Por Julián Zubieta Martínez

Vivimos en una sociedad construida en base a unos recursos culturales que se fundamentan en el recuerdo de lo aprendido. Y nada más nostálgico, y plácido a la vez, que los aniversarios para reafirmar este comportamiento. El problema de estas evocaciones reside en la diversidad de su contenido, debido a las diferentes máscaras utilizadas para ser aceptado en el teatro de lo políticamente correcto. No buscamos lo que no conocemos sino la afirmación de conocimientos ya adquiridos. En nuestra arrogancia, no vemos sino lo que queremos ver; ante el resto nos vendamos los ojos.

Actuamos colectivamente mediante los aniversarios institucionalizados por una sociedad que conserva los sucesos que la unen. Fiestas religiosas o paganas, hitos guerreros o virtuosismos deportivos y artísticos, entre otros, son acontecimientos que facilitan la socialización del ser humano. Ejercicios sociales aceptados mayoritariamente que nos reconfortan en conjunto. Este conglomerado de celebraciones crea una identidad, a la cual podemos denominar “oficialidad del recuerdo”.

Actuamos colectivamente mediante los aniversarios institucionalizados por una sociedad que conserva los sucesos que la unen. Fiestas religiosas o paganas, hitos guerreros o virtuosismos deportivos y artísticos, entre otros, son acontecimientos que facilitan la socialización del ser humano. Ejercicios sociales aceptados mayoritariamente que nos reconfortan en conjunto. Este conglomerado de celebraciones crea una identidad, a la cual podemos denominar “oficialidad del recuerdo”. Pensar conjuntamente, mediante una democracia dirigida, facilita la tarea de los gobiernos para instalar una base de identidad que legitime el recuerdo oficial. De esta forma, lo que se pretende es que nos limitemos a repetir más o menos veladamente lo que las generaciones vencedoras nos han impuesto.Pero existen otros recuerdos colectivos que no se corresponden con este beneplácito institucional. Normalmente se trata de acontecimientos deshonrosos para los poderes establecidos, como pueden ser expulsiones de grupos humanos, exterminios étnicos o censuras culturales. Estos recuerdos “prohibidos” se mantienen gracias a la individualidad o exclusión de cada víctima. Es lo que podemos llamar la introspección silenciosa de la conciencia particular. Mediante la suma de estas consciencias llegaríamos a la aceptación de lo inaceptable, por doloroso y terrible que hubiese sido. En definitiva, lograríamos pensar la realidad.

En este país, como en todos, también existe una conciencia colectiva que celebra el recuerdo de estos sucesos, a veces incluso, silenciosa y clandestinamente. Se celebran clandestinamente porque son sucesos que amargan en la conciencia políticamente correcta del poder, puesto que entran en conflicto directo con la “oficialidad del recuerdo”. Por ejemplo, sin ir muy lejos en el tiempo, los represaliados en las cunetas y en los paredones durante la guerra civil. No es lo mismo, no ha sido lo mismo, ser víctima y héroe de los vencedores que ser un muerto de los derrotados. Son dos recuerdos enfrentados. Los familiares de los muertos franquistas todavía, después de cuarenta años de supuesta democracia, pueden leer el nombre de los “Caídos por la Patria”, gracias a las huellas que ha dejado la comunión entre la Iglesia católica y los que adoptaron la política de la guerra, la de los fusilamientos, y la de los ajusticiamientos sumarísimos. Su victoria está grabada en las piedras de muchos edificios religiosos; nombres que adornan algunas de las plazas más emblemáticas de todo el Estado: en la Plaza Quintana de Santiago, en la catedral de Burgos, en el Valle de los Caídos, en la Plaza Conde Rodezno de Pamplona, se puede leer el credo del nacionalcatolicismo.

En cambio, los criminales republicanos, los gobernantes legítimos, las clases menos favorecidas, los que cantaron a la libertad, los que escribieron justicia, los que demandaron igualdad, muchos de ellos, todavía después de la modélica Transición que nos ofrecieron, todavía, digo, recorren registros, archivos y hemerotecas en busca de alguna pista que les ayude a saber algo más de lo que ya saben: que fueron fusilados, ajusticiados y silenciados por Franco y sus acólitos. Los que cometieron estas tropelías quieren borrar el pasado refugiándose en el olvido con la esperanza, conseguida casi, de que podía salvarles el futuro. Pero los vencedores se han olvidado de un grueso detalle: toda sociedad tiene sus marginados, y toda sociedad opulenta y rígida, como la que disfrutaron bajo el terror de la represión, tiene sus culturas y recuerdos alternativos. En este caso la memoria individual de los derrotados y humillados bajo el franquismo. Victimas rendidas que se vieron obligadas a tragar sus lágrimas y su dolor, a ocultar o renegar de sus ideas, a sentir vergüenza de su condición ideológica, a autoimponerse el más férreo de los silencios; en definitiva, a ahogar a su propia memoria y con ella toda posibilidad de elaboración, duelo y superación de los horrores de la guerra, han dejado su simiente en la tierra que les acoge, mediante el brote de sus aniversarios de muerte.

A nadie se le puede imponer el recuerdo ni mucho menos la obligación de olvidar, y esa es la derrota de la “oficialidad del recuerdo”, que ha sido, está siendo, desbancada por la realidad de los hechos, la única que realmente nos concede la armonía vital o la desazón perpetua, según de que lado nos toque.

Para legitimar el olvido concedieron la educación, la base de la sociabilidad, a la Iglesia que predicó, al igual que hoy, la sumisión a los poderes establecidos. Por ello, el franquismo la recompensó otorgándole el monopolio de la educación elemental -recordar que uno de los mayores exterminios lo sufrieron los maestros republicanos, vistos como una amenaza para el orden tradicional-. Nuevamente la educación se politiza y se impregna, esta vez, de los valores ideológicos cuya vigencia se defiende en el campo de batalla como queda recogido en la Ley de 1938 de 2ª enseñanza: “el catolicismo es la médula de la historia de España. Por eso es imprescindible una sólida instrucción religiosa que comprenda desde el Catecismo, el Evangelio y la moral hasta la liturgia…la revalorización de lo español, la definitiva extirpación del pesimismo antihispánico y extranjerizante hijo de la apostasía y de la mendaz leyenda negra”.

Se construyó un relato, una memoria del conflicto, que hasta hoy empapa a diferentes generaciones, unas por olvido y otras por ignorancia educacional, que al hacerse borrosas las fronteras entre el Estado y la fe por la inundación de la segunda en el espacio del primero, convirtieron el relato de la Cruzada contra los enemigos de la religión en doctrina política oficial. Solamente podía haber un justo vencedor, España sobre la anti-España. No había sitio para la reconciliación y la redención, el único camino posible era el de la reeducación por el pecado cometido: el terror rojo, la violencia anticlerical, las checas y la ruptura de España.

El único balance que se puede hacer la dictadura nacionalcatólica fue la altísima cantidad de sangre inocente derramada para beneficiar a las familias políticas conservadoras y reaccionarias: Iglesia, Ejército, Oligarquía, Monarquía y Terratenientes, cuyo máximo responsable fue Franco. El franquismo necesitaba, y necesita, de la sociedad para legitimarse por medio de ella y así sobrevivir. Por eso, primero fusilaron, ajusticiaron y silenciaron, luego educaron para la victoria y ahora piden el olvido. Pero cada día que a pasado, y que pasa, es el aniversario de nuestros muertos a los que nunca hemos olvidado, ni olvidaremos.

Julián Zubieta Martínez