Artículo de opinión de Rafael Cid

La férrea centralización de las partículas atómicas que integran el Régimen del 78 resulta condición sine qua nom para la supervivencia del sistema. Su centrifugación autónoma, por el contrario, representa un signo de decadencia e incluso de ocaso senil. Por eso el procés supone una amenaza para el atado y bien atado que escenificó la Transición y luego legitimó la vigente Constitución. Un modelo trasteado de aquella manera por el duopolio dinástico hegemónico PP-PSOE, éste como poli bueno y aquél como poli malo, según y cómo.

La férrea centralización de las partículas atómicas que integran el Régimen del 78 resulta condición sine qua nom para la supervivencia del sistema. Su centrifugación autónoma, por el contrario, representa un signo de decadencia e incluso de ocaso senil. Por eso el procés supone una amenaza para el atado y bien atado que escenificó la Transición y luego legitimó la vigente Constitución. Un modelo trasteado de aquella manera por el duopolio dinástico hegemónico PP-PSOE, éste como poli bueno y aquél como poli malo, según y cómo.

Esto supone que cuando uno de los dos pilares en que se sustenta el tinglado da muestras de obsolescencia por fatiga de materiales, se haga preciso buscarle un sustituto antes que su cochambre vaya a mayores y termine demoliendo todo el edificio. En este sentido, he escrito en otro sitio que la irrupción de Ciudadanos en el circuito político podía visionarse como una tercera “operación reformista”. Enredo que, como sus antecesores del PDR con Miguel Roca y Antonio Garrigues en 1984 y el más reciente de UPyD con Rosa Diez, funcionó desde la periferia al centro geográfico. También que en su afán por copar la centralidad del tablero electoral la gente de Albert Rivera entraría en competencia con el PP de Mariano Rajoy y en menor medida con el PSOE de Pedro Sánchez.

Pero ese análisis pecaba de simpleza y falta de perspectiva. En realidad dejaba fuera lo principal de la trama activada por la Marca España para preservar sus intereses a futuros. Porque Ciudadanos no ha sido catapultado a la pista de baile para ser el tercero en discordia, sino con el objetivo de suplantar con mejora a la tóxica derecha oficial. Sin el estigma de corrupción que asola a Génova 13 y sin el lastre de aquellos antecedentes postfranquistas que impiden a los populares homologarse como una derecha civilizada. En realidad, los del maillot naranja vienen a quedarse con el cetro conservador en todo y por todo.

Los poderes fácticos han dado por casi amortizadas a las huestes del PP tras su espléndido fracaso en “el desafío catalán”. Un partido en el gobierno que queda relegado a la marginalidad en la comunidad donde debe hacer sentir toda la autoridad del Estado no es alguien a quien se pueda confiar la defensa de la unidad nacional, única e indivisible. Y sí lo es, por el contrario, una formación joven y sin pasado comprometedor que ha sido la primera en confrontar sin complejos al independentismo. Es la operación recambio, aunque no está claro que sea a la vez una operación reformista. De hecho Ciudadanos salta a la fama para reivindicar por todo lo alto el statu quo, o sea, para presentarse como el supremo garante de la recentralización.

Algo que no es baladí en un partido que apenas tiene estructura a nivel del Estado y que carece de experiencia de gobierno. Por eso, los medios de comunicación se han lanzado a recrear las condiciones objetivas para que el trasvase sea posible con el resultado de urdir un nuevo bipartidismo que neutralice las turbulencias desatadas por la crisis económica en amplios sectores de la sociedad española. Proyecto que requiere, por una parte, implosionar al Partido Popular en favor del Ciudadanos, como en su día ocurrió con UCD para dar paso al combinado PP-PSOE, y, por otro, desestabilizar a Unidos Podemos (U-P) a fin de mermar su identidad en favor del partido socialista.

De esta manera, la carambola dejaría un elenco de nueva planta formado por Ciudadanos en el centro derecha y un atribulado PSOE en el centro izquierda, dejando a los restos del PP y U-P en la cuota de los extremismos execrables. Y a eso es a lo que se está dedicando con especial beligerancia el diario El País mediante exhaustivas encuestas que demostrarían el inexorable declive del tándem Rajoy-Iglesias. De esta forma, pastor y rebaño caminarían a la par de lo que hoy dicen los sondeos que sitúan a ambos líderes como los de menor confianza entre los votantes. Porque si, como pronostican esos informes de Metroscopia, ni sus propios afiliados confían en la casa y las respectivas militancias están mayoritariamente dispuestas a fichar por sus directos competidores, apaga y vámonos.

Sin embargo una cosa es el mapa y otra el territorio. Además, la opinión publicada no siempre logra suplantar a la opinión pública, ni la demoscopia a la democracia. Aunque no deja de sorprender que sean políticos como Rivera y Arrimadas, que nunca refrendaron la constitución (por mera razón de edad, como la mayor parte del cuerpo electoral), los nuevos cruzados ungidos para mantener las esencias patrias. Quizás sea debido a que los heterónimos de Rajoy y Sáenz de Santamaría ya bregan como copríncipes del reino virtual de Tabarnia. Con ello la Segunda Transición, como modelo continuista, seguiría los pasos de la Primera Transición, conjurando la sedicente ruptura democrática que, aún a tontas y a locas, entraña el avispero catalán.

Llegados a este punto, cabría inquirir sobre qué extraño virus político-social impide que en la España de la crisis confluya una alternativa al gobierno del Partido Popular (PP) similar a la impulsada por el electorado portugués, donde funciona un ejecutivo progresista que está logrando cauterizar los efectos más perniciosos de la austeridad impuesta por la Troika tras el rescate financiero de su economía. Y la respuesta no queda lejos de la distinta manera en que en uno y otro país se concretó la transición de la dictadura a la democracia. Nuestros vecinos, mediante un proceso de segregación radical respecto al anterior régimen con notable participación de la izquierda allí representada por el Partido Socialista de Mario Soares y el Partido Comunista de Álvaro Cunhal. Mientras, aquí, por el contrario, sus homólogos fueron decisivos para urdir un consenso continuista sobre la base de la restauración de la monarquía prevista por la franquista Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado de 1947, coronada luego en la figura del Rey Juan Carlos I, a la sazón designado por Franco como Jefe bicéfalo del Estado y de las Fuerzas Armadas.

De ahí la lealtad inquebrantable a ese compromiso fundacional del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) que prueban y documentan tantos hechos y disposiciones diseñados para la perpetuación a divinis del Régimen del 78. Como la reforma exprés y endógena del artículo 135 de la Constitución que blindaba el pago de la deuda generada por el fiasco bancario; el sostenido apoyo de la “santísima trinidad “ formada por PP, PSOE y Ciudadanos a la aplicación del “estado de excepción“ en Catalunya que en práctica supone la activación del 155; o el reciente acuerdo del secretario general socialista, Pedro Sánchez, con Albert Rivera para competir la investidura presidencial del candidato del PP Mariano Rajoy, despreciando forzar una amplia coalición pro cambio con Podemos, Izquierda Unida, ERC y otras formaciones furtivas.

Esta es la razón de fondo por la que el ocaso del PP no supondrá el fin del bipartidismo dinástico hegemónico. Simplemente mutará, dando entrada en el turnismo sistémico a la nueva derecha que lidera el ciudadano Albert Rivera. Un espécimen orgullosamente centralista igualmente adicto al legado del atado y bien atado ahora renovado en la corte de Felipe VI, cuyo predecesor en el cargo disfruta de la pensión no contributiva más generosa que nunca cupo en su reino.

(Nota. Este texto se basa en lo sustancial en un artículo publicado en el Blog de El Salto)

 Rafael Cid


Fuente: Rafael Cid