No suelo acudir a las convocatorias, no me gusta recordar las fechas de los acontecimientos, ni agradables ni desagradables (todos guardamos en nuestra memoria nuestros recuerdos). Pero últimamente he acudido a dos rituales de solidaridad, donde el colectivo ha reclamado los valores básicos que les fueron arrebatados. Se trata de el recuerdo de unos familiares a las víctimas atrapadas en el olvido.

No suelo acudir a las convocatorias, no me gusta recordar las fechas de los acontecimientos, ni agradables ni desagradables (todos guardamos en nuestra memoria nuestros recuerdos). Pero últimamente he acudido a dos rituales de solidaridad, donde el colectivo ha reclamado los valores básicos que les fueron arrebatados. Se trata de el recuerdo de unos familiares a las víctimas atrapadas en el olvido.

Los enclaves, nunca traspapelados en las reflexiones colectivas familiares, se refieren a Estepar (Burgos) y a la Vuelta del Castillo (Pamplona). Los asistentes en los dos lugares, recordemos que estas provincias no fueron nunca frente de guerra, son diferentes, distintos, pero iguales ; iguales, en sus cicatrices, representadas como las violaciones que el hombre realiza en la naturaleza, carreteras, puentes, tendidos eléctricos…, caminos que ayudan a descomponer la inocencia del mundo, pero que ayudan a la conversación y a la conservación. Esos son nuestros medios de comunicación, nuestras vías de conocimiento, las tremendas violaciones que han hecho los sentidos en nuestra inocencia, las autopistas de comunicación hacia el exterior de nuestro ser. Un rasgo les identificaba a todos, la cicatriz de la emoción. Que nadie se fíe de la felicidad del presente ; hay en ella una gota de la baba de Caín.

Me imagino de Estepar en el año 1936, un pueblón castellano lejos de la ciudad, desarrollando una tranquila y monótona vida. Unos paisanos afanados en las tareas agrarias, a la vera de un monte suave que recoge en su tapiz verde robustos árboles, que no tardaron en ser testigos sufrientes de los más espeluznantes episodios de las madrugadas, y que hoy, todavía guardan en sus cortezas los ojos abiertos por las punzadas de acero manchadas de odio. A doscientos kilómetros, La Vuelta del Castillo, en plena ciudad, verde y ajardinada. A la sombra de sus murallas los sicarios y asesinos creían que ocultarían sus tiros al alba, con los fosos empleados como zanjas, esperando los cuerpos de los que pensaban diferente.

Una cosa une a los dos grupos, la fidelidad a su memoria, a la muerte de sus allegados, al recogimiento de unos asesinatos realizados por verdugos que se creían anónimos. Una muerte que destruyó ilusiones, pero que sólo los hizo invisibles.

Dukheim, reconoce que los rituales emocionales colectivos pueden reforzar los lazos sociales y, de esta manera, generar respeto por las instituciones humanas. No lo niego, pero lo que he presenciado en los lugares mencionados, lo único que me trasmite es la emoción de mantener vivos a los asesinados por el franquismo. La mayoría de los asistentes están asentados en otoño-invierno de sus vidas, gente muy mayor, bastones, gafas, muletas ; los nietos, hijos y hermanos, son los mejores apoyos, para una desmemoria requerida por la Transición ; el olvido como condición para el restablecimiento de una democracia, que lo único que incorporó como novedad fue que la reconciliación y la amnistía se extendiera a los que habían ejercido el poder hasta el último suspiro del Caudillo.

En las dos provincias referidas el cambio de sistema político no implicó un cambio profundo en los dirigentes. Los símbolos de los vencedores han permanecido, y, permanecen algunos, en las fachadas de los edificios más emblemáticos de la ciudad : la Catedral de Burgos nos enseña en la puerta del Sarmental, abierta a la Plaza San Fernando, el grabado imborrable de José Antonio Primo de Rivera, aún después de una costosa restauración por parte del Estado en su mayoría ; o en Pamplona, no ya el recuerdo de muchos franquistas y militares sublevados en sus calles, si no el horror del Monumento a los Caídos por Dios y por España asomando a la no menos polémica Plaza Conde de Rodezno, afamado falangista navarro.

Este es el recuerdo que la Transición nos ha trasladado. La democracia instaurada no ha quitado las máscaras del horror de las calles ; se nos impuso un nuevo sistema desde el interior del franquismo, un proceso de cambio que tuvo que soportar la carga que supuso la ausencia de una cultura política no apropiada para la construcción de las nuevas instituciones democráticas. Se crearon las condiciones propicias para que triunfaran los proyectos políticos basados en la fe y el culto a la autoridad y no en la razón y en la crítica permanente.

La derrota de la República queda en la memoria de los asistentes a estos actos de reconocimiento. La memoria es el sentido de la moralidad de todos los hombres, incluso de los que en un momento no sean visibles, pero que ella revela como presentes. Sin calles, ni plazas, como las que necesitan los que vencieron, a ellos se les recuerda de otra manera. La banal creencia de que el tiempo sana las heridas se equivoca ; nos acostumbramos a ellas, que no es lo mismo.

Los vencidos fueron desterrados al silencio. Un destierro de tristeza, amargura, olvido y de añoranza ; pero a la vez un destierro de esperanza, recuerdo, dulzura y amor por lo vivido y construido. Un destierro que hoy se ha hecho fuerte en los colectivos sociales de base, que recuerda desde la memoria el temor de los vencedores. El poder siempre teme a quien escenifica su rostro oscuro. Y tiene razón, sus nombres en las calles, hacen que no olvidemos quien manda, por eso cada acto de recuerdo es un momento oportuno para recordarlos porque y como han llegado hasta donde están.

Vivimos en un ambiente de falsedad, de corrección política generalizada, y, cuando se dice simplemente lo que se piensa, aunque no sea gran cosa, les duele. La sinceridad es dolorosa para los que encubren a los vencedores. Rousseau indica que la libertad individual radica en el fondo de uno mismo, en su personalidad. El Estado puede y debe garantizarla, pero no está facultado jamás para desconocerla o suprimirla. A los asesinados, todavía no se les reconocen sus derechos. Tampoco a los desaparecidos.

Desenmascarar a los parias de la cultura oficial, a los negacionistas, es nuestra obligación. Levantar en los enjambres de los atriles la voz del pueblo, la música de su esfuerzo que ahora pasa a conformar notas de alegría en su recuerdo coral, puede ser el reconocimiento de la República. Paradas en el tiempo las memorias se hablan, dejan de lado lo útil y lo inútil, para qué ; ya no les sirve, lo único que les vale es su nostalgia, auténtico presente.


Fuente: Julián Zubieta