Artículo de opinión de Rafael Cid

“No hay un rey que, teniendo fuerza suficiente,

no esté siempre dispuesto a convertirse en absoluto”

(Thomas Jefferson)

“No hay un rey que, teniendo fuerza suficiente,

no esté siempre dispuesto a convertirse en absoluto”

(Thomas Jefferson)

La forma de Estado es contingente, formal, accesoria. Hay monarquías decentes y  constitucionales, y repúblicas bárbaras y despóticas. Lo importante es el contenido más que el continente. Aquí, una vez más, el hábito no hace al monje. Aunque también es cierto que no existe la monarquía democrática como tal, ni se concibe. Son términos irreconciliables. El primero hace al pueblo soberano de las decisiones de la colectividad. El segundo se rige por el principio monárquico, que siempre es hereditario y vitalicio a capricho del monarca. El caso español es un ejemplo de esa concepción de Estado monárquico como tapón de la democracia utilizando una constitución-jaula que hace imposible su derogación.

Por eso PP y PSOE, dos náufragos en el océano de la Marca España, se han aliado en un último pírrico intento para renovar el atado y bien atado de la Transición estableciendo límites a la posible reforma de la  Constitución. O sea, dejando claro que ellos, hoy simples exponentes de un bipartidismo en harapos, han decidido poner líneas rojas a cualquier modificación que no se ajuste a sus intereses estratégicos y de los que les parasitan. La derecha y la sediciente izquierda, que en estos momentos representan poco más del 50% de los votantes, pretenden decidir la hoja de ruta por la debe circular la sociedad civil durante las próximos lustros y generaciones.  Exactamente lo que niegan machaconamente ante el avance del frente soberanista en Catalunya, donde junto a Euskadi PP y PSOE son fuerzas residuales.

La clave de ese bloqueo está en un PSOE  que oficia de fiel de la balanza en esta disyuntiva. Forma parte del bunker monárquico y su negacionismo republicano le ha convertido en el verdadero cancerbero del régimen del 78. Hoy no existe en España una burguesía laica y liberal capaz de trenzar acuerdos con las fuerzas vivas como ocurrió en el año 31 del siglo pasado. Aunque, también es cierto, que el único aliento de ruptura en esa dirección procede otra vez del universo municipalista, de abajo arriba, y que su impronta se fortalece al tiempo que aumenta el descrédito de los cruzados del Estado borbónico. No es una boutade. Desde el momento en que la Constitución vigente consagra la inviolabilidad e irresponsabilidad del Rey como jefe del Estado (art. 56, 1 y 3), el carácter hereditario de la corona (art.57, 1), y le otorga el mando supremo de las Fuerzas Armadas (art. 60, h), el sistema no se puede calificar de democrático, salvo por simulación. Es un avatar: lo llaman democracia…

Han pasado casi cuarenta años de aquella Constitución transada en una coyuntura excepcional, y nada justifica que su potencial revisión se  pueda hacer sobre los mismos parámetros que entonces. Por una razón concluyente: el partido que lideró la Constitución hace 34 años ya no existe. La extinta UCD ganó las elecciones del 15 de junio de 1977 con 166 escaños,  48 más que el segundo más votado, lo que le permitió dominar la ponencia constitucional con tres delegados frente a uno que correspondió a cada grupo restante (PSOE, PCE, AP y Minoría Catalana), habiendo ya fallecido cuatro de aquellos siete “padres de la patria”. Lo que quiere decir lisa y llanamente que estamos gobernados por muertos. Y ahora el duopolio dinástico hegemónico pretende hacer un lifting para que nuestros zombis fundadores del siglo XX sigan reinando.

Cuatro fruslerías que en su día propuso el Consejo de Estado (dictamen patrocinado por su presidente Francisco Rubio Llorente) , como el restablecimiento de la igualdad de género en el acceso a la sucesión en la corona, que ha estado todos estos años vulnerando lo que proclamaba al respecto el artículo 14, haciéndose trampas en el solitario. Poco más. Por supuesto nada que ofrezca la más mínima oportunidad de participación directa de los ciudadanos. En eso, PP y PSOE son unos consumados tahures. Lo demostraron con la contrarreforma exprés del artículo 135 para que el pago de la deuda financiera provocada por la crisis de la gran banca tenga prioridad sobre cualquier otra emergencia social. Un verdadero golpe de mano que selló para la posteridad  su voluntad de fortalecer el principio monárquico por encima de todo. Ni siquiera piensan dotar de carácter vinculante al referéndum. Aunque Podemos mantenga la amenaza someter a consulta su hipotética reforma (lo puede pedir cualquier grupo con más de 35 diputados), la última palabra no la tendrán los electores. Como así ha ocurrido en el Brexit o en el reciente caso de la iniciativa liderada por Renzi en Italia.

Conviene advertir sobre el carácter instaurador (legitimador) que significaría un referéndum placebo sobre esa potencial reforma low cost de la Constitución con el Rey Felipe VI en su cima, cuando siguen operativas en el ordenamiento jurídico español normas represivas franquistas (así justifican la no anulación de los juicios de la dictadura). Porque, hasta ahora, la Norma Suprema estaba lastrada (ilegitimidad de origen) por haber sido una restauración dictada por Franco en la persona de Juan Carlos I (hoy Rey emérito sin que exista estatuto que lo disponga ni figura que lo acredite). Mácula que recayó sobre los partidos de izquierda (PSOE y PCE) que  aceptaron el ukase del dictador derogando en la práctica la acusación de alta traición contra Alfonso XIII, emitida del 25 de noviembre de 1931 por las Cortes Constituyentes de la Segunda República, “degradándole de todas dignidades, derechos y títulos (…) sin que pueda reivindicarlos jamás ni para él ni para sus sucesores”.

Lo que nos lleva a pensar que la única posibilidad de romper el tinglado del bipartidismo dinástico y burlar el candado de la Transición pasa por el sorpasso democrático de  las tesis soberanistas en tierras catalanas con el complementario despliegue del impulso autodeterminacionista en el tejido social local. Descentralización y horizontalidad democrática versus principio monárquico. Lo contrario es incidir en una Tercera Restauración mediante una Segunda Transición que concite de ley a ley el espectro del franquismo.  Como ocurre con el decisivo artículo 8, punto 1, Título Preliminar, de la vigente Constitución, que dice:

“Las Fuerzas Armadas, constituidas por el Ejército de Tierra, la Armada y el Ejército del Aire, tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional”

Disposición clonada del artículo 37 de la Ley Orgánica del Estado de 1/1967, título VI, de la dictadura que decía:

“Las Fuerzas Armadas de la Nación, constituidas por los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire y las Fuerzas de Orden Público, garantizan la unidad e independencia de la Patria, la integridad de sus territorios, la seguridad nacional y la defensa del orden institucional”.

La diferencia está en el matiz de transar el término “institucional” de la segunda por el “constitucional” de la primera. Importante si el sesgo fuera trascendente, pero superfluo desde el momento en que el Rey es investido como jefe vitalicio del Estado y de la Fuerzas Armadas con carácter hereditario. Lo que se compadece a tiros como el artículo segundo de la C.E. que prescribe la soberanía en el pueblo (omnis potestas a populo), y por el contrario entronca con el antidemocrático principio monárquico del origen divino del poder (el omnis potestas a Deo). El Yo Supremo.

Rafael Cid


Fuente: Rafael Cid