Actualmente la democracia que tanto reclaman los políticos del deseado y ansiado espacio electoral, ha perdido todo su atractivo. Y ello, tan sólo porque su significado primigenio se ha desvirtuado a favor de modelos políticos basados en formas corporativas de representación corrupta.

Entre las filas
conservadoras y reaccionarias tradicionalmente se ha cuestionado la
democracia porque derivaba del enorme poder que confería a los
ciudadanos de a pie.

Entre las filas
conservadoras y reaccionarias tradicionalmente se ha cuestionado la
democracia porque derivaba del enorme poder que confería a los
ciudadanos de a pie. Y, desde luego, porque en ella, la soberanía
del poder reside y está sustentada por el pueblo, -aunque sea
nominalmente- lo cual genera la incompatibilidad entre las decisiones
colectivas adoptadas por la totalidad de la población, mediante los
mecanismos de participación que otorgan la legitimidad a los
representantes, el mantenimiento de la autoridad y la preservación
del principio jerárquico de los poderes conservadores.

Por otra parte, y hablo
siempre del espacio electoral restringido a las fronteras de nuestro
voto, donde cada cierto tiempo se nos recuerda la importancia y valor
que tiene nuestra opinión suplicándonos que acudamos a las urnas
para que nos represente la confianza política elegida, las ideas
progresistas han sucumbido al poder del mercado. Los poderes al igual
que los regímenes, lo mismo que las personas a medida que cumplen
años, se vuelven más conservadores, se niegan a admitir nuevas
ideas, nuevos proyectos, nuevos conocimientos y nuevas políticas.
Este es el problema de la izquierda oficialista. Tras la muerte de
Franco, estos partidos negociaron la situación del país sin
culpabilizar a nadie y sin pedir cuentas a ningún responsable de la
dictadura. Eso es lo han paseado orgullosamente por el mundo: la
Transición y los Pactos de la Moncloa, la herencia del franquismo.

La dictadura nos dejó
en herencia un régimen político autoritario, de mera legalidad
administrativa que desconocía las libertades políticas y gran parte
de los derechos civiles y sociales; un sistema centralista y uniforme
fuertemente interventor de un mercado predominantemente interno, con
una acción social muy limitada; aislado y subordinado
internacionalmente marca de una sociedad cerrada y autoritaria, al
borde una crisis económica que produjo un desajuste y una fractura
social que, a día de hoy, todavía estamos pagando. La entrada en la
Comunidad Europea nos ha traído la propina que dan los poderosos a
cambio de las diferentes burbujas que nos han instalado. Entre ellas
la más dañina, la de la corrupción. La Transición negoció con un
sistema corrupto y paternalista, sacrificando la conciencia y la
memoria de la revolución social fraguada entre 1900 y 1939. El
resultado de esta nueva ofrenda a los poderes de siempre a derivado
en un descontento social que se cifra en millones de parados y
millones de inmigrantes sin papeles, (por nombrar los dos colectivos
más numerosos) de cuya suma resultan millones de descontentos entre
todos los grupos de edad y con todo tipo de ocupación o
desocupación.

La clase política y el
funcionamiento del sistema institucionalizado ha creado, con su
proceder corrupto, el ambiente social favorable para que el malestar
social crezca. Entonces hablaban de que el país se encontraba
cuarenta años atrasado, con respecto a nuestros vecinos del norte de
Europa, -el sur nunca se contemplado como civilización-. Hoy, tras
casi otros cuarenta años, nos encontramos en manos de un partido
socialista en bipartidismo con la derecha de siempre, -igual que
aquellos años de la Restauración de Canovas- donde su reflexión
política –la que prohíben a otros- sabe captar todos los procesos
o mecanismos que moldean el orden creado y donde, además, todo cabe:
socialdemocracia, neoliberalismo, religión, monarquía, influencias,
coacciones, fuerzas, consumos, industrias de armas, violencia de
estado…todo vale, menos lo que ellos denominan antisistema. Como no
vamos a ser antisistema, con semejante sistema.

Aunque nunca hemos
mirado al sur, el viento del sur trae aromas de libertad y
reivindicación social. Las plazas, el lugar del pueblo, del
Mediterráneo se llenan reclamando, en unas poder votar –están
bajo poderes dictatoriales amparados por nuestro gobierno-, en otras,
como aquí, piden abstención, diversidad, pluralidad, reflexión,
ideas, razones, menos fuerza y menos corrupción, más reparto, y
menos derroche; la búsqueda de los ladrones y de los responsables
que nos han llevado hasta esta situación para que devuelvan lo que
han robado. Además a nadie se nos escapa quienes son: los bancos. En
las dos orillas del Mediterráneo se pide lo mismo, aunque de
diferente manera. Grecia, Portugal, Libia, Egipto, Túnez, Líbano,
Italia, España, Siria, Marruecos…todos piden lo mismo: más
igualdad y menos corrupción política, nuevos sistemas de
organización menos reaccionarios y más garantías de supervivencia
para todos, para los del norte y para los del sur. Ahora somos todos.

Ante las elecciones que
reclama este sistema institucionalmente corrupto y corporativista,
cuya característica predominante es mantenerse en el poder a
cualquier precio, ante la petición de nuestros votos, deberíamos
dejarles solos con sus urnas y sus escrutinios. Abandonar el sistema
conocido. Bastante han paralizado ya nuestro pensamiento consiguiendo
petrificar su sistema estatal, para que encima votemos. Recordemos
que el Estado nace cuando la razón rompe con toda explicación de la
realidad que no esté encontrada por ella. El problema es que la
razón y sus consecuencias las idean los poderosos entronizados
hereditariamente en las instituciones bajo su mando. La
sistematización y la objetivización se imponen por la legitimidad
coercitiva de su Estado. Y es a él, al que quieren que votemos.
Hasta ahora nos invadía una mortal desgana, una atonía de la que se
han valido para arrastrarnos por donde han querido, pero nunca es
tarde. Su teoría bien podía ser la de que “cuando sobra rebaño
se le sacrifica, cuando sobran pastores se compra más ganado”; la
nuestra debería conformarse con que todos somos rebaño, sin
pastores.

Son las clases
socialmente dominantes las que se van quedando sin voluntad y sin
pensamiento, se repiten; son ellas las que no saben qué hacer ni qué
pensar. Se han olvidado que la democracia que reclaman es una forma
de convivencia social en la que los miembros deberían ser libres e
iguales, estableciendo relaciones sociales de igual a igual. Para
recordarles esto, hay que esforzarse, primero, para ponernos de
acuerdo con nosotros mismo, abandonando el sistema de mercado que nos
imponen, y, segundo, volviendo nuestro comportamiento hacia las
instituciones primarias de la realidad, hacia las fuentes originales
del comportamiento humano, desde donde reencontrar las ideas que nos
manifiesten un comportamiento en consecuencia a lo que se busca, una
vida más igual para todos.

Nos han empequeñecido
el espacio de reunión, la calle, pero no nos han eliminado el
pensamiento, necesitamos una reforma del entendimiento para encontrar
el conocimiento, no de un nuevo sistema, sino de una nueva manera de
vivir.

Nos encontramos con una
coyuntura crítica en la que nos toca ser los actores. Por eso,
debemos intervenir para invertir el sistema institucional que
predomina absteniéndonos de participar en su invitación. Tenemos
que formar parte de la diversidad y la pluralidad de las ideas de los
comportamientos. Hay que respirar el aire que viene del sur, cargado
de aromas de libertad, de dignidad y del placer de sus especias. Que
se enteren: no nos gustan, lo mismo que nosotros a ellos.