Artículo de opinión de Tomás Ibáñez

Hace poco más de un siglo, allá por el año 1811 y durante los cinco años posteriores, Inglaterra fue el escenario de una potente revuelta social conocida como la Rebelión de los Luditas —en alusión a su protagonista epónimo Ned Ludd— que destruyó parte de la novedosa maquinaria textil cuya instalación eliminaba puestos de trabajo y condenaba a la miseria parte de la población.

Hace poco más de un siglo, allá por el año 1811 y durante los cinco años posteriores, Inglaterra fue el escenario de una potente revuelta social conocida como la Rebelión de los Luditas —en alusión a su protagonista epónimo Ned Ludd— que destruyó parte de la novedosa maquinaria textil cuya instalación eliminaba puestos de trabajo y condenaba a la miseria parte de la población. Miles de soldados fueron necesarios para aplacar la insurgencia que, lejos de obedecer a motivaciones tecnofóbicas, se enmarcaba en el ámbito laboral y pretendía oponerse a las consecuencias más lesivas de los “progresos” de la explotación capitalista.

Hoy resulta imprescindible “reinventar” ese tipo de revuelta, desplazándola desde el ámbito de las reivindicaciones meramente económicas al ámbito, más directamente político, de las luchas por la libertad y contra el totalitarismo de nuevo cuño que se está instalando desde hace ya algún tiempo, y que encuentra en la presente crisis de la COVID-19 abundante carburante para acelerar su desarrollo.

Desplazarla del ámbito económico no implica desestimar al capitalismo como enemigo principal porque el totalitarismo de nuevo tipo al que hago referencia constituye una pieza absolutamente fundamental de la nueva era capitalista alumbrada por esa enorme innovación tecnológica que fue, y que sigue siendo, la revolución digital.

Al igual que ocurrió con la Rebelión de los Luditas, tampoco esta imprescindible revuelta descansa sobre motivaciones tecnófobas, sino que tiene la reivindicación de libertad y de autonomía como principal acicate, desde la clara conciencia de que, si no conseguimos parar los avances del nuevo totalitarismo, las posibilidades de lucha y de resistencia contra la dominación y la explotación quedarán, o bien anuladas, o bien reducidas a la insignificancia.

 

Resulta superfluo relatar aquí el conjunto de instrumentos y de procedimientos de vigilancia que ya están funcionando a gran escala, o que se están empezando a implementar; la información al respecto es abundante y esta al alcance de todos. También resulta prescindible el relato de las luchas que se desarrollan frente a la expansión y a la generalización del control social. Estas son bien conocidas y van desde las actuaciones de los hackers, hasta los sabotajes de las antenas 5G, pasando por las prácticas de dejar el móvil en casa y de desengancharse de su uso, hasta las actividades más colectivas que consisten en construir redes locales y comunitarias. 

Sin embargo, sí me parece conveniente recalcar la continuidad que subyace en los cambios experimentados por el sistema económico, al menos en occidente, desde que la razón científica fue creando las condiciones para que las técnicas, en manos de productores y de artesanos, se transformasen en tecnologías cuyo uso sobrepasaba el tamaño y las capacidades de las entidades locales y se integraba tanto en el sistema productivo a mayor escala como en las estructuras de poder estatales.

Es esa estrecha vinculación entre razón científica, tecnologías y estructuras de poder, económicas y políticas la que corre a través de toda la historia de la Modernidad y del capitalismo y la que da cuenta de esa Hipermodernidad donde la revolución digital fortalece la vinculación entre las tres entidades que he mencionado. Eso impulsa una transformación del capitalismo, convertido ahora en un capitalismo digital y en un capitalismo de la vigilancia, que avanza hacia un totalitarismo de nuevo tipo en la esfera política. A diferencia de anteriores regímenes totalitarios son los propios sujetos quienes proporcionan constantemente, mediante todos y cada uno de sus comportamientos, los elementos que posibilitan su sujeción integral. Es su propia vida la que nutre los dispositivos de control y de normalización en un entorno sin exterioridad que no tiene la represión sino la incitación como primera herramienta.

La COVID-19 ha venido a dar alas al desarrollo de sofisticadas medidas de control social gracias a la demanda de bioseguridad suscitada por el temor de la población ante los riesgos biológicos. Lo ocurrido desde la declaración de pandemia y posterior decreto de excepción, concretado en el Estado español en la fórmula de estado de alarma, deja pocas dudas a que buena parte de las personas no solo no se opondrían, sino que aceptarían de buen grado ser vigiladas y someterse voluntariamente al imperativo de autovigilarse para prevenir la enfermedad.

Este coronavirus anticipa, asimismo, la más que probable sucesión de nuevas pandemias de parecido o mayor peligro. Sin duda, el riesgo biológico forma parte de la propia condición humana, aunque su probabilidad de acontecer y sus consecuencias se ven favorecidas por las actuales condiciones de vida. Enormes aglomeraciones humanas hacinadas en ciudades gigantescas, una globalización que propicia constantes y veloces intercambios mercantiles a nivel planetario, medios de transporte que favorecen incesantes flujos poblacionales, reducción de las inversiones en los servicios sanitarios públicos y, por supuesto, degradación medioambiental.

Vale la pena subrayar que el último de los factores que he citado es tan solo uno más y, probablemente, no el más importante entre los que favorecen las pandemias. Eso no quiere decir que no haya que luchar contra los riesgos medioambientales, pero la excesiva focalización sobre ellos puede contribuir a enmascarar la mayor y más inmediata amenaza ligada al riesgo biológico, y desviar la atención de los avances del neo-totalitarismo obviando que, si no logramos parar la amenaza totalitaria que toma impulso en las amenazas biológicas, ni siquiera podremos seguir luchando contra la degradación del planeta.

Han transcurrido ya unos cuarenta años desde que Michel Foucault avanzó el concepto de biopoder para caracterizar la nueva modalidad de gubernamentalidad articulada por el neoliberalismo, y parece que la gestión de la vida, la bioseguridad, y el control de las poblaciones a los que entonces se refirió han pasado a ocupar un lugar preferente en la agenda del capitalismo digital propio de nuestra Hipermodernidad.

El nuevo totalitarismo tiene a su disposición todo el arsenal de control social proporcionado por la tecnología digital, a la vez que esa misma tecnología le abre el inmenso campo de la ingeniería genética. Si relacionamos riesgos biológicos, biopoder, capitalismo digital, biotecnologías y neo-totalitarismo resulta fácil intuir que uno de los efectos de las pandemias consistirá en predisponer las poblaciones a aceptar, más pronto que tarde, la intervención biogenética para hacernos “resistentes” a los coronavirus y otras plagas víricas. Eso no ocurrirá mañana, claro, sino en un lejano futuro distópico donde el transhumanismo posibilitará la modificación “racional” de la especie humana. He dicho “lejano”, sin embargo, al ritmo al cual van las cosas, ese futuro quizás no se haga esperar si no conseguimos torcer el rumbo.

Por suerte, la larga historia de la humanidad nos enseña que siempre han permanecido bolsas de resistencia y energías insumisas que han sabido promover prácticas de libertad hasta en las situaciones mas inhóspitas. Son esas prácticas y las luchas que alientan las que permiten albergar cierto optimismo… a pesar de todo.

Tomás Ibáñez

 


Fuente: Tomás Ibáñez