Las cuestiones fundamentales a plantearse son:

  • ¿El sindicalismo (lucha reivindicativo-económica) tiene futuro (posibilidad de éxito)?
  • Los sindicatos ¿siguen siendo órganos de la clase obrera?
  • El balance de la participación anarquista en los sindicatos ¿ha sido positivo para el anarquismo?
  • ¿Los sindicatos son (pueden ser) instrumentos para la revolución social?
  • Marginalmente, ¿estamos en una fase del sistema que permite el sueño revolucionario o hemos entrado en una fase de larga duración comparable a la Edad Media europea, durante la que sólo puede esperarse sumisión y revueltas aisladas sin futuro alguno? (¿estamos en un sistema que se alimenta de su propia crisis?)


1. La
lucha económica

La
primera cuestión es fundamental. Planteémosla con claridad: ¿el
sistema permite la conquista de nuevas mejoras económico-sociales
perdurables? o sea, ¿puede el proletariado obtener mejoras
económicas y de calidad de vida sin necesidad de cambiar de modelo
social? Evidentemente, si la respuesta es positiva, la revolución
social no sólo no es necesaria, sino que se convierte en una
aberración psicópata; si la respuesta es negativa, toda lucha
sindical está abocada al fracaso y nuestro trabajo en los sindicatos
sólo serviría para remachar los grillos que mantienen sujeto al
esclavo.

A
este respecto, hay dos datos (hechos, no ideas) que deben hacernos
reflexionar:

a)
¿Cuando fue la última vez que se logró un victoria sindical? Y no
pregunto por lograr que la “autoridad laboral” sancione a algún
empresario hooligan, que se haya logrado la readmisión de algún
despedido o que, en la negociación de algún convenio (o de un ERE),
hayamos logrado que, en vez de quitarnos 5, nos quiten 4. La pregunta
es: desde la obtención de la jornada de 8 horas, ¿qué mejoras en
la vida de los trabajadores (del conjunto de la clase) han resultado
producto de la lucha sindical y no de las propias necesidades del
mercado?

b)
Hubo una época en que la obsesión de los empresarios era la
expansión (la conquista de nuevos mercados); desde hace muchos años,
sólo tienen una obsesión: reducir costes a cualquier precio para
mantener la empresa competitiva.

Estos
dos hechos, junto con los innumerables análisis que muestran que el
capitalismo entró en su fase de crisis sistémica ―hecho
manifestado por el estallido de la primera guerra mundial―, nos
hacen pensar que el conjunto de la clase ya no puede alcanzar mejoras
en el marco del capitalismo y que el futuro sólo tiene dos vías: o
la revolución social que modifique por completo no sólo las
“relaciones de clase”, sino esencialmente la “estructura” de
la vida individual y de la humanidad o la constitución de una Época
Oscura en la que la inmovilidad económica sea compensada por
relaciones de vasallaje a la hora de obtener preponderancia social.

Naturalmente,
preguntar por nuestra opción es inútil, pero la cuestión sigue
siendo ¿cómo conecta la lucha económica, y con ella la
organización sindical, con la lucha por la sociedad libertaria? O,
lo que es lo mismo, ¿cuál es el baile de los sindicatos en esta
fiesta?

2.
Sindicato y capitalismo decadente

Con
la creación de la “sociedad del bienestar” y la desaparición
del sueño revolucionario al comprobar el curso seguido por los
“estados proletarios”, hechos ambos ocurridos tras la segunda
guerra mundial, la clase obrera penetra en un época de profunda
derrota ideológica. La principal pieza de esta derrota ideológica
es la aceptación de la legitimidad del estado por medio de la
democracia formal (aceptación a la que tanto contribuyó la
propaganda “antifascista” de la izquierda, incluída la
libertaria).

Los
mojones de la derrota ideológica:

  1. el
    poder estatal es legítimo, si es democrático

  2. la
    propiedad privada de los medios de producción es legítima (y, con
    ella, la apropiación privada de beneficios y la explotación del
    trabajo asalariado) y abre las puertas a la movilidad social

  3. la
    competencia en el mercado es la contrapartida de la democracia en la
    política y es el motor del desarrollo

  4. la
    injusticia social es un mal necesario que puede ser mitigado por las
    prestaciones sociales

  5. actuar
    contra la ley es actuar contra toda legitimidad y contra el conjunto
    de la sociedad

Este
marco ideológico aceptado de buen grado (o por medio de la
TV-hipnosis) conlleva el encadenamiento de los explotados a una
situación sin salida y a las organizaciones que los “representan”,
no sólo a compartir cadenas, sino incluso a fortalecerlas.

3.
Organización y representación

La
principal victoria de la democracia consiste en haber convertido al
ciudadano en espectador. Esto es consecuencia (o, cuanto menos,
contrapartida) de haberlo convertido de productor en consumidor.

Todo
miembro de la sociedad tiene derecho a ser representado y, en el peor
de los casos, a crucificar a su representante y substituirlo por
otro, pero jamás, jamás, a decidir por sí mismo. De modo que el
trabajador acaba enfrentándose con el sindicalista en vez de con el
capital.

El
sindicalismo participa de esta fiesta. Pese a que inicialmente pueda
tener pretensiones “participativas”, si realmente quiere liderar
a una masa de población enajenada en la representatividad, deberá
ser su representante. Inevitablemente, el sindicato se convierte de
organización de los trabajadores en organización de representantes
de los trabajadores. O sea, en el marco de la democracia, no hay
lugar para el sindicato-organización, sino sólo para el
sindicato-representación.

La
máxima democrática del imperio de la ley, convierte a las
organizaciones obreras en el modelo impuesto por la ley, luego toda
estructura organizativa “alternativa”, pese a ser
democráticamente tolerada, está condenada a la marginalidad.

Esta
representatividad de los sindicatos no sólo los convierte en
instrumentos modelados por el poder y, con ello, contrarios a todo
ideal libertario, sino que fortalece el papel de espectador del
obrero. Iniciándose así un infernal círculo vicioso en el que la
enajenación del obrero potencia la representatividad del sindicato y
la representatividad del sindicato la enajenación del obrero.

Una
organización que acepta, como marco de actuación, una legislación
sobre la huelga como la española, la prohibición de las cajas de
resistencia y de las luchas por motivos de solidaridad y políticos,
no puede más que convertirse, so pena de marginalidad, en
instrumento del propio sistema y debe competir con los otros
sindicatos en el plano de la “obtención de favores”, de la mejor
o peor “gestión de personal”, convertir a sus delegados en
auxiliares del departamento de recursos humanos y acabar por defender
a fuego y cuchillo al sistema, so pena de desaparecer como
organización. Ésta es la base sobre la que se edifica el papel de
bombero ejercido por los sindicatos en toda lucha obrera seria y de
la generalizada corrupción sindical.

4.
Sindicalismo y anarquismo

El
anarquismo tiene un objetivo: la formación de una sociedad sin
estado. Los anarquistas suelen tener a gala no hacer proyecciones de
futuro. Confían en que la auto-organización de la sociedad
conducirá a un orden justo. Más allá de este principio, aparecen
los anarquismos con apellido, materia en la que no entraremos.

Sin
embargo, la corriente anarquista que preconizó la entrada en los
sindicatos y la lucha reivindicativo-económica (llamada de
reivindicaciones “inmediatas” o “parciales”) fue
mayoritariamente la anarco-comunista, o sea, la que preconiza una
sociedad sin estado y con propiedad colectiva (global) de los medios
de producción.

Así
nació el anarco-sindicalismo: los anarquistas comunistas
participaban en el sindicalismo para conducir a la clase obrera hacia
la revolución social y el comunismo libertario. Un siglo más tarde,
el anarco-sindicalismo se ha convertido en una profesión de fe que
profesan algunos de los militantes de las organizaciones que todavía
se autodenominan anarcosindicalistas.

La
única característica que estas organizaciones logran mantener es la
de la democracia directa en el interior de la organización. Y aún
esta característica resulta matizada por dos hechos:

  1. hacia
    afuera de la organización no puede extenderse, tanto por la
    aceptación del marco de actuación, como por el temor a “asustar”
    al obrero medio, si se tratara el asunto,

  2. hacia
    el interior, la falta de participación de unos afiliados
    mayoritariamente “sólo sindicalistas”, cuando no simples
    “representados”, convierte a la democracia directa en una meta
    poco menos que inalcanzable.

Podríamos
concluir que la participación anarquista en los sindicatos es
altamente positiva en períodos prerrevolucionarios (véase la CNT en
los años 30), pero que, en períodos de pasividad ―o de derrota
ideológica― de la clase, la participación en los sindicatos
conduce a la dilución del anarquismo en mero sindicalismo
jurídico-administrativo.

5.
Sindicato y revolución social

Ni
aun el más negro de los anarcosindicalistas osa hablar de la
revolución social (salvo para nostalgias de pretéritas glorias) ni
del comunismo libertario fuera del círculo de sus más afines. Sin
embargo, quien desee seguir usando el prefijo “anarco-” no puede
obviar la cuestión del papel a jugar por el sindicato en la
(eventual) revolución social o en su contrapartida de la Época
Oscura.

La
historia nos ha legado dos tipos de organizaciones que podemos
considerar “propias” de las “clases populares”. El primer
tipo es el de la organización permanente (sólo interrumpida por
períodos de ilegalización por parte del estado bienhechor): el
sindicato. El segundo son las formas de organización no permanente,
que aparecen en momentos revolucionarios y que en cada revolución
adoptan formas distintas, hasta hoy: la comuna y el consejo obrero.

Hay
otra forma de organización inestable que los anarquistas se
esfuerzan en revivir constantemente, por su capacidad de hacer de
puente entre los otros dos tipos, y que los demócratas se esfuerzan
en mistificar y manipular constantemente, por su capacidad
legitimatoria: la asamblea.

La
idea que se tenía de la revolución social en la época de las
revoluciones podría resumirse en los versos de un antiguo canto:
“los de hoy nada, mañana, todo han de ser”. Bastaba con invertir
la sociedad existente, se suprimiría la propiedad de los burgueses y
el poder de los políticos y se seguiría haciendo funcionar
―básicamente― la misma sociedad.

Hoy
las cosas han cambiado radicalmente. La revolución social ya no
puede ser una revolución industrialista y productivista, ya no se
tendrá como objetivo prioritario el “reparto” del beneficio,
sino el cómo y el qué se produce, ya no se trata de “remover los
obstáculos al desarrollo de las fuerzas productivas”, sino de
evitar la destrucción del planeta. En la revolución por hacer hoy
en día, del mismo modo que no se podrá “usar” el estado de otro
modo, sino que habrá que destruirlo para poder empezar la
construcción de la nueva sociedad, tampoco se podrá “usar” la
estructura productiva y económica de un “modo más justo”, sino
que habrá que destruirla para poder empezar a construir la nueva
sociedad.

Este
planteamiento nos lleva a una cuestión crucial ¿la estructura de
una organización adaptada punto por punto a la estructura productiva
y social del capitalismo, el sindicato, puede ser una buena candidata
a organización de la revolución? Su estructura orgánica, sus
inercias prácticas, su bagaje cultural ¿le permitirán adaptarse a
las exigencias de la nueva sociedad o la convertirán en un obstáculo
más a superar?

La
respuesta a esta pregunta es fundamental para un anarquista, pues
ella dará o quitará sentido a su participación en los sindicatos
actuales.

6. El
futuro del sindicato

El
futuro del sindicato está claro a partir de su presente: ser un ente
auxiliar del estado en la gestión y contención de la mano de obra,
tanto la ocupada como la desempleada o, simplemente, desaparecer
(haber convertido a la clase obrera en una masa pasiva tiene, como
una de sus consecuencias, la desaparición de la necesidad de
sindicalistas-bomberos por parte de la burguesía y del estado).

El
sindicalismo y la política obrerista es ―y viene siendo desde la
segunda guerra mundial― un medio para limar asperezas en la
relación laboral, esto es, hacer de contrapeso al “egoísmo” del
burgués y mantener la resistencia obrera en el marco de la legalidad
y, con ello, de acatamiento al sistema; en otras palabras, hacer
prevalecer los intereses generales del sistema burgués por encima de
los intereses privados de los burgueses. En este sentido, el
sindicalismo ha facilitado extraordinariamente la constitución del
mercado mundial. Con esto se pretende criticar no tanto la función
del sindicato, como la ingenuidad de quienes lo consideran una
organización apta para la revolución social.

La
pregunta ¿son los sindicatos organizaciones de la clase obrera? No
admite una respuesta simple. En principio, la respuesta es sí, pero
con matices de importancia.

La
primera matización es: el sindicato es una organización obrera en
el sentido de que responde, con más o menos acierto y con más o
menos corrupción según los casos, a las necesidades del obrero en
tanto que obrero (trabajador asalariado), ahora bien, es cada vez
menos una organización obrera en el sentido de que escapa cada vez
más al control de los obreros, en la medida en que cada vez más el
sindicalista profesionalizado se convierte en un remedo de
funcionario estatal y el afiliado en un administrado. De ahí nace la
gran tentación para todo obrerista libertario: la de querer devolver
el sindicato al obrero por medio de su redemocratización, pero sin
llegar a modificar en un solo punto su función social.

La
segunda matización: el sindicato responde a las necesidades del
obrero en la medida en que éste no deje de ser obrero, o sea, en la
medida en que renuncie a dejar de ser obrero y, con ello, a toda
veleidad de transformar radicalmente la sociedad. Un obrero que desea
seguir siendo un obrero es necesariamente un contrarrevolucionario.
La revolución social implica la destrucción del estado y la
destrucción del sistema de trabajo asalariado. Pero, en una sociedad
sin trabajo asalariado, no hay lugar para el sindicato ni para el
sindicalista.

El
presente muestra el futuro: el sindicato se convierte en un ente cada
vez más alejado de sus afiliados y cada vez más integrado en el
aparato de estado. Puede intentar compensar más o menos los excesos
del empresariado, pero
en el marco del sistema y de un sistema
cada vez menos capacitado para hacer concesiones a sus esclavos, de
modo que la propia supervivencia del sindicato como organización
exige y exigirá un mayor control sobre los asalariados y una mayor
integración en el aparato de estado. La consecuencia de ello sólo
puede ser que los sindicalistas honrados e idealistas queden
reducidos a una situación de marginalidad ―opción de recambio
para el caso de una grave crisis en la institución sindical― y que
los sindicalistas corruptos acaparen más y más poder dentro y fuera
del sindicato. Y entre unos y otros mantendrán la potencial protesta
obrera a raya, sea a través del “desencanto”, sea con nuevas
ilusiones de “renovación” sindical.

7. El
sindicato del futuro

Sin
embargo, el sindicato es la única forma de organización obrera
permanente con la que poder influir en la relación económica y
social entre obrero y patrón. Hasta que el “genio creador de la
masa revolucionaria” nos proporcione una organización más acorde
con las necesidades de la revolución (junto con la revolución
misma), es probable que no haya más alternativa que seguir
manteniendo el sindicato. Quizá usándolo al modo de la escalera de
Wittgenstein. De modo que debemos plantearnos la cuestión del modo
siguiente: en las actuales circunstancias ¿cómo debería ser el
sindicato para facilitar la lucha de resistencia obrera a las
imposiciones del neoliberalismo, minimizar los rasgos integradores
(el sindicalismo responsable) y abrir vías para traspasar el marco
del sistema aunque ello conlleve la destrucción del propio
sindicato?

Sus
rasgos esenciales deberían ser

  1. Sindicato
    único de clase. Superador de la división en sectores y oficios,
    trabajadores públicos y privados.

  2. Internacional
    e internacionalista (en realidad, anacional).

  3. Con
    un funcionamiento basado estrictamente en la democracia directa.

  4. Reideologizante

7.1.
Sindicalismo de clase

Los
principales rasgos objetivos (materiales) de la división de la clase
obrera y de la fragmentación de su escasa respuesta a los ataques de
la patronal son la separación entre trabajador público y trabajador
“privado”, la subdivisión infinitesimal de los convenios
colectivos y, con ello, de los sectores y subsectores de la
producción que conlleva la subdivisión ad infinitum no sólo
de la clase sino incluso de las mismas plantillas de empresa, lo cual
no es más que la expresión orgánica del proceso generalizado de
precarización y pauperización. Los rasgos subjetivos (nacionalismo,
discriminación racial y religiosa, etc) les siguen fielmente como el
trueno al rayo.

El
sindicalismo ha tendido siempre a amoldar su estructura organizativa
a la de la patronal. Hubo un tiempo en que la organización de la
patronal y de la producción se correspondía a las características
del proceso productivo. Adaptarse a ella, podía ser una buena
táctica (de ahí surgió el sindicato de sector o “único de
industria”). Hoy la organización patronal no se corresponde con
las características del proceso productivo, sino con las técnicas
de control del personal laboral y no tiene sentido que el
sindicalismo se esfuerce en reproducir un organigrama en perpetua
modificación y sin fundamentos objetivos anclados en el propio
proceso productivo.

La
condición básica para poder precarizar un sector estable sin
desorganizarlo consiste en precarizarlo por partes y, a poder ser,
con la complicidad de los (todavía) estables. Por ello, la única
respuesta sensata de la clase obrera a la ofensiva precarizadora de
la patronal es responder con la unificación del asalariado, cuya
primicia no puede ser más que la unificación de la organización
sindical, o sea, organizarse en sindicato único de clase y luchar
por unas condiciones salariales y laborales idénticas en todo sector
y subsector.

Si
la privatización de los servicios públicos tiene como finalidad
abaratar los sueldos de los trabajadores y precarizar sus condiciones
de contratación, lanzar consignas para la defensa del carácter
público de los servicios no tiene más sentido que una pataleta
infantil, la única manera de evitar la privatización es quitarle
sentido según las propias reglas del capitalismo: evitar que el
trabajador “privado” que vaya a substituir al trabajador
“público” tenga unas condiciones laborales distintas.

El
esquema se repite en todas las empresas. La “externalización de
servicios” sigue exactamente el mismo protocolo y objetivos que la
privatización de los servicios estatales: pauperización salarial y
división ―y, si es posible, enfrentamiento― entre estables y
precarios, con el resultado final de substitución de los estables
por precarios. No hay otra razón para el rosario de subrogaciones,
cambios de convenio, remodelaciones…

Sólo
hay un camino para atajar este proceso: la implantación de una
escala salarial única para todos los asalariados, con independencia
del sector en que trabajen, de si son “públicos” o “privados”,
nacionales o extranjeros, fijos o “de contrato”, de plantilla o
“externos”. ¿Por qué un trabajador del metal ha de cobrar más
o menos que otro con la misma categoría de la química o de la
madera?

Si
la implantación de una escala salarial única para todos los
trabajadores es la única respuesta coherente al ataque neoliberal,
la lucha por la implantación de una tal escala es el único camino
que hoy por hoy podemos vislumbrar para alcanzar la unidad de la
clase obrera en la lucha.

Obviamente,
el primer paso para ello, debe ser la reorganización de los
anarcosindicalistas en sindicatos únicos de clase y el abandono de
las estructuras sectoriales (federaciones de sector) ―que nunca han
mostrado su utilidad en la lucha y que hoy resultan obsoletas por el
propio desarrollo de la organización empresarial― y de las
estructuras subsectoriales (coordinadoras de subsector) ―que
intentan replicar cada modificación de la estructura patronal y que
sólo pueden acabar remedando los antiguos sindicatos de oficio.

7.2.
Sindicalismo internacionalista

En
plena era de la globalización, tiene menos sentido la división de
la clase obrera por naciones que por sectores u oficios. Es evidente
la imperiosa necesidad de la coordinación internacional de la lucha
obrera, pese a lo poco que se hace por ella. Por tanto, no abundaré
en el tema.

Sin
embargo, hay algo que siempre se pasa por alto: la dimensión
internacional de la problemática, de la solución y de la única
lucha posible. El reto del sindicalismo no consiste en la
coordinación de las luchas “nacionales” a nivel internacional,
sino en la unificación de estas luchas. Sólo una organización
obrera internacional, una movilización internacional y un programa
internacional pueden poner freno a las políticas de deslocalización,
desindustrialización y descapitalización del neoliberalismo. Es
evidente que una escala salarial única internacional convierte en
papel mojado la directiva Bolkenstein, tan evidente como que
cualquier otro tipo de solución no puede llevar más que la fracaso
y al enfrentamiento entre sí de las fracciones nacionales de la
fuerza de trabajo.

Hay
que resaltar que esta condición ―no ya de internacionalismo sino
de franco anacionalismo del sindicalismo necesario― no la exige
ninguna veleidad revolucionaria o “ideológica”, sino la mera
lucha sindical de subsistencia, de “reivindicaciones parciales”.
¡Cuánto más la exige el carácter revolucionario del
anarcosindicalismo!

Sólo
si la organización de clase se estructura internacionalmente sobre
una base anacional, sólo si el obrero y el libertario aprenden a
pensar y actuar en función de los intereses obreros a escala
mundial, es pensable una transformación de la sociedad en un sentido
anarco-comunista (la “revolución social”, que se decía
antiguamente). Deben ser, pues, los anarcosindicalistas los primeros
en abandonar las estructuras nacionales y organizarse sobre una base
anacional.

7.3.
Sindicalismo de democracia directa

De
la rica tradición de lucha que nos ha legado el anarcosindicalismo,
la práctica de la democracia directa es no sólo el logro más
importante sino la piedra toque para toda organización libertaria.
Un sindicalismo que caiga en la trampa del representativismo es un
sindicalismo condenado a pasarse al enemigo.

Sólo
un sindicalismo basado en la participación activa de los afiliados y
en la elección y revocación inmediatas de todo cargo,
representativo o no, por medio de la democracia directa en el seno de
la organización puede mantener a ésta al margen de la
burocratización, de la constitución de castas directivas y, en
definitiva, de la fagocitación de la organización por el estado.

Mientras
la organización obrera funcione estrictamente bajo los principios de
la democracia directa, puede permitirse el lujo de cometer cualquier
error. Por grande que éste sea, siempre podrá corregirse y volver
al buen camino. Si se abandona la práctica de la democracia directa,
aun sin cometer errores, aun avanzando de victoria en victoria, se
habrá abandonado el camino ―y esa es la derrota definitiva. Jamás
organización alguna se ha recuperado del abandono de la democracia
directa, la única solución posible es volver a empezar la tarea
organizativa desde el principio. Por ello, el anarcosindicalismo debe
ser máximamente escrupuloso e intransigente en la práctica de la
democracia directa.

Un
sindicalismo que esté basado en este principio, no sólo es un
sindicalismo que puede mantenerse combativo y ajeno a las intrigas
del poder, es también un sindicalismo que puede extender al resto de
la clase los principios y la práctica de la democracia directa, con
lo que se avanza en el camino de la revolución social.

Sin
embargo, como ya se ha expuesto, la práctica de la democracia
directa es cada vez más limitada y difícil. Su peor enemigo es la
pasividad, la inactividad de los afiliados, que conduce a las
organizaciones libertarias a la inoperancia o a la conversión de la
democracia directa en una mera idea regulativa.

7.4. Un
sindicalismo reideologizante

Según
la perspectiva de este escrito, la clase obrera sola puede aspirar a
una mejora de sus condiciones de vida a condición de modificar
substancialmente la estructura de la sociedad. Como consecuencia, la
lucha por reivindicaciones parciales y la lucha por el comunismo
libertario deberán avanzar por el mismo camino.

Un
sindicalismo “sin ideología” es un sindicalismo con la ideología
de la clase dominante. Un sindicalismo que no quiera convertirse en
parte del estado y en un estorbo más en el camino hacia la
emancipación de la clase explotada necesariamente ha de tener un
fuerte, claro y transparente componente ideológico. Sin lucha
ideológica no hay revolución posible y sin la revolución social
(comunismo anarquista) no hay salvación posible ni para el
proletariado ni para la humanidad.

El
anarcosindicalismo debe apostar claramente por el debate ideológico,
no sólo en las actividades específicas que pueda llevar a cabo,
sino en toda la actividad sindical, en toda reunión de plantilla, de
sección sindical o abierta al público en general, en toda su
propaganda. Debate ideológico, cuyos puntos fundamentales deben ser:

  1. Democracia
    directa. La democracia directa debe ser el principio organizador de
    la sociedad, lo que implica

    1. Denuncia
      del representativismo y el politiqueo

    2. Denuncia
      del estado como principal escollo al desarrollo humano y como algo
      totalmente inútil para el progreso social

    3. Toma
      de decisiones por el conjunto de la comunidad

    4. Representantes
      elegibles y revocables en cualquier momento con mandatos cerrados

    5. Introducción
      de los métodos de democracia directa en la actividad cotidiana a
      escala local

  2. Apoyo
    mutuo. La inmoralidad del sistema basado en la explotación del
    trabajo humano sólo puede encontrar justificación en la
    descalificación de toda ética y moral. La base más firme para la
    edificación de la nueva sociedad son los principios éticos de
    justicia, equidad, solidaridad y apoyo mutuo. El desarrollo práctico
    de estos principios éticos implica ya el anarco-comunismo.

  3. Comunismo
    libertario. Único sistema social que implica la desaparición de la
    explotación económica, del trabajo asalariado, de la opresión
    política y del desvarío productivista al que estamos abocados.

  4. Universalismo.
    Mientras se enmascaren las diferencias de clase detrás de las
    fronteras, la nueva sociedad es imposible de construir. Una cultura
    universalista y anacional es imprescindible para abordar siquiera
    los primeros pasos para la transformación social e incluso para una
    simple lucha defensivo-economicista viable.

Conclusión

Naturalmente,
una cosa es analizar las necesidades y otra muy distinta que el
diagnóstico pueda tener eficacia práctica.

Es
difícil predecir si el sindicalismo del futuro podrá ajustarse a
las características apuntadas, pero lo que sí puede predecirse es
que, en caso contrario, la fragmentación de la clase obrera no será
superada y, aun si llegase a serlo, no lo sería con ayuda de los
sindicatos sino pese a ellos.

En
caso de que el sindicalismo no adopte estos principios y modos de
actuación, muy probablemente esté abocado al fracaso e incluso a la
desaparición y la intervención de los anarquistas en el el
sindicalismo habrá sido baldía.

Jurgo Alkasaro

* Extractos finales del texto publicado en Rojo y Negro 248 de julio-agosto 2011.

* Ir también a Tomás Ibáñez: «El anarcosindicalismo frente al reto de su necesaria transformación»