Al margen de la agria disputa sobre votos y vetos a la que hemos asistido las últimas semanas, la Constitución de la UE ha empezado a suscitar agudas polémicas entre los expertos. Mientras unos se preguntan si se trata de una genuina Constitución, otros subrayan cómo parece llamada a nacer sin un pueblo, una nación y un Estado. Mientras unos sugieren que nos hallamos ante un ejemplo de fría ingeniería legal, otros discuten sobre el producto final : ¿una confederación, una federación, un Estado con vocación unitaria, una suerte de gobierno transnacional… ?

Al margen de la agria disputa sobre votos y vetos a la que hemos asistido las últimas semanas, la Constitución de la UE ha empezado a suscitar agudas polémicas entre los expertos. Mientras unos se preguntan si se trata de una genuina Constitución, otros subrayan cómo parece llamada a nacer sin un pueblo, una nación y un Estado. Mientras unos sugieren que nos hallamos ante un ejemplo de fría ingeniería legal, otros discuten sobre el producto final : ¿una confederación, una federación, un Estado con vocación unitaria, una suerte de gobierno transnacional… ?

Nuestra aproximación a la Constitución de la UE, mucho más modesta, se contenta con identificar un puñado de problemas que deben preocupar a la izquierda que resiste. Esos problemas afectan al déficit democrático heredado, a la fragilidad de los derechos sociales, a la estatalización de muchos esquemas y a una política exterior en la que llueve sobre mojado.
Nada invita a concluir, por lo pronto, que el déficit democrático que arrastra la UE se apresta a diluirse, tanto más cuanto que la Constitución muestra un vacío de legitimación que se colma con el concurso de medios —los que proporcionan, en sustancia, el derecho y los expertos— que poca relación guardan con la práctica vital de la democracia. El fortalecimiento del Consejo y de su presidente acarrea, por lo demás, una ratificación paralela de las capacidades de los gobiernos, que se deja ver también de la mano de la disputa sobre las mayorías en la toma de decisiones en el propio Consejo. En esta instancia no se aprecia el eco de la elección popular en el ámbito de la UE : habrán de ser, antes bien, los gobiernos de los Estados los que detengan la totalidad de los votos correspondientes a estos últimos, algo que con certeza operará en detrimento de la representación de las ideologías, y ello por mucho que las decisiones deban ser refrendadas por el Parlamento de la UE. En este magma, Joseph Weiler ha señalado, tan significativa como exageradamente, que lo que los ciudadanos europeos precisan es más poder, y no más derechos.

En segundo término, la Constitución reclama «una economía social de mercado altamente competitiva», en lo que se antoja la cuadratura del círculo al amparo del designio de postular al tiempo una economía de dimensión social y un mercado en el que la competitividad dicta todas las reglas. En el terreno de los derechos sociales despunta por doquier una inflación de buenas intenciones. En ausencia de garantías expresas para que esos derechos, convertidos en obligaciones, se hagan realidad, los compromisos tienen una evidente carga retórica y a duras penas cabe esperar que sobrevivan a la vorágine de la globalización capitalista.

A tono con anteriores pronunciamientos de la UE, que dejaban los derechos sociales en manos de las legislaciones estatales, aquéllos siguen teniendo un rango inferior que predispone a su incumplimiento, circunstancia tanto más inquietante cuanto que no se vislumbra ningún proyecto serio de convergencia social entre los Estados miembros.
En la Constitución de la UE los pueblos desaparecen como agentes subyacentes, en beneficio de los ciudadanos, al tiempo que se formaliza un compromiso expreso con la integridad territorial de los Estados. Se enuncia sin más, por otra parte, el propósito de reducir «las diferencias entre los niveles de desarrollo de las diversas regiones», en lo que Antonio Cantaro ha descrito como una «solidaridad desarmada». El Comité de las Regiones no parece llamado a rebajar, en fin, las asperezas al respecto.

Por lo que a la política exterior se refiere, la sobrecarga retórica se impone desde el principio. Bastará con recordar que países como España o el Reino Unido, que han sorteado recientemente la carta de la ONU en lo que a Iraq atañe, se avienen a suscribir como objetivo de la diplomacia de la UE la «estricta observancia y el desarrollo del Derecho Internacional, y en particular el respeto a los principios de la Carta de las Naciones Unidas».

La Constitución postula misiones militares fuera de la Unión, vincula éstas inopinadamente «a la lucha contra el terrorismo», acata —a falta de apuestas de otro cariz— el proyecto de una Europa fortaleza, propugna la creación de una agencia de armamento, enuncia el compromiso de respetar las obligaciones derivadas del Tratado del Atlántico Norte y se refiere de forma expresa a la «prevención de conflictos», fórmula tan delicada como equívoca habida cuenta del sentido que términos parejos han asumido en la estrategia de EEUU. En un terreno en el que es fácil barruntar la alarmante distancia que media entre la práctica de los Estados miembros y los principios enunciados, la Constitución revela, en fin, llamativas dudas en lo que respecta al desarrollo de una política exterior común, en la medida en que se ve obligada a afirmar que «los Estados miembros apoyarán activamente y sin reservas» tal política, «con espíritu de lealtad y solidaridad mutua».

Algo más conviene, con todo, agregar : aunque para calibrar lo que que la Constitución de la UE está llamada a ser habrá que aguardar a su desarrollo concreto, lo cierto es que los antecedentes invitan, como poco, al recelo. Y es que, en palabras de Pietro Barcellona, «cuando el poder está en manos de los potentes lobbies de los negocios y de las finanzas, de los círculos mediáticos y de la manipulación de las informaciones, los juristas se abandonan al cosmopolitismo humanitario y se apuntan al ’gran partido’ de las buenas intenciones y las buenas maneras».