También es posible escribir historias sin ir a buscarlas, esperar donde estamos instalados también nos ofrece oportunidades para aprender. Nada se ve en las antiguas historias más extremo que aquello que nosotros experimentamos todos los días. Un repaso al relato de los autores encumbrados nos descubre incontables sentidos y significados vividos. Su experiencia vital la han transmitido en el legado de sus escritos.

También es posible escribir historias sin ir a buscarlas, esperar donde estamos instalados también nos ofrece oportunidades para aprender. Nada se ve en las antiguas historias más extremo que aquello que nosotros experimentamos todos los días. Un repaso al relato de los autores encumbrados nos descubre incontables sentidos y significados vividos. Su experiencia vital la han transmitido en el legado de sus escritos.

Nosotros, cuando nos deleitamos con su lectura, elegimos el aspecto que cuadra bien a nuestra opinión dentro del contexto actual en el que estamos anclados, pero, las más de las veces, se trata sólo del aspecto primario y superficial. Seguro que hay otros más vivos, más esenciales e internos, en los que no hemos sabido penetrar.

Fue Popper quien nos sugería que las teorías no pueden ser nunca confirmadas completamente : “todo acierto, toda verdad, lo es siempre provisionalmente”. El poso que deja cada una de las tradiciones religiosas del mundo, nos propone –o por lo menos debería- dudar de los dogmas doctrinales de todas ellas, sin distinción. No dudo de que sus símbolos y creencias originarias fueran equilibrantes, por lo menos es lo que los investigadores autorizados han concluido en muchas ocasiones, orientándose a través de lo que subyace en sus antiguas escrituras. Pero, tampoco me cabe ninguna duda de la manipulación instigada desde sus propias filas. Hablo de los domésticos religiosos. Ellos han propiciado que sus teorías hayan desembocado en el mar del odio, promoviendo la intolerancia y la violencia a lo largo de los siglos, olvidándose de aquellos posibles principios espirituales y de la presumible ética humanitaria de las religiones.

Otra inquietud vital de la humanidad, a parte de las teorías de Darwin (egoísmo y fuerza), ha sido el raciocinio para la supervivencia. La existencia crítica es afín al ser humano. No todas las afirmaciones han tenido el mismo sentido unitario, muchos han dudado, han reflexionado, reflejando con su comportamiento recursos para que las actitudes sean coherentes, demostrando que se debe expresar acuerdo en unas ocasiones y desacuerdo en otras. La laicidad significa duda respecto, incluso, a las propias certezas, la desmitificación de todos los ídolos incluidos los propios. Quizás, eso sea lo contrario de las religiones, no confundir el pensamiento y el auténtico sentimiento con la convicción fanática y con las relaciones emotivas y viscerales, que la religión ha manipulado.

Religión y laicidad, dos conceptos, dos sensaciones que han caminado paralelamente, sirviendo de modelo al comportamiento inconsciente o conscientemente a la humanidad. Si las subimos a un escenario, serán las protagonistas de la representación bufa de la vida, un misterio. No quiere decir que bufa sea una obra de arte menor, se trata, tan sólo, o del todo, de unos hechos irónicos con sentido tragicómico, una fantástica burla que no escribe su discurso, ni lo lee, lo actúa. Es un medio de comunicación que utiliza la ironía verbal, no como una herramienta de albañil que forja los cimientos, sino como el útil del zapador que mina los basamentos.

El argumento de esta astracanada supone dos doctrinas, dos creencias que condicionan la voluntad, dos imposiciones maniqueas que invocan, en lo que concierne a la bufonada (no lo olvidemos), a los individuos a elegir, a someterse a las normas, para que la cohesión social de un orden perdure y domine, es igual cual ; no olvidemos que la actividad individual está sometida a los controles normativos permanentemente, y las decisiones vienen determinadas, en gran parte, por normas colectivas. Llegados aquí, podemos sumar, otro modo de entender la vida, lo que siempre ha sido considerado un actor secundario : el comportamiento libertario, tanto colectivo, como individual. Al igual que el lenguaje de la ironía no se ha entendido, la vida necesita de voces que se esfuercen por eliminar el egoísmo de nuestra conducta. Siempre se han necesitado elementos que fracturen la manifestación oficialista de ese orden aceptado y heredado, como si el progreso no formase parte del colectivo humano. Sin los ácratas, sin su comportamiento y contenido colectivista, el ADN del progreso individual hubiera perdido la risa y la ironía verbal. Cuantas veces han denostado y se han reído del compañerismo de los libertarios. Bien, hay risas y risas. Para Aristóteles, lo cómico es algo equivocado que se verifica. Para Schelegel, la propia ironía significa libertad fundamental.

La cultura de la risa indica la calidad de un pueblo. Y desde luego quien posee el sentido de la ironía esta dotado de la risa más alta. Bien es cierto, que salvo excepciones, los antiutópicos –religión y laicidad, en esta bufonada- rara vez han sido grandes irónicos, vamos a decir grandes reidores. Y ello, porque el sentido del humor es interclasista, no se aprende en el colegio, ni en la catequesis, ni en los salones de la razón, más bien, su cultura es transversal, callejera e instintiva. La disposición del poder es clasista y reglamentista, su estructura es jerárquica y hierática, me da igual que se trate del poder religioso o político, económico o social del laicismo, no se ríe jamás. Reír es el rasgo definitorio más alto de nuestra especie, en contra, de lo que pensamos por razonar. Quizás, sea ella, la risa, el misterio bufo de la humanidad.

Los bufones excelentes nos han brindado, algunos lo siguen haciendo, todo el placer que puede obtenerse de su arte. Su vestimenta no presenta otra dignidad que la del sentido común, el aire habitual de la normalidad. En cambio, los malos aprendices, los encumbrados mediocres que no saben tanto, se ven en la necesidad de enharinarse la cara, de disfrazarse y fingir con movimientos y muecas ceremoniosas, para disponernos a la risa forzada. De la exposición de los primeros al teatro del mundo, debemos estimar su capacidad, nada más. Es grato aprender bien la teoría de quienes han usado la práctica de la normalidad. De los segundos hay que huir de su comportamiento y de su persona, de su fingimiento y de su hipocresía, a través de esas máscaras y disfraces enmarcan sus acciones, y no olvidemos, que siempre están dirigidas por algún interés particular.

El diálogo entre laicidad y religión, ha sido uno de los referentes de la humanidad, el uno sostiene al otro, el uno es parásito del otro y viceversa. Su puesta en escena es ceremoniosa, con una locuacidad teológica y una visión filosófica intangibles a las mentes más normales. Desde el principio, intentan presentarnos, normalmente con exceso y demasiado exclusivamente unas determinadas cualidades. Cada cuál, afirma sus posiciones, de manera que parece que, más que tenerlas, las dicen, más que cumplirlas las afirman, las predican, las promueven, las pregonan, las juran y las perjuran. Nos asalta la duda, y recordemos, y, no olvidemos, que es recomendable dudar por medio de la crítica.

Las apariencias son comunes en todos los hechos sociales, incluidas todas las religiones : esperanza, confianza, eventos, ceremonias, penitencia, mártires, hinchan la vejiga de sus creencias con el alimento de sus sermones. Nos hacen creer, y lo esparcen insistentemente, que creen lo que no creen. Con el tiempo se dejan arrastrar y se lo hacen creer a sí mismos. Sin saber cómo, se han dejado arrastrar y penetrar por una creencia, por una religión, en un principio ideada para extirpar los vicios, donde ahora los esconde, los alimenta y los incita. Son hombres los que dirigen la religión y se sirven de ella, para los fines humanos, por eso rechazan la ciencia que razona.

La primera ley que Dios promulgó para el hombre fue una ley de pura obediencia. Este mandato esconde la sumisión y obediencia evitando la ciencia y el conocimiento del saber, responde, a ello, la laicidad. Las religiones recomiendan en gran medida la ignorancia como cualidad propicia contra la ciencia y abogan por la obediencia, de lo que no se ve. Olvidan, que el ser humano no tiene nada propiamente suyo sino el uso de sus opiniones. Las religiones son piadosas con la descortesía, la ignorancia, la simpleza, la rudeza –son virtudes que suelen ir acompañadas de inocencia- ; la curiosidad, la sutileza y el saber arrastran consigo –según aquéllas- la malicia. Bien es cierto, que el reino de todos los cielos acoja la humildad, el temor, la obediencia, la bondad ; las religiones exigen un alma vacía, dócil, y que presuma poco de sí misma, en definitiva, creer en lo que no se puede verificar, creer por medio de la fe, en un mundo feliz tras la muerte, que ilusión.

El laicismo evita esa conexión irracional de la fe, con el oficialismo de la razón estatal. La elección religiosa es una elección personal que no debe contaminar el progreso de la humanidad. El comportamiento de muchos laicistas es similar al de los domésticos religiosos. Igual que los gurús de los credos, proponen una vida compuesta, para los sanos, de la integración en la escuela, en la familia, en la sociedad. Una vida que acepta los cánones de la razón, la complacencia de los que no se revelan nunca contra el dogma oficial, porque no merece la pena o conviene, los que nunca sueñan porque sería una perdida de tiempo. Los laicos y su doctrina, tampoco se ríen, siempre están ocupados en cosas serias, como hacer carrera y ganar dinero, seguros de que la felicidad está en acumular cargos, honores y poder, eso sí, aparte de los dogmas religiosos, sólo obedeciendo a la razón, a la filosofía del deber.

Las religiones y el laicismo, se han arrogado la máxima instancia en cuanto a la moral desde el principio, desde el origen de la supervivencia. Quizás si no hubieran abandonado su propia idea de “paz” a cambio de más poder terrenal, no hubieran desatado los odios entre todos. Se han contradecido al casar el báculo obispal, el paraíso de huris, con las espadas y los fusiles. Tras leer el Caín de Saramago, queda la idea de que los impulsos elementales no hacen caso ni del evangelio, ni de palabras indulgentes y morales. Ellos mismos nos demuestran que la barbarie más elemental tiene que ser aceptada, como un dato insoslayable. A los poderes siempre se les ha dado bien eso de guiar –o malguiar- ellos son los responsables de las catástrofes humanas. La mayor de las sugestiones que el poder provoca en los que lo detentan es la omnipotencia, el convencimiento de que el poderoso puede hacer cualquier cosa, incluso delinquir o engañar sin límites (el dios de Saramago, la razón y el deísmo de la Ilustración) siempre encuentra un discurso que lo justifique, y sino : el manda, y se acabó.

Eugenio Trías nos adelanta que lo peor de las religiones es su conexión con ciertas formas obscenas de política, y que en ella prevalezca lo literal. Lo terrible es que, tras periodos de crítica y escepticismos, de comportamientos libertarios, se vuelva a la lectura exacta de la religión y del laicismo. A las religiones no les importa la crítica a sus pensamientos y dogmas, es más, les ayuda a continuar en sus teologías metafísicas. Si te metes con la virginidad de María, por ejemplo, te meten en el Index, y además se venden más libros. A las religiones siempre les ha dolido el dinero. Por ejemplo, si les quitas el dinero de las escuelas se enfadan. Hoy el dogma absoluto de las religiones es el dinero y las exenciones fiscales, como afirma A. Camarelli. Lo mismo podemos decir de la religión, que del laicismo, que tantos intelectuales nos quieren hacer comulgar, lo único que les interesa es el poder y el dinero, eso sí, bajo una hipócrita capa cultural

Yo personalmente, prefiero montarme en la nave a la que nos invita Dario Fo, la de los locos, donde se sube quien no quiere quedarse en este pantano de sociedad, donde el concepto libertario, no se entiende, y al igual que la ironía, les asusta. Vivimos con ellos, pero no como ellos. Quién entiende el misterio bufo de la vida, sólo la risa.

Julian Zubieta Martinez