MONCHO ALPUENTE
Al final Marcuse iba a tener razón, los proletarios del mundo, o lo que queda de ellos, ya están unidos, no para luchar por su emancipación sino para mantener sus puestos de trabajo y defenderse precisamente de la famélica legión de los parias de la Tierra, cada día más famélica, cada día más legión. El tío Herbert, entronizado, poco, mal leído y peor interpretado gurú, de la izquierda radical, celebrado profeta de las fiestas de mayo del 68, no se fiaba de la capacidad para cambiar las cosas de la clase obrera de los Estados Unidos, su marco de referencia, una clase obrera confortablemente instalada en los márgenes del "sueño americano" con sus automóviles grandes y sus pequeños chalés suburbanos.El motor revolucionario de la sociedad no estaba en sus manos, ni en sus mentes habituadas a la rutina, el potencial de cambio se hallaba en los jóvenes, en los inmigrantes, en los negros y en los hispanos, en las feministas, en los pacifistas y en los pioneros del ecologismo. Los jóvenes trataron de cumplir la profecía del maestro, la guerra de Vietnam se eternizaba, sucia y sin gloria, en un rincón de Asia y los ingenuos adolescentes que bebían cerveza a escondidas pero celebraban el día de Acción de Gracias en familia, que hacían el amor en los asientos traseros pero al poco tiempo, se casaban por la iglesia, los alocados teenagers, algo rebeldes pero sin causa aparente, mutaron en universitarios greñudos y airados y hasta los bucólicos hippies cambiaron flores por pancartas.
MONCHO ALPUENTE

Al final Marcuse iba a tener razón, los proletarios del mundo, o lo que queda de ellos, ya están unidos, no para luchar por su emancipación sino para mantener sus puestos de trabajo y defenderse precisamente de la famélica legión de los parias de la Tierra, cada día más famélica, cada día más legión. El tío Herbert, entronizado, poco, mal leído y peor interpretado gurú, de la izquierda radical, celebrado profeta de las fiestas de mayo del 68, no se fiaba de la capacidad para cambiar las cosas de la clase obrera de los Estados Unidos, su marco de referencia, una clase obrera confortablemente instalada en los márgenes del «sueño americano» con sus automóviles grandes y sus pequeños chalés suburbanos.El motor revolucionario de la sociedad no estaba en sus manos, ni en sus mentes habituadas a la rutina, el potencial de cambio se hallaba en los jóvenes, en los inmigrantes, en los negros y en los hispanos, en las feministas, en los pacifistas y en los pioneros del ecologismo. Los jóvenes trataron de cumplir la profecía del maestro, la guerra de Vietnam se eternizaba, sucia y sin gloria, en un rincón de Asia y los ingenuos adolescentes que bebían cerveza a escondidas pero celebraban el día de Acción de Gracias en familia, que hacían el amor en los asientos traseros pero al poco tiempo, se casaban por la iglesia, los alocados teenagers, algo rebeldes pero sin causa aparente, mutaron en universitarios greñudos y airados y hasta los bucólicos hippies cambiaron flores por pancartas.

A mediados de los años 60, en Estados Unidos y en Europa, los estudiantes aprendían a odiar a la burguesía que había amamantado a la mayoría de ellos y preparaban una revolución permanente que sería flor de un mes, flores de mayo de París y Berkeley que acabarían pisoteadas sobre el asfalto, las playas volvían a estar bajo los adoquines, y los imposibles, que habían reclamado en un alarde de realismo seguían siendo imposibles.

He visto el fantasma de Marcuse entre las sombras de las hogueras de Noviembre de 2005 en París y no parecía muy feliz de ver como se confirmaba otro aspecto de su profecía, los rebeldes de hoy siguen siendo jóvenes, no son estudiantes sino todo lo contrario, pero forman parte de minorías marginadas y desempleadas, encerradas en guetos urbanos, inmigrantes y sobre todo hijos y nietos de inmigrantes, parisinos, o franceses de segunda o tercera generación que no han salido de los guetos urbanos, jóvenes de origen magrebí o subsahariano, oriundos del África colonial francesa, argelinos, marroquíes, senegaleses, sin nada que perder, ni siquiera sus cadenas, sometidos a un racismo de estado al que el ministro del Interior ha quitado la máscara de las buenas intenciones y las promesas aplazadas. «Sólo cuando termine la crisis será el momento de abordar las injusticias en los suburbios» dijo Nicolás Sarkozy, descendiente de inmigrantes y ministro del Interior, pero la crisis no termina porque es el propio Sarkozy el que se encarga de avivarla con su indisimulado desprecio por las minorías, por la «canalla» bastarda y mestiza contra la que solo cabe mano dura, represión y cárcel. La prioridad, dice Leviatán Chirac, es la seguridad, la seguridad de los que tienen algo seguro, o algo que asegurar. No estaba contento Marcuse, los bárbaros suburbiales no tienen gurús, ni ideólogos, ni intelectuales, por el momento parece que tampoco imanes. No era feliz el filósofo, entre otras cosas, porque, como apuntaba Josep Ramoneda en su esclarecedor artículo Del Estado social al Estado penal, hay en estos bárbaros nihilistas un componente de violencia suicida que se expresa en la destrucción de sus propios barrios, de sus escasos servicios, de los vehículos familiares y de los transportes que les conectan con la ciudad alegre y confiada en que la destrucción no llegue hasta sus muros.

Los disturbios se acercan a la frontera española, titulaba un diario madrileño y los corifeos radiofónicos que crispan y deforman anunciaban el próximo advenimiento del Apocalipsis, pero no parecían tristes por lo que se avecinaba pues tal vez alimentaban la negra esperanza de que las hogueras de París alumbraran el advenimiento de un gobierno de mano dura con un Sarkozy (Acebes) en el papel de ángel exterminador.


Fuente: Moncho Alpuente