Artículo de opinión de Rafael Cid

Tener “espíritu republicano”, pero ser el principal baluarte de una monarquía no elegida. Apellidarse “socialista obrero”, y realizar la política económica que la derecha nunca se hubiera atrevido. Esa es la clave de la hegemonía del PSOE en el poder frente a la derecha de toda la vida. Casi veintidós años en el gobierno le contemplan, el doble de los 11 que ha detentado el conglomerado PP-AP.

Tener “espíritu republicano”, pero ser el principal baluarte de una monarquía no elegida. Apellidarse “socialista obrero”, y realizar la política económica que la derecha nunca se hubiera atrevido. Esa es la clave de la hegemonía del PSOE en el poder frente a la derecha de toda la vida. Casi veintidós años en el gobierno le contemplan, el doble de los 11 que ha detentado el conglomerado PP-AP. Ese es su fuerte, y tildar de hacer el juego a la derecha a cualquiera que ose denunciar tamaña impostura, que es tanto como ir de victoria en victoria hasta la derrota final. Ahí radica la causa de que hayan tenido que pasar 36 años después de aprobar la constitución para que la gente se empiece a darse cuenta del truco de una alternancia placeba derecha-izquierda clonada pro statu quo.

El reciente fallecimiento de Miguel Boyer, el primer ministro de Economía y Hacienda del PSOE, brinda una oportunidad única para describir ese proceso que nos ha transportado de la autarquía franquista al cosmopolitismo mercantil de la Unión Europea con un incremento brutal de las tasas de desigualdad social. Desarrollo, progreso, modernización, europeización, o como queramos etiquetarlo, son términos que en realidad encubren el marketing para ocultar la abusiva concentración de riqueza en manos de una minoría dirigente gracias a la dependencia de una mayoría social. Según Eurostat (2014) España es después de Letonia el país más desigual de la Unión Europea (UE).

¿Cómo se ha operado esta contradictoria cohabitación entre mejora democrática y regresión económico-social? La actualidad nos brinda algunas claves, siempre que no comulguemos con el trampatojos maniqueo de la buena izquierda y la pérfida derecha. Si hay dos factores que están en el origen de la crisis social que padece hoy buena parte de la sociedad española, a buen seguro un observador independiente los focalizaría en la soberbia del poder financiero y en la actividad depredadora del sector inmobiliario. Primos hermanos.

Esos vectores vienen de antiguo. Se activaron en la etapa del superministro Boyer, en el año clave de 1985, disfrutando el PSOE de Felipe González de la mayoría absoluta más amplia que haya tenido nunca ningún partido (202 diputados, 11 millones de votos y un 48,1% de electores), fruto del gran miedo al fascismo provocado por el 23-F de 1981. Recordemos que aquella legislatura comenzó con una medida de gobierno de indudable abolengo socialista: el decreto de expropiación y nacionalización del Grupo Rumasa. Ese golpe de mano fue el oportuno guiñó a la izquierda que permitiría luego el volantazo a la derecha en fervor de multitudes.

El primer acto de esa “conjura de los boyerdos” fue la Ley 2/1985, de 30 de abril, Sobre Medidas de Política Económica. Un decreto urdido por el ministro “terminator” del holding de la abeja, que nacía para “adoptar un conjunto de medidas destinada a estimular el consumo privado y la inversión, a fomentar el empleo y a impulsar el sector de la construcción”, según la exposición de motivos. Retengamos la prosa final: “impulsar el sector de la construcción”. O sea, virar en redondo la nave de la economía productiva hacia el ladrillo. Lo que a medio plazo llevaría añadido inversión a espuertas en infraestructuras y libre acceso a áreas del litoral hasta entonces vírgenes de grúas y cemento.

Pero la disposición incluía una bomba de tiempo de carácter social en su punto 9º, lo que haría que en lo sucesivo la medida pasara a las hemerotecas como “ley Boyer”. Ese artículo disponía la “supresión de la prórroga forzosa en los contratos de arrendamientos urbanos”. Con ello, la flamante izquierda socialista en el poder sentaba las bases para torpedear el precepto constitucional por el que se proclama que “todos los españoles tienen derecho a disponer de una vivienda digna y adecuada” (artículo 47 C.E.). Como afirma Isidro López, del Observatorio Metropolitano, “el decreto Boyer de 1985 supuso una fortísima subida de los alquileres urbanos que expulsó a los inquilinos hacia la propiedad de vivienda y, en última instancia, hacia el endeudamiento masivo y la sumisión a las finanzas”. José Manuel Naredo (La burbuja inmobiliaria-financiera en la coyuntura económica reciente 1985-1995) y José Luis campos Echevarría (La burbuja inmobiliaria española) han analizado en detalle el tsunami social que aquello supuso para las familias españolas más modestas. Entre 2001 y 2005, según datos del ministerio de la Vivienda, en España había 23,2 millones de casas, una por cada dos habitantes. La fiebre del ladrillo estaba servida para gozo de la gran banca que generosamente había financiado a los partidos que consensuaron la democracia sin ruptura.

El malestar ciudadano provocado por el impacto de la “liberación” de los alquileres de rentas bajas entre las clases trabajadoras y jubilados, a pocos meses de la entrada del país en la Unión Europea (sin referéndum), fue anestesiado con una golosina para partidos y sindicatos en forma de participación en la dirección de las cajas de ahorros. La ley 31/85, de 2 de agosto, de Regulación de las Normas Básicas de los Órganos Rectores de las Cajas de Ahorros (LORCA), aunque técnicamente firmada por Carlos Solchaga, fue en realidad el testamento político de Miguel Boyer, que había dejado la cartera apenas un mes antes de su aparición en el BOE. Mediante la “ley democratización de las Cajas de Ahorros” (de nuevo el lenguaje orweliano típico del socialismo neoliberal) se daba entrada en estas entidades financieras semipúblicas a representantes de los partidos políticos, sindicatos y patronal. Una especie de sindicato vertical volvía a escena en la España democrática para amancebar el capitalismo de amiguetes que los innumerables casos de corrupción han ido revelando.

La norma legitimaba la “cuota de representación social” a través de una denominada Comisión de Control que se configuraba “como un auténtico órgano de supervisión de la gestión y administración de la Entidad, vigilando de forma habitual el cumplimiento que realiza el Consejo de Administración de los objetivos y finalidades marcados por la Asamblea General y por la normativa financiera”. Todo ello para, según el texto, “dar un verdadero sentido público al control de las actividades de la Entidad”. A la vista del escándalo de las tarjetas opacas de Cajamadrid-Bankia; las millonarias condonaciones de deuda a partidos y sindicatos realizados por la banca y los créditos sin garantías dados a distintas corporaciones locales y empresas por razones partidistas, queda claro a día de hoy lo que significaba aquella nueva “conspiración de los boyerdos” para modernizar España. Los 65 miembros del Consejo de Administración y de la Comisión de Control de Cajamadrid, “imputados” en el affaire de las “visas B” se gastaron 8.964.200 euros, del total de 15,5 millones objeto de investigación.

Aunque en aquellas fechas aún no lo habíamos visto todo sobre ingeniería política institucional. Luego vendrían otros hechos tremebundos que aún concitarían el silencio, cuando no el aplauso, de la izquierda representativa (política y sindical) porque procedían de “uno de los nuestros”. La quiebra de la primera caja de ahorros sería la de Castilla La Mancha, presidida por el dirigente socialista Juan Pedro Hernández Montó, en 2009; el ex secretario general del PSOE, Joaquín Almunia, oficiaría de embajador de las políticas austericidas de la troika, primero como Comisario de Economía y Moneda de la UE y después como Comisario de Competencia (2004-2010); y finalmente en el 2010 correspondería a Rodríguez Zapatero el dudoso mérito de desmantelar el parque de Cajas de Ahorros existente en España (casi el 45% del sector financiero). Luego el mismo PSOE en el poder cambiaría el artículo 135 de la C.E. para someter la Carta Magna al dictado de los mercados de deuda.

El fetiche de la izquierda institucional ha logrado implantar en estas tres décadas de democracia lo que la derecha nunca hubiera imaginado. Pero genio y figura, la saga prevalece. Miguel Boyer recaló en la vicepresidencia de la aznarista FAES desde 1996 a 2004. Su legatario Carlos Solchaga apadrinó la reconversión industrial que introdujo en España la ruinosa “moda” de las jubilaciones anticipadas y las prejubilaciones, que luego utilizaría a discreción la gran banca para “sanearse”, antes de entrar el de Tafalla en la cúpula del Grupo Prisa. Y Miguel Ángel Fernández Ordoñez (MAFO), el promotor de la ley de “democratización de las cajas” en el 85 como secretario de Estado de Economía con Boyer, superaría por la izquierda a todos sus colegas siendo a la vez uno de los editorialistas de El País que jaleaba el milagro económico del boom de la construcción; el gobernador del Banco de España que no vio venir la crisis recesiva; el mentor intelectual ante Moncloa de la liquidación de las Cajas y el supervisor financiero que desde su sillón en la plaza de Cibeles de Madrid permitió el escándalo de las tarjetas fantasma en Cajamadrid-Bankia para dispendio de la casta.

Buen mirado, Miguel Boyer como punta de lanza de la “modernización económica” del felipismo, fue un precursor del dogma neoliberal que implementaría la “mano invisible” de la socialdemocracia. Después vendrían otros tribunos de la plebe a completar la misión globalizadora. El 12 de noviembre de 1999, Bill Clinton aprobaría la desregulación financiera que persistía desde el crac del 29, incubando así la crisis letal de las subprimes, y casi una década más tarde, en el corazón de la Unión Europea, el canciller Gehard Schöder pondría en marcha la Agenda 2010, teorización que fundamentaría el ataque a las políticas sociales y de derechos laborales que servirían para desmontar con éxito el “Estado de Bienestar” donde Ronald Reagan (1981-1989) y la Margaret Thatcher (1979-1990) habían concitado un alud de indignación ciudadana.

Desde Prisciliano sabemos que la sacralización de las creencias produce monstruos. Imbuidos de la condición de pueblo-partido elegido, las ideologías políticas compiten para alzarse como la única religión verdadera. Sobre la base de un mismo principio de autoridad. Con sus profetas (líderes), doctrina (ideario), liturgia (estatutos), curia (comité ejecutivo), autos de fe (comisión de garantías) y feligreses (los afiliados como clero regular y los simples militantes como clero secular). De esta manera, donde la derecha nos convoca a renovados aquelarres tridentinos, en el envés, la izquierda abraza el neoliberalismo por imperativo legal. En las instituciones, dos cabalgan juntos.

Rafael Cid

 

 

 

 


Fuente: Rafael Cid