Artículo de opinión de Rafael Cid

El 11 de noviembre de 2007, en los albores de la crisis económica, un estudiante de 16 años era asesinado en el metro de Madrid por un militar de ideología nazi cuando se dirigía a manifestarse contra una concentración antiinmigración autorizada por la delegación del Gobierno. Carlos Palomino, el altruista joven al que odio racial quitó la vida, se convertía así en un símbolo de la lucha en favor de los “sin papeles” y del rechazo a la xenofobia.

El 11 de noviembre de 2007, en los albores de la crisis económica, un estudiante de 16 años era asesinado en el metro de Madrid por un militar de ideología nazi cuando se dirigía a manifestarse contra una concentración antiinmigración autorizada por la delegación del Gobierno. Carlos Palomino, el altruista joven al que odio racial quitó la vida, se convertía así en un símbolo de la lucha en favor de los “sin papeles” y del rechazo a la xenofobia. Al eco de su gesto y a las prácticas orgullosamente inclusivas que luego desarrollaría el 15M posiblemente se deba que España sea aún territorio libre de ultras. Uno de los pocos países de la Unión Europea (UE) donde el coctel del austericidio y el paro no ha propiciado la irrupción de partidos nacionalistas en las urnas.

Entonces la inmigración incontrolada no alcanzaba los niveles de avalancha de la actualidad .En buena medida su constante goteo era debido al efecto llamada con que los recién llegados convocaban a la tierra prometida a sus compatriotas. Ni su impacto entre la población nativa, ni su ya notoria presencia como usuarios de los servicios públicos, despertaban excesivos incompatibles en la opinión pública. Por el contrario, en general se valoraba positivamente su contribución a la renta nacional al emplearse mayormente en actividades que los propios trabajadores españoles despreciaban.

Pero hoy el problema de esa emigración irregular se ha agravado. Ya no se trata de gentes que buscan mejorar su situación desplazándose hasta la por ellos idealizada Europa. A esos contingentes se han sumado el éxodo continuo de decenas de miles individuos que huyen del hambre y las guerras tribales que asolan a parte del África subsahariana y oleadas de refugiados huidos de conflictos armados enquistados en zonas geográficas hasta hace poco fiables, como Siria, Irak o Libia. Hablamos de una emergencia humanitaria como nunca se había dado en el continente desde el final de la Segunda Guerra Mundial.

Guerras, hambrunas y racismo integran el polvorín que siempre ha alimentado el nacionalismo excluyente y violento. Una amenaza que la ciudadanía democrática europea debe desactivar promoviendo con todos los medios a su alcance acciones solidarias, sin frentismos estériles, para evitar su definitiva institucionalización. Porque, como sostiene Antoni Domenech en su excelente libro “El eclipse de la fraternidad”, el apoyo mutuo es el eslabón perdido de todos los proyectos pretendidamente progresistas que desde la Revolución Francesa han buscado su lugar en la historia. En este alarmante contexto, supone un “crimen político” que el gobierno de Mariano Rajoy haya designado a García Albiol, un adicto segregacionista, para encabezar la lista del Partido Popular a las elecciones catalanas del 27 de septiembre próximo. Afrenta que, si el sentido común no desfallece, debería saldarse con una estrepitosa derrota para sus patrióticos colores allí donde concurran.

Aunque lo que en estos momentos está en juego es mucho más que un asunto de carácter interno. Y tampoco se reduce al hecho puntual de la actuación miserable de políticos que predican fronteras mentales para capitalizar el descontento y las pulsiones primarias de sectores golpeados por la crisis. Estamos ante un problema de dimensiones globales que puede convertirnos una vez en carne de cañón de intereses inconfesables, los mismos que están en el origen del crac financiero; que cebaron la descomposición de Estados ahora fallidos y que durante el periodo colonial esquilmaron territorios que hoy padecen la mayor diáspora de la historia contemporánea. Multitudes de personas de todas las edades, hombres y mujeres, niños y ancianos, en desbandada, vagando en una imagen dantesca por el mundo sin más rumbo que sobrevivir en la era del todo a cien.

Fue precisamente hace ahora un siglo cuando el sueño del internacionalismo humanista que representaba la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT) saltó definitivamente por los aires al ceder los pueblos a la atentación nacionalista de los gobiernos que desencadenaron la Primera Guerra Mundial. A su aberrante conjuro millones obreros en Europa se mataron entre sí en los campos de batalla para proteger las cuotas de poder de sus respectivas oligarquías. Como consecuencia de ello la Internacional se dividió, relegando al infinito aquella fraternidad universal que inspiraba sus principios éticos, democráticos y emancipadores. Entonces, personalidades como el filósofo y matemático Bertrand Russell, que hicieron del desarme, el antimilitarismo y el pacifismo su segunda personalidad, cayeron marginados por la propaganda bélica de unos Estados cuyas sociedades dejaron de pensar por sí mismas para contemplar al diferente como un enemigo a batir.

El retroceso civilizatorio que aquella inmensa masacre produjo, y las humillaciones que la derrota sembró entre los vencidos, facilitó el veneno que tres décadas después llevaría a la Segunda Guerra Mundial, una contienda que unía al anterior expansionista la lacra del racismo como coartada ideología. De esta forma, bajo la perspectiva del capitalismo depredador como sistema; la competencia despiadada como modelo de existencia y el consumo bulímico como movilizador social, el mundo surgido de aquella la barbarie inspiró el modelo caníbal que los falsos profetas explotan desde el confort de sus despachos. Convirtiendo la nacionalidad en un derecho de propiedad; la guerra en un imperativo legal y el rechazo del extranjero en un gesto de defensa propia.

Si en el siglo XX la exaltación nacionalista precedía a la guerra y ésta presagiaba la hambruna, en el actual siglo XXI el vector se ha invertido. Es el miedo a que los condenados de la tierra que tratan de escapar de la miseria rebaje el nivel de vida de nuestras caducas sociedades de bienestar lo que está detrás del repunte del absurdo ultranacionalista. En nuestra mano está que la historia no se repita. Honrando el legado de Carlos Palomino, el adolescente que sabía que ningún ser humano es ilegal.

Fe de erratas. En la nota “Una paloma se posó sobre una rama a reflexionar sobre la existencia” se deslizó una errata que podía dar origen a una interpretación errónea, ya que donde decía el “editor de esta web” en realidad debería decir en concreto “el editor de la web Ollaparo”.

Rafael Cid

 

 


Fuente: Rafael Cid