Empeñadas en devorar a todo lo que se mueva en la teórica dirección de amenazar su statu quo, las cúpulas de la izquierda política y de los sindicatos de clase no han advertido que la lógica del sistema que asumen ha hecho metástasis originando que lo que empezó como canibalismo foráneo haya culminando en antropofagia propia.

Desde que estalló la crisis financiera, todos los cambios políticos de calado se han realizado al margen de las instituciones y de los grupos de oposición homologados por el sistema para secundar ordenadamente los recambios. Ni la primavera árabe en el mediterráneo sur, ni el movimiento de los indignados en occidente, ni tan siquiera el fenómeno de wikileaks han sido producidos por la acción premeditada de los agentes tradicionales.

Desde que estalló la crisis financiera, todos los cambios políticos de calado se han realizado al margen de las instituciones y de los grupos de oposición homologados por el sistema para secundar ordenadamente los recambios. Ni la primavera árabe en el mediterráneo sur, ni el movimiento de los indignados en occidente, ni tan siquiera el fenómeno de wikileaks han sido producidos por la acción premeditada de los agentes tradicionales. Como si la era de las revoluciones de autor que inició la Revolución Francesa de 1789 hubiera agotado su ciclo histórico, el siglo XXI parece presto a inaugurar un episodio de acción transformadora desde abajo, haciendo que el pueblo sin delegación, habitual comparsa en este teatro de operaciones, sea por fin su propio protagonista.

Cabría pensar que en la época de la comunicación global en tiempo real empezara a cuestionarse la necesidad del “modelo representativo” como cemento de la vida político-social realmente existente. Sólo así se explicaría el hecho de que el nuevo escenario haya pillado desprevenido a la izquierda de escalafón, que ha recibido los cambios con una desconfianza preñada de hostilidad, a excepción de aquellos sectores que se reclaman del pensamiento libertario. Quizás porque precisamente son éstos los únicos activistas que esgrimen la acción directa como seña de identidad para superar el elitismo referencial que ha dominado la escena convivencial desde hace más de dos siglos.

La incapacidad de nuestra izquierda unidimensionalmente electoral para metabolizar en positivo las profundas transformaciones habidas en esas sociedades, súbitamente autodeterminadas, ha dado lugar a juicios, opiniones y análisis infaliblemente “autistas”. Sus mentores, dirigentes y portavoces se han manifestado poniendo en duda la calidad transgresora de las millonarias movilizaciones de Egipto y Túnez, lanzando estrambóticas teorías conspiratorias en el caso de las filtraciones de la red de Julián Assange (algunos vieron la mano de la CIA detrás y Wikileaks acaba de dejar en ridículo a la Agencia divulgando 5 millones de correos secretos) y anatemizando como confusamente reaccionaria la justa sublevación de los ciudadanos libios contra el régimen tiránico del coronel Gadafi. Decenios sin la más mínima posibilidad de conquistar el poder motu proprio (salvo renunciando a priori a sus principios programáticos, caso de la transición española), han hecho de la izquierda en presencia una opción autófaga que sólo avanza en el medallero del sistema a medida que se suicida. De ahí que la nomenklatura de los partidos y sindicatos, rutinarios titulares de la reivindicación política en exclusiva, disputen toda virtualidad a esa inmensa revuelta popular que surge de la fraternidad social sin haber pedido su permiso ni admitir que se pongan al frente de la manifestación.

El fenómeno de la desconexión por la izquierda entre estos agentes canonizados para el cambio de rutina y sus bases tiene una evidente trascendencia. Indica la ruptura de un contrato por el que hasta ahora se han tasado las mutuas relaciones entre dirigentes y dirigidos y, al mismo tiempo, demuestra la imposibilidad de reversión hacia los superados modelos de la vieja representación. Se trata de una fórmula agotada o con fecha de caducidad en el calendario, pero también de la irrupción de un nuevo sujeto histórico solidario que, aunque aún en forma de larva, ha venido para quedarse sobre el nicho de su predecesor.

La inteligencia colectiva demostrada por la primavera árabe contrasta con la torpeza y el desvarío con que esas mismas direcciones de izquierda, en cuya internacional descollaban algunos de los dictadores tumbados por la ira popular, ha abordado el problema en el preciso momento en que la emergencia social producida por la brutal embestida del neoliberalismo ofrecía al mejor postor una oportunidad histórica de nominarse como alternativa creíble.

Pero unos y otros, absortos en su propio devocionario, han preferido la inmovilidad bien pagada de ser parte del problema a aventurarse en los inciertos caminos de la solución. Los mandamases de los partidos de izquierda y de los sindicatos de clase no sólo no han apoyado los cambios sociales producidos y la resistencia ciudadana contra los recortes económicos impuestos por los mercados, sino que están resultando elementos clave para la restauración del modelo ampliamente refutado por la población. Practicando la misma política de defensa del statu quo que la derecha ante la que verbalizan oponerse, en el caso de los partidos, y negando el enfrentamiento con el capital que a menudo les subvenciona, en el de las centrales sindicales, estas fuerzas (con sus flaquezas) se han convertido en los últimos baluartes del sistema, importando resignación y derrotismo sobre aquella parte de sus representados rehenes de un concepto de la política como patrimonio exclusivo de una casta.

Y ese hoy por hoy es su último baluarte. El de la obediencia debida que la izquierda de los últimos días aún recibe de una mayoría silenciosa alienada en las añejas y vacías consignas fundacionales, a la que las cúpulas-zombi de esos partidos y sindicatos están convirtiendo en sayones del capital, sin darse cuenta que el canibalismo que han practicado durante años como marca de la casa es ya pura y simple autofagia. El tiempo del engaño fácil, aquel que sellaba adhesiones inquebrantables con infantiles y deformantes juegos de espejos deformados y deformantes (el enemigo de mi enemigo es mi amigo…), a medio camino entre el túnel de la risa y el carnaval de los monstruos, está tocando a su fin. El futuro es una democracia con demócratas, el gobierno del pueblo sin conservantes ni edulcorantes, la acción directa responsable. Lo anunciaba la canción símbolo de la “revolución de los claveles”: Grándola / villa morena / tierra de la fraternidad / en tu ciudad es el pueblo el que manda más / Grándola, villa morena…

Rafael Cid


Fuente: Rafael Cid