Artículo de opinión de Rafael Cid

Ni Los Soprano, Ni Gomorra. Ni siquiera uno de esos thrillers que nos ofrece Netflix para que echemos raíces en nuestro sillón de orejas. Basta con el affaire BBVA-Villarejo para conocer la gravidez de la mierda con toda su pestilencia mafiosa. Mientras la buena gente se esfuerza para llegar a fin de mes, sortear el desempleo inducido por los que mandan, contener el descalabro minutado de las pensiones o acceder a un alquiler que no suponga un testamento vital, los clanes imperantes libran una nueva batalla para repartirse el poder que sufragamos todos.

Ni Los Soprano, Ni Gomorra. Ni siquiera uno de esos thrillers que nos ofrece Netflix para que echemos raíces en nuestro sillón de orejas. Basta con el affaire BBVA-Villarejo para conocer la gravidez de la mierda con toda su pestilencia mafiosa. Mientras la buena gente se esfuerza para llegar a fin de mes, sortear el desempleo inducido por los que mandan, contener el descalabro minutado de las pensiones o acceder a un alquiler que no suponga un testamento vital, los clanes imperantes libran una nueva batalla para repartirse el poder que sufragamos todos. Políticos, financieros y periodistas, los tres clanes de la histórica sarracina en disposición de combate para la embestida final que terminarán pagando los abajo firmantes.

La historia tiene todos los ingredientes de un complot de Estado, por el Estado y para el Estado, que siempre son ellos. El elenco por orden de aparición en escena es este:

-Un gobierno, el de José Luis Rodríguez Zapatero, y un partido, el PSOE, que maniobra para dar un golpe de mano y controlar uno de los principales bancos del país y del mundo, el BBVA presidido por el aznarista Francisco González. Para ello utilizan como “caballeros blancos” a una constructora, la Sacyr de Luis del Rivero, y al mayor competidor financiero de la entidad, el Banco Santander de Emilio Botín. Todo coordinado desde la propia Moncloa por el máximo responsable de su oficina económica Miguel Sebastián, antiguo jefe del gabinete de estudios del BBVA, y la vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega, en la actualidad presidenta del Consejo de Estado por la cuota socialista. Y a cargo de los efectos especiales, con objetivo de maquillar el asalto mafioso ante la opinión pública, medios de comunicación afines. O sea, la opinión publicada, como El País y la cadena SER, y periodistas especializados en información empresarial, de la categoría de un Fernando González Urbaneja, conocido profesional que llevó la sección de economía del diario en sus inicios junto con otros menesteres en el negociado de Los Albertos, Alberto Cortina y Alberto Alcocer, los “oligarcas de la gabardina”.

-Un megabanco, el BBVA, fruto de la absorción a cara de perro del antiguo Banco de Bilbao Vizcaya controlado por la familia Ybarra, de la aristocracia vasca de Neguri, y Argentaria, la banca pública liderada por Francisco González, uno de los brokers preferidos de José María Aznar, junto con Cesar Alierta y Juan Villalonga, para ordeñar las firmas del Ibex 35 a favor de los intereses del Partido Popular. En este emporio de dinero, corrupción y vendettas aterriza en 2004 el hoy famoso ex comisario José Manuel Villarejo y su equipo delictivo habitual. Su misión: abortar el operativo dirigido por los fontaneros de Moncloa y empresarios de cabecera. Con dineros de la dirección del BBVA y medios que solo pueden facilitar mandos de la policía, no simples chupatintas, el agente encubierto habilitado por el ministro Corcuera se puso manos a la obra.

Esta sería una de las síntesis posibles del relato de marras. Pero lo sustancial anida en los deslumbramientos, allí donde la claridad es tan intensa que distorsiona la percepción de las proporciones. De una lado, el quién y cómo hizo posible que se pincharan teléfonos de tantas y tan relevantes personas, y cuál fue la complicidad de las compañías telefónicas en tamaño butrón en las comunicaciones privadas. Porque si eso ocurrió entonces en tal escala, nada nos permite suponer que no se hiciera en más ocasiones con otros o semejantes fines. ¿Existe un Estado panóptico que, a modo de la Stasi del dictador rumano Ceausescu, tiene fichada a media España? En segundo lugar, ¿resulta creíble que los titulares de Interior de la época, Juan Antonio Alonso Y Alfredo Pérez Rubalcaba, ignoraran las criminales andanzas de Villarejo y la movilización de funcionarios y recursos públicos en la trama? ¿Cabe pensar que dentro del gobierno socialista convivían bandos y bandas en conflicto?

No menos grave es otra “anomalía” que registran las polémicas conversaciones ahora filtradas. Es la que se refiere a la señora De la Vega, número dos de Moncloa, prometiendo al emisario de Emilio Botín solucionar el problema de las cesiones de crédito a cambio de su ayuda para la defenestración del presidente del BBVA. ”Trasmítele que ya estamos hablando y que no habrá problemas […] aunque ya sabes cómo son en ese ministerio”, afirma la vicepresidenta a su interlocutor, Ignacio Rupérez, jefe del servicio de estudios del Santander. Dicho y hecho, el Supremo, sentencia 1045/2007, eximía a Botín de ser juzgado por la multimillonaria comercialización de cesiones de crédito, un producto financiero opaco al fisco. Para ello, el Alto Tribunal tuvo que retorcer la legislación vigente, inventando que una persona no puede ser juzgada solo con la acusación popular. Que era el caso, después de que la acusación particular negociara su desistimiento con el imputado y el fiscal hiciera otro tanto siguiendo el criterio político del gobierno. Ahora sabemos que la “doctrina botín” fue un cambalache de gánsteres y bankers y que aquel avasallamiento del derecho patrocinó una confluencia entre el PSOE y el Santander. El último día de su mandato, Rodríguez Zapatero firmó el indulto de Alfredo Sáenz, consejero delegado del Banco Santander, condenado en firme por el Supremo. El gobierno hizo uso del derecho de gracia el 25 de noviembre de 2011, estando ya en funciones. Por cierto, Emilio Botín fallecería súbitamente tres años después, en circunstancias aún poco transparentes.

La revelación del monumental hackeo de Villarejo y su tropa, contragolpe para el que contó con la colaboración tarifada de algunos periodistas influyentes, con toda la carga de profundidad que conlleva, puede no ser más que un señuelo para solapar asuntos más tenebrosos. Y sería el último capítulo de una estrategia para desactivar esas cuestiones que el Estado profundo defiende desde las alcantarillas. Me refiero, entre otras perlas, a esa acusación del ex comisario sobre la existencia de un archivo “con casi un millón de fichas individuales con datos personales y privados de vicios y virtudes de las personas más relevantes de España”, según la denuncia hecha en carta recientemente enviada a Pedro Sánchez. El archivo Jano o CIC (Control Integral Central), en el que existiría un sórdido y oscuro apartado llamado “Control de Togas” dedicado expresamente al mundo judicial. Anteriores exclusivas del “periodismo de investigación” tipo las conversaciones con la querida del rey emérito Juan Carlos I habrían cumplido así el cometido de desacreditar a la fuente al mostrarlas como terreno baldío, dado la inmunidad de la corona. En el espionaje a hombres de negocios y altos cargos pagado por el ex banquero González, desde enero disfrutando de una jubilación de oro, el propósito sería hacerle ver los infinitos riesgos que corre al imitar a Sansón derribando las columnas del Templo.

Todo cabe en ese Triángulo de las Bermudas en que se ha convertido la manoseada transición. Un tinglado que estructura el “atado y bien atado” de la sociedad civil sobre una triple admonición: no políticos decentes, no banqueros honestos, no prensa independiente. Y lo demás vendrá dado. ¡Hay de aquella “correlación de debilidades”!

Rafael Cid


Fuente: Rafael Cid