Algunos historiadores sitúan el nacimiento de la economía como disciplina propia en la obra La fábula de las abejas, escrita por el médico belga Bernard de Mandeville en 1714, o sea 62 años antes de que apareciera el ya canónico La riqueza de las naciones, del profesor escocés de teología moral Adam Smith. Decir economía desgajada de la política y primando al individuo solipsista frente al entorno social supone decir capitalismo tal como lo conocemos en nuestros días: un oscuro panal de rica miel.

Tal era precisamente la base motriz que, según Mandeville, justificaba la economía en épocas de carestía. De ahí su máxima “los vicios privados producen virtudes públicas”, con la que predicaba que el derroche de los ricos beneficia a los pobres porque genera trabajo al activar la máquina productiva.

Tal era precisamente la base motriz que, según Mandeville, justificaba la economía en épocas de carestía. De ahí su máxima “los vicios privados producen virtudes públicas”, con la que predicaba que el derroche de los ricos beneficia a los pobres porque genera trabajo al activar la máquina productiva.

Trescientos años después de esa cabriola fundacional, ya con un capitalismo a escala (que no es sino un asunto de densidad de tráfico), el mito iniciático se mantiene a duras penas en forma de sicofonías. La realidad de un ciclo económico que hace compatible la apabullante abundancia material con una brutal crisis de demanda y subconsumo social, demuestra que aquel silogismo encubría una cláusula de explotación y dominación sin base distributiva. Los vicios privados de la minoría pudiente son a carta cabal los vientos que han traído los lodos públicos que hoy padecemos. Es más, en la persistencia de esa alucinación que hace que quienes desataron la crisis persistan en recetarnos el camino de salvación, escapando a sus propias responsabilidades por acción u omisión, está la raíz del conflicto actual. Es la arrogancia de la cantidad frente a la calidad, de puro negocio frente a los valores, de lo ordinal sobre a lo cardinal.

Lo lógica del sistema de capital monopolista de Estado ha sido y será la prevalencia de la escala, en lo económico, en lo político y en lo social. No existe ni puede existir una economía productiva capitalista sin grandes magnitudes. Ya lo llamen desarrollo o progreso, el factor decisivo del mundo capitalista es la producción masiva. A gran escala. Cuanto más grandes son las unidades de producción más competitivas resultan, mayores beneficios obtienen y más recursos atesoran para su continua galopada de “destrucción creadora”, que diría el economista Schumpeter. De ahí sentencias como “los grandes no pueden caer” con que el darwinismo social dicta quienes están llamados a inmolarse en la crisis y quienes, por el contrario, han de quedar para simiente. De nuevo el pez grande se come al chico.

Pero esa eterna fuga hacia adelante que impulsa al capitalismo de raza (el monopolista de Estado) implica su propia devastación. Aunque en un sentido diferente al antagonismo suicida auspiciado por Marx. Nadie se eleva sobre su estatura sin perder pie. Es un mal de altura que conlleva necesariamente mayor jerarquización, menos igualdad y más autoritarismo. Las tres gracias del crecimiento insostenible que construye una sociedad patológica en la que el 99 por 100 de la población depende del restante 1 por 100. Y a esa realidad bárbaramente cuantitativa es a la que el artefacto Estado da seguridad jurídica. La propiedad puede ser un robo, pero sin ninguna duda muchos robos se transforman en propiedad.

He aquí la base teológica del capitalismo monopolista de Estado, esa gran caja negra de armas tomar. A imitación de las religiones del libro, el Estado, y no el pueblo elegido, es el soberano. Como un Dios sin par, el Estado no necesita justificación. El es “la voluntad suprema que manda y no es mandado” (Duns Scoto), aunque para conseguir que sus adeptos le sigan sin cismas, como al “sumo creador”, tenga que adornarse de atributos como “Estado de Derecho”, “Estado de Bienestar” o “Estado Social”, según convenga al pantocrátor capitalista. El Estado así aceptado se convierte en un padre, ora protector ora represor, un Leviatán, que se expresa a través de las leyes en cuanto normas de universal y obligado cumplimiento, las Tablas de la Ley del capitalismo. De esta forma, el círculo se cierra, ubi societas ibi ius, y el principio monárquico destrona al ideal democrático, que a decir de Milton Friedman acompañaría al capitalismo durante todo su periplo existencial. Puro creacionismo.

Un Leviatán ingobernable que lleva inscrito en su propia naturaleza la refutación de lo humano, porque lo humano y cualitativo es su hostil referencia antitética. Lo que le niega y le vacía de contenido es su radical condición de horizontalidad democrática y cooperativa. De ahí su exigencia de impunidad que culmina cuando logra que sus súbditos asimilen lo público a lo Estatal, en un despojo de sus últimas raíces que les hace definitivamente apóstoles de una servidumbre voluntaria. La producción en masa, su deus ex machina, trae la sociedad de masas y ella la democracia de masas y los medios de comunicación de masas como extensiones del hombre. Es decir, la irrupción del afán de lucro como orto convivencial anula a la persona en favor de su sombra zombi, como en la caverna platónica; troca la democracia en simulacro y focaliza la comunidad de individuos como parque temático.

Posiblemente sea en el terreno de la política a escala donde más claramente se nota esta trepanación moral de las llamadas sociedades complejas. El fetichismo de la mercancía cohabita con el fetichismo de la representación. Arrastrados por la sospecha de que la densidad poblacional del territorio en los modernos Estados-nación impide el ejercicio de la democracia directa, las artes de la gobernabilidad desenfundadas en los albores del capitalismo industrial erigieron el modelo representativo como el inefable compañero de viaje del nuevo sistema productivo llamado a colmar las ansias de las gentes. Sin embargo, en pleno siglo XXI, cuando las teorizaciones de un Montesquieu sobre la separación de poderes o un Sieyes respecto de la Constitución ya pertenecen a la arqueología de sistema, el capitalismo monopolista de Estado prescinde olímpicamente de esos legados intelectuales para que nada perturbe su molicie globalizadora.

Así vemos que la representación política ha devenido en simple usurpación mediante una jibarización democrática que ha hecho de la mecánica electoral su único testigo de cargo, caricaturizando principios como la separación de poderes y el marco constitucional como garantía de derechos y libertades. No existe real división de poderes sino una dictadura oligárquica cuando al representado sólo le cabe optar, que no elegir, entre los representantes seleccionados por las cúpulas de los partidos, mediante listas cerradas y bloqueadas. Y mucho menos si el propio grupo político que acapara el Legislativo, designa el Ejecutivo (en realidad Gubernativo) y configura el Judicial aplica Justicia en nombre de un jefe de Estado autonombrado, hereditario e inmune, en vez de en nombre del pueblo soberano (caso de España). La paradoja hace que la medida a escala que baliza la producción masiva opere en sentido opuesto en el caso de la representación política, donde lo micro se impone a lo macro contra natura. Porque “el gran número es más difícil de corromper que el pequeño”, como afirma Aristóteles en la Constitución de los atenienses.

Una economía que mantiene como vitola la libre competencia entre oferta y demanda precisa de un mercado político que ciegue la competencia entre los tres poderes en favor de una impostada inquebrantable unicidad. Y como la función crea le órgano, igual que el sistema productivo, el espacio político se construye sobre una matriz jerárquica, antidemocrática y autoritaria. A más abundancia, la prueba de semejante expropiación se puede rastrear en el errático debate habido recientemente sobre la legitimidad del referéndum como método de asignación de recursos para el autonomismo identitario. Porque el referéndum, que no es sino otra variante de la democracia directa, y que etimológicamente significa “lo que debe ser llevado al legítimo poseedor de las decisiones”, ha sido tachado por los agentes de influencia de la oligarquía dinástica gobernante como “la modalidad preferida por los dictadores” (el socialista ex presidente de la Generalitat catalana José Montilla) y de “un golpe de Estado en términos jurídicos” (el conservador ministro de Asuntos Exteriores Garcia-Margallo), demostrando la obsolescencia democrática que inspira sus políticas.

La prepotencia con que encubre su acción depredadora el capitalismo monopolista de Estado no sólo es una elucubración intelectual más o menos ocurrente. Es un proceso de licantropía social (homo hominis lupus est) que hace más vulnerables y contingentes a los seres humanos a medida que las instituciones devienen más grandes y fuertes. De esta manera, pivotando a la vez sobre una dinámica de concentración económica y concentración política, el sistema ha diseñado sociedades de una opulencia material nunca vistas a costa de comprometer su propia racionalidad. Hechos cotidianos, como que el paro estructural que excluye a millones de ciudadanos se combata incrementando el tiempo de trabajo para los pocos “privilegiados” que aún lo conservan (quien parte y reparte…), indican que el ciudadano de la economía-mundo, incapaz de vivir como piensa, termina pensando como víve. Una mutación que se consuma sin resistencia decisiva porque la auténtica mano invisible que la justifica es la intervención estelar del Estado, absurdamente legitimada por dominantes y dominadores, posiblemente porque ambos pertenecen a especies reproducidas en cautividad.

La mano invisible del Estado se manifiesta abiertamente en la institucionalización de la mediación sobre todos los órdenes de la vida, individual y colectiva. En el concreto terreno político, como representación”, es donde se hace más notoria y percutente, después de la intermediación absoluta que representa el dinero en el plano de la economía de mercado magnificado en formato autorregulatorio. Pero hay otras mediaciones menos aparentes, como la comunicativa, que se establece mediante la categorización de los medios de comunicación de masas (doxa) como agentes titulares de la información (apropiación, producción y distribución del mensaje), y el saber (episteme) reglado que se asigna al estamento docente universitario (libertad de cátedra), troika que cierra los poros del sistema en su cometido de dominación integral. En todos los casos, indefectiblemente, el representante, mediador, suplente o intermediario parasita y expropia al titular, (que es el único y su propiedad), la copía al original, dando lugar a un imaginario social heterónomo e impostado. Son usurpadores actúan como fanáticos catecúmenos de un reino que no es de este mundo.

De ahí la estrábica posición de la izquierda de tradición marxista y su ensimismamiento con el Estado regulador. Una perspectiva sesgada que olvida la función de doble hélice del Leviatán moderno, regulando y desregulando a conveniencia de la perennidad del sistema. Sirva como ejemplo casero, al aire de la crisis actual y su sobrevenida embestida para desmantelar los pilares del Estado de Bienestar, lo sucedido con el Sistema Público de Sanidad en España. Fue un partido de la izquierda institucional, el PSOE, quien aprobó (“reguló”) la sanidad gratuita y universal en un momento histórico concreto, allá por los felices ochenta. Y ha sido también ese mismo grupo ideológico quien, ya desde la oposición, ha hecho posible su reversión, abriendo la puerta a su privatización y con ello desregulándola antagónicamente, al votar a favor de la ley 15/97 que facilitaba la gestión empresarial de los centros a iniciativa del PP. La mano invisible del Estado hace extraños compañeros de viaje, esa funesta caja negra.

Gato blanco, gato negro, lo importante es que cace ratones. Con tan burdo pragmatismo la mano invisible del Estado comete sus crímenes. Razones de Estado, por lo demás, compartidas a diestra y siniestra. Un hecho revelador de este concordato ideológico es que el muñidor de los bárbaros recortes que promueve el gobierno del Partido Popular, siguiendo el rastro de lo ya hecho por el ejecutivo socialista, el auténtico jefe de los hombres de negro que manda Bruselas, sea el ex secretario general del PSOE, Joaquín Almunia, actual vicepresidente y portavoz de la Comisión Europea y su Comisario de Competencia. Con tan evidentes atropellos no resulta extraño que los despiadados ataques a las clases productivas vayan acompañados de sutiles campañas resignatorias. La última moda es resaltar, con tintes sentimentaloides ¡válgame Dios!, los muchos gestos de solidaridad que se prodigan entre la ciudadanía para ayudar a las familias más afectadas por la crisis. Una prueba más del confusionismo interesado reinante, porque esas actitudes de solidaridad lo que en realidad indican es que cuando el Estado pasa a la clandestinidad aparece el ser humano que todos llevamos dentro, se liberan las mentes y se ensanchan los corazones. Una catarsis que, por subversiva, normalmente sacrificamos para postularnos como dóciles peones del sistema.

Sicofantes eran los falsarios de la realidad en la antigüedad clásica que con sus arbitrarias denuncias socavaban la credibilidad democrática. Las sicofonías son las monsergas paranormales que utilizan sus herederos en la fase del capitalismo monopolista de Estado para revertir el sabio consejo de hacer del “hombre la medida de todas las cosas”. Ya lo había advertido el vasco Samaniego, contemporáneo de Mandeville y cofundador de la primera Sociedad Económica de Amigos del País, en su original fábula moral La moscas: “A un panal de rica miel /dos mil moscas acudieron/que por golosas murieron/ presas de patas en él/ Otra dentro de un pastel/enterró su golosina/ Así que si bien se examina/los humanos corazones/perecen en las prisiones/ del vicio que los domina”.

¿Simplemente dos fábulas? Sí, pero también dos maneras de contemplar la sociedad. De arriba-abajo y asumiendo la posición de las clases dominantes, la de la ética capitalista del galeno Mandeville, o de abajo-arriba y previniendo sobre sus tentaciones suicidas, la del ilustrado perseguido por la Inquisición Samaniego.

Rafael Cid


Fuente: Rafael Cid