Artículo de opinión de Rafael Cid

(A los amigos del Ateneo El Acebuche en Málaga)

(A los amigos del Ateneo El Acebuche en Málaga)

En los últimos años del franquismo y los primeros de la transición fue un lugar común de la izquierda política, pero sobre todo sindical, llamar a la unidad como fórmula necesaria y suficiente para derrotar a la dictadura y sus acólitos sobrevenidos. Aunque en realidad bajo esa hipotética declinación de convergencia integral lo que se ocultaba era no tanto un deseo de unidad (uno para todos) sino de unicidad (todos para uno). Es decir, la pretensión por parte de las fuerzas mayoritarias de subordinar a las otras a sus exclusivos intereses. La “unidad de la izquierda” así entendida fue el particular endemismo del antifranquismo en aquellos confusos y turbulentos tiempos.

Ahora las urgencias de la izquierda institucional, sedicente y emergente, vuelven por sus fueros bajo etiquetas distintas y a veces distantes, que van desde el recauchutado “frente popular” que postula el líder de IU Cayo Lara, al pie de su propio cadalso, hasta la más aseada “unidad popular” que abandera la marca Podemos a nivel autonómico. Una oportunista oferta izada ante el inesperado éxito de las llamadas plataformas ciudadanistas en el plano local, ámbito inicialmente despreciado por el plabismo y su cortejo en su propuesta de “asaltar los cielos”.

Pero los endemismos por la izquierda de nuevo y viejo cuño más intrigantes están en otros escenarios y pasan por ser categorías necesarias y suficientes para alcanzar la ambicionada alternancia respecto al poder hegemónico de la derecha antigua y venidera. Se trata de asideros ideológicos común y religiosamente aceptados por los que se desliza una especie de expresión política placeba que actúa como deslumbrante “opio del pueblo”. Una enumeración somera de estos endemismo de última generación incluiría: el izquierdismo, el anticapitalismo, las mayorías y el abajismo. No es que sean valores vacíos. Para nada. Lo que ocurre es que son condiciones necesarias pero no suficientes. Son supuestos, divinas palabras. Veamos.

El “izquierdismo” es sí mismo, ontológicamente, solo indica una posición estratégica que arranca del lugar que durante la revolución francesa ocuparon los constituyentes en la asamblea del “Juego de la pelota”, según estuvieran a un lado o al otro de la presidencia. Por tanto, históricamente el izquierdismo es una afirmación de antiderechismo. Se define, pues, por reacción, como contravalor, como “voto útil”. Ahí está el famoso eslogan “echar a la derecha de las instituciones” de las elecciones del 24M. Al menos en primera instancia, supedita su percepción identitaria a ir a la contra, no a un programa de valores en sí y para sí. La proactividad es una propuesta colateral, adventicia.

Esa bipolaridad compulsiva y militante, llevada al extremo, dice poco en el terreno de la transformación social justa y libertaria, e incluso puede producir monstruos si se la va la mano. Por poner un ejemplo de actualidad: ¿tiene la izquierda que revocar la iniciativa del gobierno del PP que ha hecho de España el primer país de Europa en reconocer a la Autoridad Palestina? Aplicar en la gestión pública el burdo dictado “el amigo de mi enemigo es mi enemigo” (y viceversa), es un gesto de impotencia intelectual que suelo puede conducir a la melancolía. El izquierdismo es necesario pero no suficiente.

Algo similar ocurre con el celebrado anticapitalismo que tanto arraigo, y con razón, tiene entre las enunciaciones políticas de izquierda. Hasta el punto que decir izquierdismo conlleva asumir el anticapitalismo. Pero bien mirado puede significar una miope interpretación de la realidad. Ha habido y hay aún hoy anticapitalismo de derecha y de izquierda. Los viejos almanaques recogieron dos manifestaciones apabullantes de esta ralea en el nazismo y el estalinismo, ambos anticapitalistas estatistas a su manera, uno anticomunista y el otro antifascista. Y si echamos una mirada a nuestro entorno las cosas no marchan mejor. Ahí está el rutilante anticapitalismo del gobierno griego integrado por una coalición radical de izquierda (Syriza) y un partido de extrema derecha xenófoba (ANEL), formaciones ambas unidas por el rechazo de las políticas austericidas y neoliberales de la Unión Europea. Por no hablar, en otro registro, del apoyo cerrado de la mayoría de los grupos postfascistas europeos (desde el francés Frente Nacional al húngaro Hobit) a la política capitalista y belicista de Putin en el conflicto Ucrania-Crimea, surrealistamente “justificado” por el oligarca ruso como “una defensa del fascismo”. Condición necesaria pero no suficiente

Las mayorías son otro de los “significantes vacíos” (continente sin contenido) de la izquierda, que diría un aprovechado clonista de las tesis más populares de Ernesto Laclau. Según se predica “somos mayoría”. “La mayoría siempre tiene razón”. E incluso, como ha hecho durante la última campaña electoral el PSOE, se promete “gobernar para la mayoría”. Todas ellas expresiones y conceptos que remiten a un indispensable origen democrático. Porque si la demo-kratia es el gobierno del pueblo y el pueblo es la mayoría social, que suele coincidir con el sector económicamente más humilde de la población, la mayoría, o sea los de abajo, se convierte por derecho propio en “uno de los nuestros”. Lo que sucede es que en su perfil más puro esa concepción solo señala una contingencia cuantitativa, un elemento de lo que con gran lucidez Ricardo Mella denominó la “ley del número”.

Y claro, de esa mayoría con carga ética que la izquierda históricamente representa a “la masa” (de votantes o consumidores) hay un trecho. Aunque desde algunos pulpitos pretendan convencernos que es posible la existencia de una “masa crítica” y una “opinión pública más allá de la opinión publicada”, lo cierto y verdad es que el abajismo (el gobierno mayoritario formulado de abajo-arriba, desde la base), no es una garantía de democracia. La historia de la humanidad está llena de fechorías legitimadas por las bases. El recurso al aval de las mayorías para perpetrar desastres humanitarios es un tenebroso y abismal expediente x. Si una mayoría social pide que se apruebe la tortura, se instaure la pena de muerte o la lapidación para los blasfemos, por muy apabullante que fuera numéricamente, ese ¡vivan las cadenas! carece de la mínima valía democrática, y como ocurre con los best-seller son expresiones que encubren la obediencia debida, la servidumbre voluntaria y la tentación totalitaria. Por lo demás, ya sabemos de los estragos de las mayorías absolutas sobre las minorías, aunque no siempre recordamos suficientemente que los avances civilizatorios casi siempre los han traído osadas minorías (el abolicionismo, el laicismo, el socialismo, el sufragismo, el feminismo, el ecologismo, el igualitarismo de género, etc.).

Basta con ver esos índices de audiencia que algunos periódicos traen en sus páginas de televisión para ponernos en guardia de esa excluyente construcción social de la realidad sobre el imaginario mayoritario. Según el diario El País, entre los espacios “más vistos” en los dos días anteriores a escribir esta nota estaban “Sálvame de luxe”, “Master chef” y “Supervivientes”, sendas expresiones de la cultura popular que nos retrotraen a la etapa de la dictadura en que la película más taquillera era el bodrio homófobo “No desearás al vecino del quinto”, por cierto del mismo guionista que la igualmente vitoreada “Cuéntame cómo paso”. Quizás por eso cada vez más la democracia se ve saboteada y solapada por la demoscopia. Condición necesaria pero no suficiente.

Por ello, en estos momentos de grandes esperanzas, posibles gatillazos y no pocas frustraciones habría que repensar en la coherencia medios-fines de ese ecosistema que es la democracia de valores democráticos con auténticos demócratas que los hagan posibles. Romper su cadena trófica con acopio de pegatinas mentales pero sin respetar la cadena trófica de la ética política puede implicar incubar un más de lo mismo pero más profundo y en diferido. La libertad, la vida, la dignidad, el respeto al hábitat y la democracia son, entre otros factores, parte del humus necesario para que el indispensable decrecimiento (político y económico), la des-patriarcalización, la des-urbanización, la des-mercantilización y la des-complejización alcancen en plenitud sus objetivos emancipadores.

Hay más verdad en el diezmado acebuche que en el endemismo del olivar.

Rafael Cid

 


Fuente: Rafael Cid