Artíulo de opinión de Rafael Cid publicado en el número de primavera de la revista Al Margen

Los amigos del Ateneo Al Margen, que tanto y bien hacen por la cultura libertaria con simpar tenacidad y enorme mérito, me piden un texto para el número de primavera de su revista bajo la rúbrica Distopía para un mundo imperfecto. Y la sugerencia me llega con una nota justificativa conteniendo como nexo argumental sendas ideas de las que modestamente me permito discrepar y sobre las que basaré mi aportación. La primera afecta a la Revolución Industrial como el momento en que se torció el curso positivo de la historia, presuponiendo que hasta entonces hubo un tiempo mejor.

Los amigos del Ateneo Al Margen, que tanto y bien hacen por la cultura libertaria con simpar tenacidad y enorme mérito, me piden un texto para el número de primavera de su revista bajo la rúbrica Distopía para un mundo imperfecto. Y la sugerencia me llega con una nota justificativa conteniendo como nexo argumental sendas ideas de las que modestamente me permito discrepar y sobre las que basaré mi aportación. La primera afecta a la Revolución Industrial como el momento en que se torció el curso positivo de la historia, presuponiendo que hasta entonces hubo un tiempo mejor. La segunda y concluyente estimula como manifiesto de supervivencia a <<seguir caminando hacia esas utopías siempre necesarias como referentes de nuestros actos>>. Creo, por el contrario, que por esa savia-vaivén, utopías-distopía, arbitrariamente conjugadas y amalgamadas, circula buena parte de cierto esquema maniqueo construido sobre el desideratum y la mitología escatológica. Desde esa perspectiva incurriríamos en el vicio clásico de la posición del observador que modifica el objeto observado. Principios de máximos, prejuicios proyectados como certezas que a menudo sofocan el anarquismo experimentado, que no es sino una teoría de la Justicia en plenitud de Libertad, no una <<ciencia subversiva>> como anunciaba una promo de RNtv con inmerecida fe de carbonero. Me explico.

Revolución y Utopía son dos conceptos abracadabrantes. Alfa y omega de un mismo sistema alternativo. El universo del Todo ya, aquí y ahora. El non plus ultra vital. Continente contenido. Significante significado. Y, en consecuencia, el eterno yunque de nuestra frustración. Ese ámbito cognitivo en el que el engreído Aquiles jamás es superado por la esforzada tortuga. Pero la condición Sísifo en sí misma no es algo rechazable, al contrario, implica voluntad de esperanza legada generacionalmente. El problema nace cuando Revolución y Utopía se convierten en consignas que envenenan nuestros sueños. Sueños de la razón que, como muestran los famosos grabados de Goya, tienen carácter dual. En cuanto fantasía abandonada a la razón, produce monstruos imposibles; unida a ella es madre de las artes y origen de las maravillas (copio la cita que explica las pinturas negras en el Museo del Prado).

Desde que Platón escribiera la que se ha considerado la primera utopía política, La República, (en realidad distópica y despótica porque sacrificaba la libertad personal al igualitarismo uniformador), el género ha contado con ilustres propagandistas. Todos aquellos pensadores que de una u otra manera consideraron ilimitadas las capacidades de la razón, práctica o teórica, contribuyeron a enmarcarla dentro de lo posible en diferido. Por hablar solo de los tiempos modernos, René Descartes con su <<pienso, luego existo>>; Carlos Marx cuando sostiene que <<la humanidad solo se propone objetivos que puede alcanzar>>, en colisión con lo afirmado antes por su amigo y benefactor Friedrich Engels, quien en su libro Anti-Dühring había distinguido entre un socialismo utópico, disfuncional, y un socialismo científico, de probidad asegurada; incluso Max Weber se aproximó al secreto de la esfinge al declarar: <<el hombre no hubiera alcanzado lo posible a menos que, una y otra vez, no hubiera intentado lo imposible>>. Bien es cierto que en el caso del padre de la sociología comprensiva su acercamiento a la problemática utópica en la escena de lo social se construye distinguiendo entre acciones guiadas por la <<ética de la convicción>> y acciones encomendadas a la <<ética de la responsabilidad>>. Pero todos ellos tenían en común, de entrada, considerar la utopía un vástago del progreso y, en segundo término, al plantear la condición del hombre como ser social, que lo racional domina a lo emocional. Seguramente porque en mayor medida eran tributarios del Hegel de <<lo real es racional y lo racional real>> (Filosofía de la historia). Un silogismo que cobijó tanto al utopismo de izquierda (comunismo) como al utopismo de derecha (fascismo). Dos totalitarismos uncidos al Estado como supremo regulador para asaltar los cielos. Otro cantar es Hebert Marcuse y su ensayo El final de la utopía. Aquí por primera vez se liga la utopía y la emancipación al terreno de lo fáctico y realizable gracias al favorable grado de desarrollo económico. Dotando al pensamiento utópico hasta entonces dominante de aliento antiautoritario, el filósofo alemán señala que <<con las fuerzas productivas técnicamente disponibles, ya hoy es posible la eliminación material e intelectual del hambre y de la miseria>>.

La evidencia constada por Marcuse nos devuelve a un evento crucial: la utopía como prosperidad. En ese sentido, sería consecuentemente la Revolución Industrial, con sus avances en todos los ámbitos del conocimiento, la fuente de donde manaría la concreción de la utopía. La encrucijada precisa en que, debido a los avances instrumentales técnico-científicos, la humanidad empieza a abandonar la larga noche de las necesidades fundamentales insatisfechas por la dramática escasez de recursos. Cierto es que al mismo tiempo en que se inaugura una nueva etapa de abundancia material que lleva hasta la sociedad del bienestar que hoy declina, son muchos los millones de personas que se quedan al margen del nuevo orden de presunta igualdad de oportunidades. Que el capitalismo, con su axioma del beneficio caiga quien caiga, se haya instalado como sistema hegemónico, con su correlato de grandes desigualdades y lacerantes injusticias, no significa que a nivel macro no se hayan dado cambios favorables para una inmensa minoría donde antes reinaba la indigencia general. Es lo que Marcuse refleja en su trabajo y las estadísticas corroboran. Por ceñirlo solo a ámbitos que tienen que ver con la <<calidad de vida>>, con datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y el Banco Mundial (BM), registramos: que la esperanza de vida se ha duplicado en un siglo (en 1909 el promedio era de 38,8 años en los hombres y de 43,6 años en las mujeres, y en 2009 de 78,4 años en los hombres y de 84,5 años en las mujeres); la pobreza extrema ha fluctuado del 64 % de la población mundial en 1960 al 10% en 2012; y la mortalidad infantil ha dado un vuelco desde 1960, cuando de cada cinco niños uno moría antes de cumplir cinco años hasta la actualidad en que sobreviven 19 de cada 20. Ejemplos exportables a temas como acceso el a fuentes de agua protegidas de la contaminación; escolarización; médicos por habitante; analfabetismo; etc. Pero ni de lejos estamos en el mejor de los mundos posibles, mientras continúan las guerras, el hambre y el 11% de la población sobrevive con menos de 2 dólares al día frente a una élite depredadora que atesora la mayor parte de la riqueza planetaria.

Lógicamente la percepción de Marcuse, esa posibilidad de realizar la utopía con un excedente de medios que son enajenados a una parte significativa de la sociedad por la dominación política, supone una llamada a la rebelión que nada ni nadie puede paliar. Porque llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones que crece a cada instante. Ese es el factor humano que los anarquistas y todas las personas de bien deben comprometerse a preservar. Un imperativo categórico y solidario que debe guiar una vida plena. Extensible a lo que Hans Jonás definió como <<el principio de responsabilidad>>: obrar de tal manera que los efectos de nuestra acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica sobre la tierra. En este dilema es donde aparecen como vasos comunicantes la utopía y la distopia (utopía en negativo), está reprobada desde las tribunas contestatarias con luces de neón, y aquella tan idealizada que se conserva en tetrabrik al alcance de todas las mitologías revolucionarias. Porque la necesidad de la utopía y la exigencia de la revolución, más allá de la apariencia, forman un conjunto disjunto espoleado por la inmediatez. La utopía en cuanto afán de mejora civilizatoria adquiere una dimensión errática al uncirse a un revolucionarismo que dicta la transformación total a través de un solo acto de fuerza. Una especie de ¡hágase la luz! creacionista característico del pensamiento mágico. Una llamarada de sesgo milenarista capaz de voltear 360 grados el orden imperante sin volver donde solía. Mutación que presupondría una madurez individual y colectiva del motor del cambio, y que por ser ajena a la maceración de la experiencia que precisa el metabolismo de la conciencia, suele instar la necesidad de un agente o estructura mediadora como ejecutor representante. Extrapolación que en última instancia anula las virtudes que acompañan idealmente al gradiente utópico y al proceso revolucionario. Que la naturaleza no procede a saltos (Natura non facit saltus), es una verdad convenida desde Aristóteles a Linneo. Quizás por una impropia asimilación de lo que significa el término revolución en el campo político. Concepto este que tiene su razón de ser genealógico en el terreno de la ciencia, donde nació, como recuerda Hannah Arendt, <<gracias a la obra de Copérnico De revolutionibus orbium coelestium (Sobre la revolución). De esa misma saga surgirían expresiones como la Revolución Industrial para catalogar un cambio epocal.

Llegados a este punto en que parece que ni contigo ni sin ti tienen nuestros males remedio, la cuestión a plantear sería: ¿qué pintamos nosotros en este enredo? Y la respuesta más directa se resume en ser proactivos en la polinización libertaria y la centrifugación del compromiso ético. ¿Qué cómo se come eso? Sin atragantarnos. Asumiendo que la experiencia no se delega porque deja de ser existencia propia. Que la utopía en distopía es posible y necesaria pero que no nace de la nada, por un acto de fe revolucionaria. Que muchas veces la evolución sin prisa pero sin pausa da mejores frutos y más duraderos que los saltos en el vacío, porque entraña arraigo (entra en el terreno de la superstición esa pretensión de un <<hombre nuevo>> que liquidaría de un plumazo siglos de tradiciones, hábitos, creencias, mitos y prejuicios desde la noche de los tiempos). Que en tanto seres racionales y afectivos, contamos con más capacidades para favorecer la empatía y la solidaridad que los limitados recursos que ofrece la política cortoplacista e institucional del aquí te pillo aquí te mano. Que como decía Proudhon no hay que confundir ser revolucionarios con ser atropelladores. Y, aprovechando que estamos en el centenario de Kropotkin, que el apoyo mutuo es un factor de la evolución humana. Uno, pero no el único. Que junto a la veta cooperativa también existe la competitiva que manejó Hobbes para cimentar el contrato social del Estado Leviatán.

(Nota. Este artículo se ha publicado en el número de primavera de la revista Al Margen).

 


Fuente: Rafael Cid