Desde que el mundo es mundo, la lucha por la vida ha sido la cruda lucha por la subsistencia.

Recolectores, agricultores o ganaderos, la alimentación fue siempre el primer mandamiento de la humanidad. Espoleados por el hambre, hombres y mujeres, comprendieron que los recién nacidos no venían con el pan bajo el brazo.

 

La economía surgió para administrar bienes comunes, por definición escasos y susceptibles de usos alternativos. Un dilema moral: bocas que mantener. La siempre incierta riqueza de las naciones y la segura pobreza de la prole. Por eso las políticas de la población están en el origen de todas las grandes ideologías. Unas para preservar el orden establecido. Era la intención de Malthus, un liberal chapado a la antigua. Otras para subvertirlo y tratar de hacer del planeta un hábitat. Fue la obsesión de Godwin, un radical ilustrado.

La economía surgió para administrar bienes comunes, por definición escasos y susceptibles de usos alternativos. Un dilema moral: bocas que mantener. La siempre incierta riqueza de las naciones y la segura pobreza de la prole. Por eso las políticas de la población están en el origen de todas las grandes ideologías. Unas para preservar el orden establecido. Era la intención de Malthus, un liberal chapado a la antigua. Otras para subvertirlo y tratar de hacer del planeta un hábitat. Fue la obsesión de Godwin, un radical ilustrado. Ambas opciones, distintas y distantes, dejaron profundas huellas en el pensamiento antiautoritario. Un hecho nada fortuito que desmiente el interesado tópico del aislamiento intelectual del anarquismo, demostrando por el contrario que es precisamente la espléndida impureza de su mestizaje cultural lo que le aporta su eterna rebeldía. La saga ecología, demografía y anarquismo goza de buena salud, pero convengamos también que su eficaz sincretismo refuta el mito de un anarquismo campeador. Veamos.

Pocos asuntos de trascendencia universal resumen mejor el ideal anarquista como la cuestión de los límites de la población. El problema de la autodeterminación personal; el de la justicia social; el de la emancipación; el de la liberación de la mujer y el del respeto a la naturaleza, elementos que integran el corpus libertario, tienen raíz intelectual en el debate sobre el crecimiento de la humanidad y los recursos para su sostenimiento. Una afinidad lógica, ya que la primera persona que indirectamente abrió el debate sobre el tema demográfico fue William Godwin (Wisbeach, 1756), autor del libro Encuesta sobre la Justicia Social y su influencia en la virtud y la felicidad de la gente, publicado en Inglaterra en 1793, al calor del optimismo antropológico y del culto a la razón insuflado por la Revolución Francesa de 1789 en las mejores cabezas del continente.

Fue la obra heterodoxa de este antiguo pastor protestante lo que provocó la respuesta de su coetáneo, el también sacerdote anglicano y economista consagrado, Robert Malthus (Dorking, 1776), a través de su Ensayo sobre la población tal como afecta a la mejora de la sociedad. Editado cinco años después del texto de Godwin, el libro nació en la mente del académico como réplica al trabajo del que ha sido considerado “el abuelo del anarquismo” (reservando la paternidad del término anarquía al francés Proudhon), quien todavía a los 64 años contestaría a Malthus en Investigación sobre el problema de la población (1820). Que dos creyentes, aunque con fidelidades últimas contrapuestas, se enzarzaran en una disputa de cerebros durante 22 años, cuando la escasez extrema condicionaba la economía y la sociedad industrial apenas gateaba, calibra la importancia que iba a tener en el futuro todo lo referente al “modelo reproductivo”.

Donde Godwin sostenía que los males de la sociedad estaban causados por instituciones pervertidas y no por fatales catástrofes naturales o designios divinos, Malthus hablaba de condiciones innatas ajenas a la voluntad humana. Mientras el primero cifraba la mejora existencial en luchar contra el Estado, derrocar a los gobiernos usurpadores, combatir la propiedad y el matrimonio (amén de favorecer el apoyo mutuo, la descentralización política y la austeridad en el consumo), su contrincante argumentaba que el principio de autoridad y la dominación de clase eran indispensables para el progreso de la sociedad. Uno ponía su fe en la perfectibilidad del género humano, el otro en la coacción del derecho y en las prescripciones morales.

Mientras el iconoclasta Godwin sostenía que “las leyes que regulan la propiedad y la moral son inútiles si los hombres no son virtuosos”, su rival conservador afirmaba que “en virtud de las ineludibles leyes de la naturaleza, algunos seres deben necesariamente sufrir escasez”. Perfiles ambos que anticipaban los dos polos de la retórica que en lo sucesivo identificaría a la izquierda y a la derecha política, económica y social. Podría decirse con asomo de simplicidad que Malthus militaba en el bando de los que preferían la injusticia al desorden y Godwin entre quienes proclamarían que la anarquía era la más alta expresión del orden. 

Malthus, famoso profesor de economía, tenía a favor el rigor científico que su condición de docente universitario le otorgaba, lo que sin duda contribuyó a que su tesis sobre la ley de la población prevaleciera en el contexto oficial de la época. Igual que Carlos Marx un siglo más tarde arriesgó que la antinomia entre la acumulación de plusvalías y la pauperización de los trabajadores desencadenaría la hecatombe capitalista, Malthus estimaba que los rendimientos decrecientes de la oferta alimentaria confrontados con la progresión geométrica de la tasa de natalidad abocaría a la humanidad al desastre. De ahí que el malthusianismo asumiera como antídotos para la sostenibilidad del planeta los efectos correctores de las guerras, las epidemias, el aborto, los métodos anticonceptivos y el celibato. Un programa tan pragmático como reaccionario.

No sin razón Godwin le significaría como apóstol de los poderosos y valedor del principio de la desigualdad social: “el señor Malthus ha dado un gran paso en favor de la parte más favorecida de la comunidad“. Al tiempo que denunciaba la carga alienante que su doctrina suponía:”la principal y más directa lección del Ensayo sobre la población es la pasividad. Las criaturas humanas deben pensar que son desafortunadas e infelices, y así su sensatez les conduce a permanecer quietas y a soportar las problemas que tienen, en lugar que exponerse a otros que les son desconocidos”. Carlyle denominaría a esa disciplina económica antipersonas “ciencia lúgubre” (the gloomy science).

¿Cómo ha influido este choque de trenes intelectual en la agitada historia del anarquismo? ¿Son válidos actualmente los iniciales clichés de un Malthus retrógrado y un Godwin progresista? El propio mapa de la cuestión poblacional tatuado en la epidermis anarquista enseña que el maniqueísmo y el dogmatismo no ayudan a analizar la historia de la ideas.

Potencias del pensamiento libertario como el tipógrafo Proudhon, el científico Kropotkin o el geógrafo Reclus se posicionaron contra Malthus en sus obras Filosofía de la miseria, La conquista del pan y Evolución, revolución y anarquía, respectivamente. En la misma estela se situó el promotor del anarcosindicalismo, Anselmo Lorenzo, cuando en su libro El banquete de la vida (1905) escribió con más voluntad que entendimiento: “contrariando la terrible y falsa fórmula malthusiana, especie de evangelio de los privilegiados, que negaba a los desheredados el banquete de la vida, es lo cierto que si existe una ley económica bien establecida y evidentemente demostrada es esta: el hombre produce más de lo que consume”.

Pero el antimalthusianismo primario no fue ni con mucho el único enfoque que adoptó la familia anarquista al reflexionar acerca de los límites del crecimiento de la población. Hubo una tendencia neomalthusiana que cosechó importantes adeptos, aunque tomando del cura de Dorking sólo el diagnóstico sobre los peligros de la explosión demográfica, para renegándole en las recetas aplicar salidas progresistas basadas en el autocontrol reproductivo, la liberación de la mujer y una explotación sostenible de los recursos naturales que asegurara la capacidad de reposición. Esta tendencia venía así a reconocer lo acertado de la apuesta central de Malthus para luego, a contracorriente, aplicar la fórmula Godwin.

Neomalthusianos de aquella manera fueron Sebastián Faure y Rudolf Rocker, quien en su libro El problema de todos, aparecido en 1951, centraba en el aumento de la población y la caída de la actividad agrícola uno de los riesgos a los que se entregaba el planeta. Sin embargo, el verdadero bastión de esa corriente de opinión gravitó sobre un gran número de publicaciones, como Salud y fuerza y Estudios, donde colaboraron destacados publicistas libertarios (Isaac Puente, Félix Martí Ibáñez, etc.) que llevaron a cabo una extraordinaria labor pedagógica y propagandística para concienciar a los trabajadores y trabajadoras de los riesgos que el problema reproductivo entrañaba para su emancipación personal y colectiva.

El balance histórico, visto a día de hoy, demuestra que ni Godwin estaba completamente acertado ni Malthus totalmente equivocado, y viceversa. Con su aldabonazo, Malthus anticipó los peligros de lo que en el siglo XXI conocemos como la “huella ecológica” y la inminente obsolescencia de los recursos económicos, a la vez que Godwin erraba en su defensa a ultranza del productivismo y daba en la diana al denunciar que el problema de la creciente desigualdad social se debía a la (in)justicia política. En esa complejidad se enmarcaría el debate en torno al tema de la población en los círculos anarquistas. Curiosamente, la experiencia FAI, la específica ácrata surgida en 1927, podría por aproximación contemplarse como el justiprecio de ambas experiencias: rabiosamente antiautoritaria y vehementemente naturista.

Incluso el fenómeno del ludismo, que irrumpió en los años posteriores al despegue del maquinismo fabril, conecta a su modo con la polémica sobre el crecimiento de la población. La amenaza de Malthus, una especie de bomba de tiempo que cebaba el baby boom, zozobró porque no previó los enormes avances científico-técnicos que el capitalismo introdujo para optimizar su modelo de explotación. Por su parte, el positivismo de Godwin se vería moderado por los daños colaterales que una industrialización desbocada acarrearía. Lo que interesa destacar aquí es que la historia de la polémica Godwin-Malthus desmiente la idea de que en el anarquismo han faltado pensadores de relieve.

Una crítica bastante común entre historiadores y expertos sostiene que el movimiento libertario a lo largo de su trayectoria ha contado con pocas personalidades. Que al anarquismo le sobra dinamita cerebral pero le falta materia gris. Y la verdad es que si pasamos lista, cuantitativamente cualquier otra ideología fuerte tiene una nómina más abultada de artistas, académicos y científicos. Seguramente porque en las filas ácratas no se lleva lo de destacar. Recuerdo lo que decía Juan Gómez Casas en la transición: “En la CNT, al que levanta la cabeza se la cortamos”. Es una frase tan expresiva como desafortunada. Pero tiene su aquél. Al anarquismo no se viene a hacer carrera. Casi al contrario. El liderazgo en su seno está gafado. Cosa normal, si se tiene en cuenta que la gente que asume el ideal antiautoritario es, en términos generales, mucho más culta, instruida y humilde que la militancia convencional de otras organizaciones. Por lo que difícilmente podría alguien de reconocida valía sobresalir en ese medio hostil sin ser un santo varón. No encontraría el contraste necesario. Una manzana se hace notar en un cesto de morcillas y un espabilado entre una tropa de catetos.

Lo que sucede es que si pasamos de la estadística a granel a la sociología analítica, las cosas cambian. La historia del anarquismo apenas computa “anarquistas ilustres”, aunque si muchos “ilustres anarquistas”. Pero sin embargo, pocos movimientos sociales han puesto más énfasis en la educación como medio de superación y casi ninguno ha tenido una veta editorial de nivel donde colaboraran tantos y tan destacados intelectuales. Con sólo citar la Revista Blanca, Orto y Estudios, en cuyas páginas escribieron las principales eminencias de su tiempo, bastaría para ver que ese páramo de inteligencias que se achaca al anarquismo sólo expresa una estrábica percepción de la realidad. Haberlos haylos, pero no son famosos oficiales ni salen en los periódicos. Esa cantera se nutre de otra singularidad del anarquismo: su imperfección.

También existe una costumbre muy arraigada en la tradición libertaria que considera el anarquismo como un ideal supremo, excelso y concluyente, campeador, sin par. Se trata de un esquematismo inmaduro y arrogante que no se corresponde con la realidad histórica ni tiene parangón en el plano intelectual. Nada hay más ajeno al anarquismo que los altares. Por definición, el anarquismo es polisémico, posee diferentes acepciones y registros, que van desde el individualismo solipsista al comunismo colectivista. Eso en la teoría. Pero si lo juzgamos a la luz de su implantación social, o sea en su versión anarcosindicalista, su hibridación toma carta de naturaleza. Anarquismo y sindicalismo, tándem que funciona como una coalición permanente sometida a los flujos y reflujos de su propia dinámica interna, son sus partes constituyentes.

Aunque el hábito no hace al monje. Anarcosindicalismo o anarquismo a secas es toda aquella secuencia de valores que, tanto en el ámbito de la acción social como en la vivencia personal, persigue la autodeterminación del individuo y, por consiguiente, la refutación de esa superstición llamada Estado que sirve para institucionalizar la heteronomía y la coacción. En palabras del libertario aragonés recientemente fallecido Francisco Carrasquer, el nudo gordiano de “la idea” quedaría reflejado en la sentencia “todo tiene que ser libre para que funcione”.

Por tanto, cuando hablamos de anarcosindicalismo estamos refiriéndonos a dos legados confluentes, el del anarquismo fijado por Proudhon como “no gobierno, no autoridad”, y el del activismo sindicalista de la Carta de Amiens. De este entronque entre una cultura basada en la exaltación de la autonomía personal y otra pensada para socializar la lucha de los trabajadores contra la explotación capitalista nace el talante libertario. Una hibridación o punto de encuentro que, como han señalado con lucidez desde diferentes perspectivas el filósofo Tomás Ibáñez y el historiador César M. Lorenzo, define su mala salud de hierro, su eterna juventud. Un temple y una mimetización que renueva su operatividad en distintos escenarios, épocas y sistemas, al margen de la obsolescencia y el cortoplacismo que caracteriza a otros referentes ideológicos que aspiran a dominar el artefacto del Estado. En este sentido, terrícolas sin remisión, el anarquismo sin apellidos es una Paideia, una forma de vida ética, gozosa y cincelada a golpes de libertad.

(Nota: Este artículo, aparecido en el número de septiembre de la revista Al Margen, es deudor de dos excelentes trabajos sobre el mismo tema publicados por José Ardillo en el periódico CNT, números 366-367)

Rafael Cid

http://www.fondation-besnard.org/article.php3?id_article=1750


Fuente: Rafael Cid