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Quizás el hecho político más trascendente de estos últimos años de democracia estabulada haya sido la lenta recuperación de la memoria mentida. Hasta hace muy poco, todos éramos hijos de nadie, históricamente hablando. Ni de un tiempo ni de un país, como dice la conocida canción de Raimon sobre el País Vasco. Sólo el presente, vulgar, pedestre y manso, nos definía. Como esas acémilas con anteojeras, el común denominador de los españoles era una simple nota actualidad, ramplona y sin referentes. Íbamos de la nada a ninguna parte. Estábamos de vuelta sin haber ido, y ni siquiera eso sabíamos Siempre al dictado del botafumeiro dominante. Ufanos en un país de sotanas, tricornios y cortesingleses.

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Quizás el hecho político más trascendente de estos últimos años de democracia estabulada haya sido la lenta recuperación de la memoria mentida. Hasta hace muy poco, todos éramos hijos de nadie, históricamente hablando. Ni de un tiempo ni de un país, como dice la conocida canción de Raimon sobre el País Vasco. Sólo el presente, vulgar, pedestre y manso, nos definía. Como esas acémilas con anteojeras, el común denominador de los españoles era una simple nota actualidad, ramplona y sin referentes. Íbamos de la nada a ninguna parte. Estábamos de vuelta sin haber ido, y ni siquiera eso sabíamos Siempre al dictado del botafumeiro dominante. Ufanos en un país de sotanas, tricornios y cortesingleses.

Pero afortunadamente, gracias al arrojo y la generosidad de unas pocas personas decentes, algo está despertando en la conciencia de las gentes. La vieja memoria que nos robaron con decretos, salivazos y anatemas, encerrada en fosas comunes, mentiras oficiales y palios mediáticos, finalmente está abriéndose paso entre la miseria y el pesebrismo ambiente. Es una revolución silenciosa y modesta, pero persistente. Un eficaz calabobos. Y, posiblemente, algo que, de continuar y profundizarse, semillará la transformación social y mental que negó el pacto entre élites de la transición que llamaron consenso, con deshonra e impunidad.

Al calor de este casi imperceptible efecto mariposa, mientras se exhuman cadáveres en las cunetas y el ministro Bono, impasible el ademán, rinde homenaje a los fascistas de la División Azul que avalaron a balazos el holocausto nazi, empiezan también a salir a la luz testimonios que hablan de la barbarie del franquismo y del heroísmo del pueblo trabajador. Como el libro “Madrid, rojo y negro”, del periodista libertario Eduardo de Guzmán, un auténtico Galdós de la CNT. Mejor aún, un Jules Michelet de La Comuna, ya que el que fuera redactor de “La Tierra”, “La Libertad”, y director del órgano confederal “Castilla Libre”, no se limitó a fisgonear en las hemerotecas para narrar los episodios nacionales que otros vivieron. Guzmán, como John Reed también, estaba allí, en el lodo de las trincheras ; en el Madrid asediado por los militares golpistas ; en los frentes de la sierra ; junto a las milicias que el pueblo, los sindicatos, los partidos de izquierda y los ateneos alzaron ante el sobrevenido rigor mortis del Estado formal y sus pusilánimes autoridades. Leer hoy “Madrid, rojo y negro”, escrito en plena guerra civil, cuando los moros sicarios de Yague, Millán Astray y Varela degollaban a sus presas como botín de guerra, es un viaje a la dignidad. Es comprender la lápida de mentiras y atroces manipulaciones, las paletadas de cal viva y responsos, con que se ha intentado cegar a aquel acusador ayer.

Hay espléndidos libros sobre el movimiento libertario escritos por sus protagonistas. Están las emocionantes memorias de Cipriano Mera, el albañil que defendió Madrid frente a generales de Estado Mayor, primero en las milicias, luego como responsable de la 14 División, y finalmente como jefe del Ejército del Centro. Tenemos el testimonio de Diego Abad de Santillán, el culto y osado polígrafo anarquista que dio contenido intelectual y humanístico al pensamiento antiautoritario. Y -por poner sólo tres ejemplos donde abundan Peirats, García Pradas y Abel Paz- existe el imprescindible relato del dirigente de la FAI que fuera el más audaz ministro de Justicia de aquella República en llamas, Juan García Oliver, el camarero que junto con Ascaso, Durruti y los hermanos Jover convirtió su proletariado militante en una leyenda.

Pero lo que diferencia a “Madrid, rojo y negro” de aquellas otros espléndidos episodios es su condición de memorial on line, de crónica de guerra escrita por un combatiente más, de relato directo. Por eso el libro ha estado prohibido tantos años por el pasado régimen y secuestrado otros tantos por la recompensada indigencia de cierta inteligentsia. Por eso, por su condición de testigo de cargo de la vesania de los sublevados, constituyó una de las pruebas de que se valió el tribunal militar para condenar a muerte a su autor. Por eso, cuando tantos antiguos stalinistas convertidos en historiadores de postín se empeñan en seguir cebando el manoseado cliché del “populacho” irresponsable, zambullirse entre las páginas del relato de Eduardo de Guzmán supone reivindicar las emociones más nobles, auténticas y heroicas de que son capaces los seres humanos cuando se reconocen como tales luchando mano a mano por la libertad y contra la injusticia.

Comienza “Madrid, rojo y negro”, con la sublevación de los generales facciosos y termina con la muerte de Durruti durante la defensa de la capital en las trincheras de la ciudad universitaria. Apenas cuatro intensos y trepidantes meses que decidieron la suerte del Alzamiento. Porque, como recoge Eduardo de Guzmán, lo que en un principio se presentaba casi como una paseo militar para los militares sediciosos se convirtió en una larga guerra (donde más tarde la republicana Francia sucumbiría frente a los nazis en pocas semanas). Porque el pueblo de Madrid se echó espontáneamente a la calle para levantar una muralla a pecho descubierto allí donde el gobierno sólo balbuceaba intentos de apaño con los golpistas. Un Madrid insurgente, sin jefes imprescindibles ni líderes providenciales, que mostró al mundo la primera derrota de las fuerzas de choque de Hitler y Mussolini. Un Movimiento Libertario (CNT-FAI-FIJL) con cerca de dos millones de afilados que levantó sobre la marcha un orden revolucionario sobre las caóticas escombreras del Estado legal. Unas masas, sin armas ni dinero para el enfrentamiento con las unidades más curtidas y mejor pertrechadas del Ejército, socializadas en la abnegación y el apoyo mutuo, que descubrieron en la autoorganización una forma más elevada de ciudadanía. De todo ello habla admirablemente “Madrid, rojo y negro”. Y también de lo que durante años la propaganda y oscurantismo ha ocultado con todo tipo de argucias y dobleces. Del sitio de Sigüenza, bombardeada su población civil por oleadas de aviones alemanes e italianos al servicio de La Cruzada, como trágico ensayo de lo que sería la masacre de Guernica en abril del 37. O del mito de la supuesta resistencia numantina de los fascistas atrincherados en El Alcázar de Toledo. Cuando, como recuerda con agudeza Eduardo de Guzmán, eran más de 2.000 curtidos militares, armados hasta los dientes, los que “rodeaban” a unos 700 milicianos con alpargatas, armas cortas, dinamita de minería y unas decenas de fusiles arrebatados a los fascistas en la toma del Cuartel de la Montaña. Todas esas molestas verdades, políticamente incorrectas, contiene el vigoroso texto del Galdós de la CNT recuperado por la editorial Oyeron.

Pero, posiblemente, de entre todas ellas, lo más importante, lo que mejor refleja el genuino espíritu de “Madrid, rojo y negro” es una sencilla conclusión cincelada en el acervo de la experiencia colectiva. Aquella proeza irrepetible, sin aspavientos ni regateos, fue posible porque, a través de casi un cuarto de siglo de lucha solidaria por su emancipación y dignidad, las clases trabajadoras hacia ya tiempo que llevaban un mundo nuevo en sus corazones. Es, si se quiere, el testamento de unos idealistas sin remedio. Pero no fue estéril. Porque, con su ejemplo, aquellos utópicos recalcitrantes crearon las condiciones para que setenta años más tarde, en pleno consumista siglo XXI sus nietos tomaran el testigo. Se echaron a la calle para manifestarse contra la guerra de Irak, entre un mar de banderas republicanas, gritando una vez más que otro mundo es posible.

(El Madrid asediado de 1.936 tenía una población de un millón de personas y en él se publicaban quince diarios. El periodista Eduardo de Guzmán fue condenado a muerte por haber sido director de Castilla Libre, órgano de la regional Centro de la CNT, y durante muchos años, impedido de ejercerse profesión libremente por la policía, tuvo que ganarse la vida escribiendo más de 500 novelas del oeste con seudónimos como Edward Goodman, Eddie Thorny y Richard Jackson. En 1967, cuando nadie en el mundo político e intelectual lo reivindicaba, el anarquista Guzmán publica la primera historia del constitucionalismo español con el título “España entre las dictaduras y la democracia”. En 1975, el año en que biográficamente desaparece el franquismo con la muerte física del dictador, su libro “El año de la victoria” recibe el Premio Internacional de Prensa. Una maniobra de los compañeros de viaje del PCE en el jurado del certamen que se falla en París impide que Eduardo Guzmán asista en persona a recoger el galardón. Eran los primeros acordes de la transición pactada y vigilada) .