Artículo de opinión de Rafael Cid

 

Rafael Cid

 

Rafael Cid

Tras la epidemia de las vacas locas y los continuos desastres ecológicos, las últimas pruebas científicas sobre la suicida adicción de las abejas a un pesticida (neonicotinoide) podrían interpretarse como una metáfora del colapso civilizatorio en marcha debido al vigente troquel político-económico. O sea, el neoliberalismo capitalista de Estado basado en la explotación del hombre por el hombre y la esquilmación del medioambiente por el hombre. Estamos ante un panal tóxico que denuncia los reveses de nuestra vorágine depredadora, mientras los medios de comunicación del llamado Reino de España compiten informando sobre el nuevo corte de pelo de doña Litizia.

Cuando la escasez y no la abundancia era el signo de la economía, un médico holandés de nombre Bertrand de Mandeville escribió un libro que se considera la piedra filosofal de pre-capitalismo. “La fábula de las abejas” (1724), junto a “La riqueza de la naciones”, del moralista Adam Smith, figuran como el Antiguo y Nuevo Testamento, respectivamente, del sistema económico que hoy impera en el mundo en régimen de monopolio. La moraleja que Mandeville describe supuso una transgresión sobre lo hasta entonces convenido socialmente para superar el estado de naturaleza. “Vicios privados, virtudes públicas”, era su máxima: Urdangarin, Trillo, Pujalte, Bárcenas, Griñán, Chaves, Pujol, Monedero, etc.

El modelo de relaciones que esa fábula establece tiene como vector el libre albedrio. Solo cuando las personas realizan sus deseos obtiene beneficio la comunidad de la que forman parte, sostenía caricaturizando aquel “uno para todos y todos para uno”. Con ello el capitalismo se asociaba al individualismo como el guante  a la mano, dejando claro que el mercado (libre) y la competencia (libre) eran sus virtudes cardinales. Y en el fondo algo de cierto sigue habiendo, aunque con otra eticidad, en esa fórmula sesgada de afirmar la autonomía del sujeto. Una persona descontenta con consigo misma difícilmente puede socializarse con provecho de los demás.

En el fondo Mandeville se comportaba como un optimista resolutivo que creía a pies juntillas en el efecto positivo de la extrapolación del egoísmo. Algo que un siglo más tarde serviría de excusa a Max Stirner para teorizar una refutación del Estado como guardián del “yo soberano” en su ensayo “El único y su propiedad”. Pero a ambos les ha desmentido la historia: ni la centrifugación del ego deviene en activo social, ni el Estado en la práctica anula el individualismo. Más bien al contrario: canonizar el “ande yo caliente” significa abonar el canibalismo social, en tanto el individualismo propietario se afirma bajo palio del Estado. Estado y Capital, la santísima dualidad.

Esta doble conjunción de individualismo llevado a su máxima expresión solipsista y el Estado como garante de sus atomizadoras dinámicas, son pautas que configuran eso que hoy llamamos en conjunto neoliberalismo capitalista. Se trata en realidad de una mutación del paradigma humanista que, desde Aristóteles, entendía al hombre (y la mujer) como “zoon politikon” (animal social), constatando una interacción empática entre el individuo y la sociedad que niega la disputa teleológica entre ambos términos. No obstante, la crónica de la resistencia a la dominación capitalista a menudo ha producido un efecto pendular perverso en cierto  socialismo autoritario al acabar reproduciendo el mismo problema que pretendía impugnar.

Ni la hegemonía de las masas de uno ni el predominio del individualismo sin atributos del otro arrojan una imagen fiel de una sociedad de seres libres. Ambos formatos de asignación de recursos político-económicos, aunque teóricamente antagónicos, confluyen en la anulación de las personas activas por castas mediadoras. El neoliberalismo genera una concentración económica en élites extractivas que dejan en simple retórica la competencia, y el socialismo autoritario hace lo mismo a nivel político solapando la cooperación solidaria e inclusiva. En el imaginario colectivo, toda organización no democrática (autoritaria, jerárquica y piramidal) discrimina entre abejas reina en la cúspide y zánganos en la base. Autoridades y mandados.

La mayor diferencia entre el capitalismo norteamericano y el chino en este siglo XXI no radica en sus oligarquías de control sino en el uso que estas hacen del aparato del Estado para lograr sus objetivos totalizantes. Ambos supuestos coinciden en una misma ideología bipolar que condiciona y restringe la libertad de las personas físicas (ciudadanos sujetos al imperio de la ley) y dispone manos libres para las personas jurídicas (la autorregulación de los mercados). De ahí la funesta ruleta rusa producción-consumo. Nadie o casi nadie en la sociedad así instituida piensa en la limitación de los recursos y por eso las llamadas al auto-decrecimiento equitativo apenas conmueven. Lo que no impide que cuando desde arriba y coactivamente se manda parar, la mayoría se plegue. Entonces  lo llaman recesión o crisis, y sirve para inocular en la gente que “ha vivido por encima de sus posibilidades” un austericidio de parte para crecer en desigualdad.

El mundo de la política (como el de la naturaleza) contiene un ecosistema ético que se degrada a medida que se alteran las constantes vitales de la cadena trófica que lo integran provocando reacciones en cadena potencialmente devastadoras. Hace cincuenta y cinco Rachel L. Carson  escribió “La primavera silenciosa” para alertar sobre la gran mortalidad que provocada en las aves el uso de agentes químicos. Ahora, la fábula de las abejas no es solo la metáfora mórbida de la globalización capitalista. Indica sobre todo la polinización biocida del avispero humano.

Rafael Cid


Fuente: Rafael Cid