Artículo publicado en Rojo y Negro nº 386 de febrero

El zorro sabe muchas cosas, pero el erizo sabe una sola gran cosa
(Arquíloco)

Sobre la política española del momento caben tantas interpretaciones como las que virtualice su caleidoscopio. Pero explicaciones reales, solo las justas. Se mire por donde se mire, la novedad no es que tengamos un gobierno de coalición de izquierdas, sedicentemente progresista. Lo trascendente es que por primera vez el nacionalismo consigue adecentar su abolengo supremacista gracias a socialistas y comunistas, precisamente los en otro tiempo baluartes, abanderados e integrantes del orfeón de La Internacional. La diagonal que amalgama a la izquierda carpetovetónica con el nacionalismo vernáculo arranca del Pacto del Tinell, parteaguas del experimento bloquista que cumple ahora 20 años. Lo que hasta esa fecha había sido una política ventajista de alternativas cruzadas entre las dos orillas (rive gauche-rive droite), pasó a segunda división convirtiendo al nacionalismo en el fiel de una balanza que dejaba fuera de juego a medio país. O sea, a esa parte de la sociedad conservadora/moderada, que desde ya no tiene más opción que el derecho al berrinche (Sánchez dixit).
Vuelve a repetirse el esperpento oxímoron de aquella transición continuista (de ley a ley: atada y bien atada) de la dictadura a la democracia. Entonces el abrazo entre posfranquistas y antifranquistas (con presunción de inocencia para los últimos) se justificó por aquello de la «concurrencia de debilidades», un desahogo literario del escritor Vázquez Montalbán jugando a Príncipe de Salina. Y hoy la nueva transición repite la receta (dentro de la Constitución o haciéndole un hueco, ya se verá) entre izquierdistas y nacionalistas, espacios ideológicos a los que siempre les ha separado más que un muro refractario. Todo ello con la excusa de frenar a los herederos del franquismo (aquí con presunción de culpabilidad) que tanto socialistas como comunistas avalaron en 1977 mediante aquella amnistía de 360 grados. Y no me refiero al abultado capítulo de «concesiones», presentadas como causas de fuerza mayor, que para tocar poder ha suscrito el sanchismo con el secesionismo periférico (PNV, Bildu, ERC y JuntsxCat). Hablo de la entrega a una doctrina político-cultural, de estirpe identitaria, cuyos padres fundadores predicaban el menosprecio, la hostilidad y el resentimiento a los que no compartieran su ideario ni comulgaran con su catequesis (del etnicista vasco Sabino Arana al filonazi Vicente Risco, teórico del nacionalismo gallego). Así, no es el nacionalismo el que concede legitimidad democrática a las izquierdas, sino al revés, son estas quienes otorgan legitimidad democrática al nacionalismo. Con la política de apaciguamiento que implica el pacto Sánchez-Puigdemont, el PSOE no solo está comprando los votos del nacionalismo militante, también está asumiendo sus ideas.
Paradójicamente estas escaramuzas de poder han surtido efecto en medios anarcosindicalistas, a pesar de su conocida aversión a ese juego trucado de suma cero que supone el hecho institucional auspiciado de arriba a abajo. Posiblemente porque la mezcla del principio federativo consustancial a la experiencia libertaria, su asimilado derecho de autodeterminación, y la vocación estatalista que implica el fenómeno nacionalista han configurado un escenario donde cada ritual tiene su sacristán. Un avispero alimentado y exacerbado por la tradicional inquina de una administración umbilical que suele reclutar para su cruzada unitarista a los más rancios poderes, fácticos y gubernativos. Atrapados en esa cadena de percepciones, a veces se han difuminado los contornos de lo que es la inalienable plena autonomía de un colectivo hermanado por la lengua, la cultura y las costumbres con un proyecto de reserva del derecho de admisión (su más puro endemismo) que busca dotarse de un Estado para coronarse hegemónicamente reseteando a la sociedad civil. Esa podría ser la mano invisible del nacionalismo, al pretender que lo que es bueno para su escolástica es bueno para la plebe, y se debe acatar. Una especie de constructivismo social del tipo vicios privados virtudes públicas, que en parte nace de extrapolar el derecho de autodeterminación del individuo de Kant al más problemático derecho de autodeterminación de los pueblos de Fichte. Al reclamo de aquel Volksgeist que inspirara la «formación del espíritu nacional» del Estado franquista, sin romper la cuarta pared que separa el mundo real del oficial.
La vieja pretensión anarquista de contribuir con el esperanto a un sistema de comunicación verbal de alcance mundial era un intento de superación del chovinismo lingüístico, condición necesaria pero no suficiente para forjar la mentalidad nacionalista, que en su promoción puede incurrir en el nativismo. Al respecto de la decisiva influencia de una lengua vehicular en la liturgia identitaria, el historiador británico Elie Kedourie señala: «Un grupo que habla el mismo idioma es reconocido como una nación, y una nación debería constituir un Estado. No es necesariamente que un grupo de gente que habla cierto idioma pueda pretenden el derecho a preservar cierta lengua, antes bien, tal grupo, que es una nación, cesará de serlo si no se constituye en Estado» (Nacionalismo). Y al cifrar en el artefacto Estado el objetivo del nacionalismo estamos aceptando que el nacionalismo no tiene una ideología inocente, aunque en el siglo XIX gozara de cierto halo romántico. Excepción hecha del expediente colonialista, el nacionalismo se ubicará en la derecha o en la izquierda según las circunstancias espacio-temporales que concurran. En Estados Unidos de América es la derecha populista la que promueve la descentralización contra los poderes federales, como ocurre ahora en la Unión Europea con los partidos euroescépticos (de uno y otro signo). Incluso los ejemplos históricos de nacionalismo promovidos orgullosamente por la Internacional Comunista resultaron atropellados en su praxis. El paradigma figuraba en el artículo 17 de la URSS, que proclamaba: «A cada república de la Unión le corresponde el derecho a separarse libremente de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas», aunque el marxismo calificaba al nacionalismo como un epifenómeno que aparece cuando la burguesía y el modo de producción capitalista están en ascenso, y el mismo Kremlin sofocó por la tremenda los conatos de secesión en sus repúblicas. El irredentismo topográfico que ambiciona ser Estado no admite enmiendas.
Desde una perspectiva humanista, el nudo gordiano en este siglo XXI no está solo en resolver el conflicto geoestratégico entre fuerzas centrífugas y fuerzas centrípetas (soberanistas ambas), la globalización-cleptocrática y los Estados-nación. La cuestión que decidirá el porvenir radica en positivar valores capaces de evitar que ambas dinámicas cumplan su aciago y excluyente destino manifiesto. Activar un sentimiento de pertenencia del común para frenar la deriva ecocida y acoger como prójimos a los desheredados de la tierra, a las víctimas de la barbarie capitalista y a los que vagan por el mundo sin título de ciudadanía, Estado o Nación (pobres, migrantes, refugiados, exilados, etc.). En elevar a imperativo categórico lo formulado por el cantonalista gaditano Fermín Salvochea conjugando el idioma de la fraternidad: «mi patria es el mundo, mi familia la humanidad, mi religión hacer el bien».

Rafael Cid


Fuente: Rojo y Negro