rechace de entrada el texto aprobado casi por el 90 por 100 del Parlament porque, aseguran, implica una quiebra de la Constitución del 78.
Rafael Cid

Cada vez se habla más de constitución y menos de democracia. Incluso se habla de constitución para suplantar a la democracia. Ocurre ahora en España con el debate sobre el Estatut. Al margen de opiniones, críticas y desacuerdos, no sólo lógicos y pertinentes sino sobre todo deseables, la plana mayor de la oposición y el felipismo irredento erigen razones constitucionales frente a principios democráticos. Pretenden que el Congreso rechace de entrada el texto aprobado casi por el 90 por 100 del Parlament porque, aseguran, implica una quiebra de la Constitución del 78.

Todo ello, con ligeros matices aquí y allá. Los herederos de la derecha franquista y del “sí” a la guerra de Irak aducen que la aceptación del concepto de nación aplicado a Catalunya sería tanto como un golpe de Estado normativo. Los otros, enrocados con la saga del Gal y los Fondos Reservados, afirman que la probación del borrador catalán rompe el principio de solidaridad que consagra la Carta Magna. En suma, ambos coinciden en considerar el principio democrático y el de subsidiaridad (que no es sino democracia de proximidad) como algo secundario y prescindible. Lo que prima, viene a sugerir el tándem, es el principio de autoridad del Estado central.

Ciertamente, en los 227 artículos, 9 disposiciones adicionales, 3 transitorias y 5 finales del Estatut puede haber mucha tela que cortar. Por ejemplo, bastante de lo relativo a la financiación vía cupo, que supone que nuestra primera economía regional va a minimizar su contribución a la Hacienda común. Pero sin olvidar dos cosas. La primera, el origen exquisitamente pacífico y democrático de la reforma propuesta en Catalunya y para Catalunya. Y en segundo lugar, para los que se rasgan las vestiduras con el socorrido “egoismo” de los catalanes, que el concierto económico en la España contemporánea lo acuñó Franco para premiar a Navarra y Vascongadas por su fidelidad al Alzamiento.

Además, ¿qué de malo tiene que la reforma del Estatut conlleve la de la Constitución ? ¿Acaso no se modificó ya la Carta Magna para adaptarla a las exigencias de la Unión Europea en la participación política de los extranjeros residentes, aunque la inclusión en ese macroespacio jurídico que absorbe buena parte de la soberanía nacional nunca se sometió a referéndum ? ¿No se va a modificar otra vez para adaptarla, vía paridad de géneros, a las necesidades sucesorias de la Casa de Borbón ? ¿No será que existe un miedo escénico a que esta constitución que entronizó de matute una monarquía impuesta por la dictadura en 1969 se vea ahora cuestionada por el impulso autodeterminacionista y centrifugador que viene de la periferia ?

La democracia, que comenzó en Grecia y perduró allí durante muchos más años que existencia tiene su actual versión, sufrió distintas rectificaciones en su periplo desde la ciudad Estado helénico al Estado nación del capitalismo global. Todas ellas para controlarla y evitar que su ejercicio pleno atentara contra el sistema. Así, durante el feudalismo, el sufragio -la expresión más directa de la democracia entendida como el gobierno del pueblo, que siempre son los más y por tanto los más pobres- se hizo censitaria como barrera de entrada al demos. Más tarde, a medida que la producción se hacia fabril y se necesitaba al demos como mano de obra, aparecieron los partidos políticos para “partir” el sufragio (Mapherson). Y últimamente, alcanzado ya un desarrollo político y social que hacia inevitable su universalización a mujeres y no ricos, surgieron las constituciones como barreras de salida.

En la actualidad no son escasos los politólogos que denuncian una tendencia proscriptiva de las constituciones en el neocapitalismo. Jon Elster, es uno de ellos. Este profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Chicago y director del Instituto de Ciencias Sociales de Oslo ha teorizado en su último libro, “Ulises desatado”, sobre esta dimensión restrictiva de las constituciones en su operativa moderna. Y alguna razón parece haberle dado la historia más reciente de la construcción europea si valoramos el aborto del referéndum en el continente como una estrategia para proteger del “no” del demos a una Constitución que en la práctica prescribía el capitalismo como único sistema posible y, por tanto, condenada a la ilegalidad cualquier alternativa al mismo.

O sea, un solo régimen posible dentro de un Estado de derecho universalmente aceptado. Algo que, más allá del momentáneo tropiezo constitucional de la UE, se va realizando mediante un proceso político constituyente que camina hacia una suerte de partido único democrático y consensuado. No se trata de que un régimen imponga un único partido, sino de que en un esquema de pluralidad política formal, a la hora de la verdad los representantes democráticamente elegidos confluyan por “razón de Estado” en un mismo gobierno. El ejemplo más reciente es Alemania, con la gran coalición entre socialdemócratas y liberales, cuando ambos concurrieron a las elecciones con programas no sólo distintos sino en muchos casos opuestos.

Y en el caso de España, la cosa no es muy diferente. Sólo hay que buscar una “razón de Estado” ad hoc. ¿El Estatut ? Hasta hay ya destacados catedráticos que teorizan en esa dirección, que no supone sino una nueva edición de viejas prédicas del poder, como el crepúsculo de la ideologías y el fin de la historia. Sin ir más lejos, el 29 de octubre, en el diario El País el profesor Manuel Ramírez, ante el peligro de que al socaire del Estatut se abriera una segunda transición que revisara la Constitución de 1978 decía : “Mejorar nuestra democracia es enseñar a los grandes partidos a delimitar unos temas fundamentales del Estado que requieren, por esencia y por su duración en el tiempo, del acuerdo insoslayable de dichos grandes : la defensa nacional, la política que afecte a la organización nacional del Estado (sí, comenzando por los Estatutos de autonomía), la justicia, la enseñanza, la enseñanza, la Universidad, la sanidad, etcétera” (sic). ¿Queda algo para el pluralismo político al margen de ese consenso entre “grandes” que el inolvidable escritor valenciano Joan Fuster llamaba pasteleo ?

Se habla mucho de constitución y cada vez menos de democracia. Seguramente porque cuando asistimos a los funerales de la socialdemocracia como último paliativo frente al capitalismo salvaje la orgía de legalidad está anunciando al mismo tiempo el declive de la legitimidad.


Fuente: Red libertaria / Rafael Cid