Conferencia pronunciada por Heleno Saña en la Universidad Politécnica de Atenas el 29 de septiembre de 2014 con motivo de la presentación de la edición en griego de su libro "ANTROPOMANÍA- En defensa de lo humano"

Queridos compañeros y amigos, señoras y señores:
No necesito subrayar que es para mí un honor y un  placer asisir personalmente a la presentación de la edición en lengua griega de mi libro «ANTROPOMANÍA- En defensa de lo humano». Y creo que la mejor manera de agradecer la hospitalidad de mis anfitriones es la de aprovechar mi presencia en esta tribuna para ofrecer un análisisa sobre la situación agónica de la época que nos ha tocado vivir y arriesgar algunas tesis sobre su posible superación.

 

LA CIVILIZACIÓN DE LA MUERTE

Queridos compañeros y amigos, señoras y señores:
No necesito subrayar que es para mí un honor y un  placer asisir personalmente a la presentación de la edición en lengua griega de mi libro «ANTROPOMANÍA- En defensa de lo humano». Y creo que la mejor manera de agradecer la hospitalidad de mis anfitriones es la de aprovechar mi presencia en esta tribuna para ofrecer un análisisa sobre la situación agónica de la época que nos ha tocado vivir y arriesgar algunas tesis sobre su posible superación.

 

LA CIVILIZACIÓN DE LA MUERTE

La hora histórica que nos ha tocado vivir se caracteriza por su carácter destructivo, nihilista y tanático. Lejos de constituir la culminación del progreso humano – como afirma el discurso apologético adicto al statu quo , representa en realidad la civilización de la muerte. No otro calificativo merece un sistema económico y político que practica sistemáticamente y a gran escala el darwinismo social y la violencia estructural, condenando al paro, al hambre, a la miseria, a la marginación social y a la emigración forzosa a una parte cada más numerosa de la humanidad, un fenómeno  sociológico que entretanto afecta también a los países occidentales. Si Proudhon viviera entre nosotros no se limitaría a decir que la «propiedad es el robo», sino que se vería obligado a añadir que la propiedad es la muerte.
El homicidio social reinante en todos los confines del planeta es la consecuencia inevitable del capitalismo desregulado inventado por Milton Friedman y su siniestra Chicago School of Economics para poner fin al capitalismo regulado de origen keynesiano e implantar la dictadura abierta y draconiana del capital sobre el trabajo. La desregulación ha sido de orden  bidimensional : si de un lado ha conducido a un dramático deterioro de las  condiciones de vida y de trabajo de las clases asalariadas, del otro ha contribuido a incrementar todavía más la plusvalía de los grandes consorcios financieros, industriales y  comerciales y los ingresos personales de los ejecutivos que están al frente del big business global. Estamos asistiendo, pues, a un doble proceso de expropiación. La plutocracia mundial ha tenido, en efecto, la desfachatez y la mezquindad de multiplicar sus beneficios a costa de quitar el pan a las clases trabajadoras. La «sociedad de la abundancia» anunciada por J.K. Galbraith en los años del boom capitalista de postguerra, ha pasado a ser desde hace tiempo la sociedad de la penuria y la escasez. Y todo esto ocurre en una sociedad que alardea de ser una sociedad democrática basada en la igualdad de oportunidades. ¿Cómo es posible proclamar estos principios en un mundo en el que una minoría del uno por ciento posee el 46 por ciento de la riqueza del globo?   
Al carácter inmoral del capitalismo salvaje hoy predominante pertenece en primer lugar fabricar los productos artificiales que puedan ser adquiridos por los sectores sociales con la suficiente capacidad adquisitiva, en vez de destinar la producción a satisfacer las necesidades naturales de toda la población mundial, como correspondería a un sistema económico mínimamente racional y con un mínímo sentido de responsabilidad. Esta monstruosidad explica que a pesar del desarrollo superlativo de la técnica, el pauperismo siga siendo uno de los fenómenos más frecuentes y extendidos de la hora actual. Este hecho demuestra por sí solo que la ideología capitalista no conoce otra ley que la del lucro, una ley que tiene que cumplirse también cuando atenta a las leyes humanitarias más elementales.          

Consubstancial a la civilización de la muerte es no sólo el daño físico que produce,  sino también los conflictos, transtornos y traumas psíquicos y somáticos  que padecen las victimas, como demuestra el millón de personas que anualmente se suicidan agobiadas por el desaliento y la desesperación. El  común de los mortales  logran sobrevivir, pero a costa de vivir en estado permanente de angustia, inseguridad y miedo, un estado de ánimo que Karl Jaspers anticiparía al señalar que el «miedo es el compañero invisible del hombre moderno».

GUERRA DE TODOS CONTRA TODOS
Lo que en el lenguaje sofisticado del sistema se llama libre competencia no es más que la institucionalización de la guerra de todos contra todos prevista ya por Hobbes, el primer teórico de la burguesía. Aunque no llevemos armas, vivimos en estado permanente de guerra con nuestros semejantes: enemistad en vez de amistad, hostilidad en vez de hospitalidad, agresividad en vez de espíritu irénico, el puño amenazante en vez de la mano tendida. Esta es la verdadera cara de la sociedad competitiva ensalzada por el discurso prosistémico como la manera más eficaz y racional de organizar la vida colectiva y personal.
El prójimo es fundamentalmente y a priori el rival, el competidor o enemigo abierto. Precisamente porque cada uno aspira a convertirse en señor de los demás, como en la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo, corre el riesgo de convertirse en su siervo. También en una sociedad tan supermoderna como la nuestra, sobrevive el rito arcaico del sacrificio a una instancia superior, con la sola diferencia de que ahora su motivación no es la de aplacar la ira de los dioses, de los espíritus malignos o de las fuerzas de la naturaleza, sino la de asegurar la continuidad del proceso de producción y reproducción capitalista. Otra de las diferencias cualitativas y cuantitativas entre las sociedades primitivas y la de hoy, es que mientras que en aquéllas la inmolación quedaba reducida a un número pequeño de víctimas, en la sociedad tardocapitalista se ha convertido en un fenómeno de masas. Las víctimas actuales tampoco  tienen que pagar su sacrificio con la pérdida instantánea de su vida, sino con la muerte lenta de la indigencia y el desamparo material. De ahí que Unamuno pudiera decir que «la pobreza es el infierno moderno».      

 

MATERIALISMO
El modelo capitalista vigente no se caracteriza únicamente por su carácter intrínsecamente inmoral y antihumano, sino  también por su vulgaridad axiológica. Ello reza en primer lugar para la reducción del concepto de felicidad a culto a Mammon, a fetichisimo consumista, a  voluntad de poder, a exhibicionismo público y al más pedestre de los hedonismos. El sistema ha hecho creer a la gente que la eudemonía consiste en algo tan simple como adquirir los productos de moda que los consorcios industriales arrojan al mercado. Con ello ha roto el nexo causal que el pensamento clásico ha establecido siempre entre felicidad y virtud. En vez de fomentar la elevación humana, moral, espiritual  y cultural del hombre, el sistema hace todo lo posible para embrutecerle. El resultado final de esta transmutación de todos lo valores es el individuo ególatra, ignorante y alienado que predomina en la sociedad de nuestros días y una sociedad ajena a todo sentido de la trascendencia y a todo ideal superior.      
Esta estrategia persigue el fin de fabricar al tipo estándard y robotizado de persona que siga al pie de la letra las directrices y consignas difundidas por las agencias de publicidad y los mass media, que es la condición previa para que no proteste contra las injusticias y desafueros cometidos por el orden establecido. Allí donde la gente sólo sale a la calle para aturdirse, divertirse y pasarlo bien, no hay peligro de que estalle una revolución.
La degradación del hombre a voracidad consumista y a individualismo posesivo  conduce en línea recta a la destrucción de la cultura comunitaria y a la glorificación de la privacy como encarnación máxima de una vida colmada. De ahí que la sociedad contemporánea se componga esencialmente de mónadas solitarias sin vinculación profunda con sus semejantes, una situación existencial que Albert Camus expresó muy bien en su obra autobiográfica «La chute»: «Savez-vous qu’est ce la créature solitaire errant dans les grandes villes?».
Para llenar el vacío interior engendrado por todo tipo insolidario de vida, el sistema moviliza a la industria del  entretenimiento y de la diversión en sus múltiples manifestaciones: discotecas, competiciones deportivas, festivales de música open air, consumo de drogas y de alcohol. Ocurra lo que ocurra y por muchas que sean los problemas sin resolver, el sistema se las arregla para celebrar siempre algún event. De esta manera el individuo aislado y habitualmente encerrado en  en sí mismo, se convierte en su leisure time en el  animal-rebaño descrito por la sociología a partir de Gustave Le Bon, Nietzsche, Freud y Ortega y Gasset. Eso explica que la civilización de la muerte sea, a la vez, lo que Guy Débord llamó la «sociedad del espectáculo», versión capitalista del panem et circenses de la Roma imperial.

 

LOS PARTIDOS POLÍTICOS
Los partidos políticos han demostrado en las últimas décadas su total incapacidad para poner freno y solucionar los ingentes problemas económicos y sociales creados
por el capitalismo salvaje. Y lo que digo del espectro político en  general vale esencialmente también para los partidos políticos de izquierda. Los partidos que siguen llamándose socialistas, socialdemócratas o laboristas se han reconciliado desde hace tiempo con la teoría y la praxis burguesa de la sociedad de clases. De ahí que no hayan hecho nada sustancial para mejorar la situación de las clases asalariadas ni dado un solo paso serio para fomentar el espíritu crítico del ciudadano y promovido  en cambio el conformismo.
La política practicada por la izquierda formal, por la izquierda establecida desde el fin de la II Guerra Mundial hasta hoy, además de haber dejado intactas las estructuras del capitalismo, no ha ofrecido a las clases trabajadoras una nueva concepción de la sociedad, un nuevo sistema de valores y un nuevo modelo de vida. En conjunto, la historia de la izquierda institucionalizada del último medio siglo largo, es la triste historia de un proceso ininterrumpido y creciente de oportunismo, al que pertenece en primer lugar la renuncia a la lucha de clases y su sustitución por la llamada partnership o paralelismo de intereses entre capital y trabajo.
El principal error de las clases asalariadas ha sido el de confiar en la gestión de los partidos políticos establecidos y poner su destino en manos de personajes de rompe y rasga y renegados sociales como Tony Blair, Gerhard Schröder, Felipe González, Rodríguez Zapatero, Francois Hollande y un largo etcétera de la msma calaña. Es un viejo y grave prejuicio creer que los partidos políticos que se adornan con la etiqueta de socialistas representan los intereses del proletariado. Tanto por la composición profesional y social de sus cuadros dirigentes como por los privilegios materiales de que gozan, persiguen objetivos propios y opuestos a los de las clases trabajadoras. Baste señalar que el protagonista típico de los partidos socialistas y socialdemócratas es el abogado, como Max Weber supo intuir muy bien hace casi un siglo. Y no menos significativo es que entre los miles de diputados socialistas en los Parlamentos europeos no haya apenas un obrero.
Ya por los sueldos desproporcionadamente elevados que perciben y los privilegios de toda clase que se asignan a sí mismos, los partidos políticos contemporáneos pertenecen de lleno a lo Proudhon denominaba «la casta de los improductivos». Y este status parasitario empieza con la financiación de los partidos políticos por el erario público, una praxis inmoral introducida por la socialdemocraca sueca y universalizada por la socialdemocracia alemana.
Recordemos aquí que en los albores del movimiento obrero europeo, su primera iniciativa fue la de elegir el sindicato como forma de organización y de lucha. La fundación de partidos destinados a representar los intereses del proletariado es un fenómeno posterior, instigado por intelectuales procedentes de la clase media y con  vocación de mandamases y redentores sociales como Marx, Engels, Ferdinand   Lassalle, Karl Kautsky y, más tarde, Lenin y Trotsky.

LA CULTURA OBRERA
A lo largo del siglo XIX y primer tercio del siglo XX se gesta y desarrolla la cultura obrera de la solidaridad y la ayuda mutua. En el curso de este memorable ciclo histórico, el proletariado europeo funda cooperativas de producción y consumo, sindicatos, cajas de solidaridad, escuelas, ateneos, centros recreativos y otras organizaciones destinadas a autoeducarse, mancomunar sus esfuerzos y deliberar sobre la manera más idónea de ofrecer resistencia a la burguesía y luchar por el advenimiento de una sociedad basada en la igualdad y la justicia distributiva. De la misma manera que en los tiempos de Sócrates los atenienses acudían al ágora para deliberar en común sobre sus problemas, los trabajadores se reunían en sus locales para asistir a actos culturales, para coordinar su proceso de resistencia o simplemente para conversar con sus compañeros.
En el curso de su confrontación con los capitanes de industria y los magnates financieros, el proletariado crea paulatinamente formas de conducta y hábitos mentales radicalmente opuestos a los del mundo burgués. La fuerza motórica de la cultura obrera arrancaba de la idea de que la vida humana sólo puede desarrollarse dignamente a partir de la puesta en pie de un sistema económico y social basado en el mutualismo, el comunitarismo y el colectivismo. Se olvida que el signo más genuino y específico del proletariado heroico no fue su lucha económica contra sus explotadores burgueses , sino los valores humanos, éticos, espirituales e intelectuales que postulaban. Eso explica que junto a las reivindicaciones de orden material, la preocupación central de la militancia obrera era la de cultivar la pureza de costumbres, la rectitud moral y el ennoblecimiento del alma. Juan Peiró, destacado militante de la Confederación Nacional del Trabajo, expresaba muy bien esta voluntad de autoperfeccionamiento al hablar de la «espiritualidad revolucionaria» que alentaba en su corazón y en el de sus compañeros. Benoit Malon, una de las figuras más representativas del sindicalismo francés, no quería expresar otra cosa cuando en los tiempos de la I Internacional dijo que «toda transformación económica y política de la sociedad significa una revolución moral». Fueron los valores éticos que profesaban y practicaban los que les dieron la fuerza interior necesaria para sostener su lucha encarnizada contra la injusticia y afrontar con serenidad el riesgo constante de la persecución, el ostracismo, la cárcel o el piquete de ejecución.  

AUTOGESTIÓN
Si he traído a colación el testimonio de la cultura creada por la clase obrera en el período clásico de la lucha de clases no ha sido ciertamente para practicar arqueología histórica o por nostalgia sentimental, sino porque creo firmemente que esa cultura es hoy más actual que nunca y puede servirnos de base a la hora de plantearnos la confrontación a fondo con la civilización de la muerte. Y por eso mismo estoy persuadido de que rescatar del olvido y reactualizar esa cultura se ha convertido en una necesidad imprescindible.
Aunque el término técnico de autogestión no empezó a ser usado hasta años después de terminada la II Guerra Mundial, la esencia de su contenido se halla en el humanismo obrero que acabamos de describir. Y para convencernos de ello no necesitamos más que tener presente el cordón umbilical que une la idea autogestionaria y la praxis del sindicalismo de origen libertario. En sentido etimológico, la palabra «autogestión» significa gestión propia y autónoma, libre de toda heteronomía o coación externa. Es, pues, sinónimo de autodeterminación o autogobierno. En sentido sociológico, indica la gestión independiente de un grupo o colectividad de individuos voluntariamente unidos entre sí para realizar un fín común. En términos más específicamente político-económicos, se entiende por autogestión un modelo de organización laboral-productivo basado en la gestión autónoma de los propios trabajadores. Creo que no se necesita ningún gran esfuerzo mental para convencerse de que lo que desde hace varias décadas viene denominándose «autogestión», lejos de ser una novedad histórica, corresponde a la vieja praxis del ideario libertario, desde la Comuna de París a la colectivización de la economía durante la guerra civil española de 1936-1939.
Y a quienes me objeten que los tiempos han cambiado y que en la sociedad actual ya no es posible realizar el ideal autogestionario, les responderé que de la misma manera que existe una philosophia perennis invulnerable al paso del tiempo, existen valores humanos y sociales con vigencia eterna como la libertad, la dignidad o la conducta ética. Y por si esto no bastara para responder a quienes estampillan el humanismo autogestionario como un bello recuerdo del pasado y como un  anacronismo, añadiré que los principios constitutivos de la concepción autogestionaria tienen su fundamento en la misma estructura antropológica del hombre: el instinto individual y el instinto social. El pensamiento autogestionario no es más que la síntesis de estos dos principios genéticos que la naturaleza nos ha dado.
Como hemos visto más arriba, el gran crimen histórico cometido por la burguesía ha sido el de fomentar únicamente los instintos egóticos del hombre y asfixiar sus instintos societarios. Producto de esta concepción unilateral e irracional de la criatura humana es una sociedad basada en la castración permanente del instinto comunitario y en el desarrollo ilimitado de lo que Max Horkheimer llamaba «el imperialismo del yo».

EL CAMINO DE LA LIBERACIÓN
¿Cómo llevar a la práctica los valores que acabamos de exponer? Lo primero que respondo al respecto es que a mi modesto entender el camino de la liberación sólo puede adquirir una dimensión colectiva si antes se gesta en nuestro propio interior. El proceso de liberación presupone, pues, como condición previa, lo que Schiller denominó en una de sus obras la «revolución de las conciencias». Sin esta revolución subjetiva no habrá ninguna revolución objetiva digna de este nombre.
La historia no es ningún deus ex machina o instancia providencial que se encarga por sí misma de conducirnos automáticamente a la tierra de promisión, función milagrosa que Hegel asignaba al «espíritu universal» y Marx al desarrollo de las fuerzas de producción. No necesito decir a estas alturas que ambas cosmovisiones parten de un concepto determinista y positivista de la historia y no son en el fondo más que la versión dialéctica del emanantismo de Proclo, del sustancialismo de Spinoza o, si quiere, del equivalente securalizado del profetismo hebreo.
La sociedad será siempre el reflejo de lo que el hombre es en tanto que persona. De ahí la importancia capital que el humanismo obrero y autogestionario, siguiendo en esto a los maestros griegos, ha concedido siempre a la paideia o educación. Prisionero de su concepción abstracta y teleológica de la historia, Marx consideraba que no existe ninguna moral con valor intrínseco e independiente de los flujos y reflujos históricos, sino únicamente la moral de clase reinante en cada respectiva época. Su sistema de ideas es aquí también, la negación más crasa de la cultura griega. Eso explica asimismo su afirmación de que los valores culturales, morales y humanos son siempre el reflejo o superestructura de la base económica y carecen por ello de entidad propia. De ahí su absurda y escandalosa tesis de que el fin de la historia es el de hacer innecesaria la filosofía. En última instancia, Marx degrada al ser humano a receptor o producto pasivo de la historia, le despoja de la dimensión poietica o creadora que la naturaleza le ha concedido.
Precisamente porque el hombre es todo lo contrario de un ser pasivo condenado a aceptar de antemano la dinámica de la historia, está en condiciones de oponerse activamente a todas las deformaciones e injusticias engendradas por ella. La naturaleza no nos creó en todo caso para que nos convirtamos en esclavos de quienes se valen de su poder o de su dinero para oprimirnos y humillarnos. Hemos nacido para elegir libremente nuestro destino, no para someternos a la prepotencia de los energúmenos que consideran a sus prójimos como propiedad suya. Como soberanos de nosotros mismos, la única ley que estamos obligados a cumplir es la que nos impone el respeto a la lbertad y a los derechos de los demás.
No hay ninguna razón ni ningún mandamiento legitimado para condenar a la criatura humana a ser utilizada eternamente como carne de cañon por los mandamases de turno. La tarea a cumplir no puede, por ello, ser otra que la de movilizar al máximo nuestra voluntad de resistencia e intentar poner fin al caos, la injusticia y la arbitrariedad reinantes a lo largo y ancho de la geografía mundial. Hemos llegado al point of no return del proceso nihilista y tanático a que nos ha conducido la irresponsabildad, el cinismo y la falta de escrúpulos morales de las clases dirigentes, y hemos de hacer todo lo humanamente posible para que la historia de la humanidad no termine en un infierno. Obrando de esta manera cumpliremos dos objetivos fundamentales: dar un sentido profundo a nuestro paso por la tierra y mostrarnos como dignos sucesores de los militantes obreros y de todas las personas de buena voluntad que en el pasado pusieron su vida al servicio de un ideal superior.   

Heleno Saña                                                                        

                                                              


Fuente: Heleno Saña