Es evidente el apego al sillón del poder que nuestros representantes políticos nos demuestran diariamente. Tal y como dijo uno de ellos hace pocos días –se vino arriba ante una decisión judicial, evidentemente favorable- se reconocen, los políticos, como perfectos, correctos e incorruptibles, por lo tanto insustituibles, claro. No se van, ni son sustituidos. Tal y como ha quedado demostrado con las decisiones que el poder judicial ha tomado durante estos años, obligándonos a asumir como legales: el cohecho, la prevaricación, las continuas imputaciones, la corrupción y las acusaciones del “y tú más”. En definitiva, de la apropiación de lo público y su desmantelamiento, mediante el lucro de lo privado. Para echarse a llorar.

Tras la muerte del dictador, las elites que dominaban el país –oligarquía financiera, ejército e iglesia- consensuaron, arropados por la inexistencia de una izquierda crítica y con poder suficiente para entorpecerlos, que el modelo de gobierno sería representativo.

Tras la muerte del dictador, las elites que dominaban el país –oligarquía financiera, ejército e iglesia- consensuaron, arropados por la inexistencia de una izquierda crítica y con poder suficiente para entorpecerlos, que el modelo de gobierno sería representativo. Sucintamente, su funcionamiento consiste en que el titular del poder político (el pueblo soberano), no lo ejerce por sí mismo, sino por medio de representantes, que son los que desempeñan las funciones de la soberanía ejerciendo los distintos poderes del estado: formular las normas jurídicas (poder legislativo), hacerlas cumplir a través de la actuación política gubernamental (poder ejecutivo) y resolver jurídicamente los conflictos que se planteen (poder judicial).

La característica fundamental de esta forma de gobierno es la independencia entre el ejercicio de estos poderes, así como la transparencia a título individual de cada uno de ellos. Asunto del que se ocupó sobradamente Montesquieu en su obra Del Espíritu de las Leyes, afirmando que la única vía posible hacia la libertad no es posible si el poder judicial no está separado del legislativo ni del ejecutivo, “si va unido al poder legislativo, el poder sobre la vida y la libertad de los ciudadanos será arbitrario, pues el juez sería al mismo tiempo legislador. Si va unido al poder ejecutivo, el juez podría tener la fuerza de un opresor”. Una afirmación que ha cobrado actualidad en la coyuntura política de este país, donde nos encontramos con una democracia representativa deficitaria respecto a la intervención de los ciudadanos en los asuntos públicos. Deficitaria, puesto que la arena de participación del pueblo soberano se encuentra en el Parlamento, cuyo debilitamiento es patente. A los que se autodenomina nuestros representantes, se les ha olvidado que el parlamento se formó con la excusa de dotarlo de una dimensión fuertemente simbólica. Sobre todo en situaciones de amenaza autoritaria, como se demuestra actualmente –antes lo hicieron los anteriores presidentes del gobierno, con la guerra de Irak o la ausencia de crisis- con la negativa inicial y luego con su comparecencia a regañadientes del jefe del ejecutivo en el parlamento, para explicarnos el caso Bárcenas. Este debilitamiento ya lo predijo J.J. Rousseau, advirtiendo que “desde el instante en que el servicio público deja de ser el principal interés de los ciudadanos y que prefieren servir con su propia bolsa antes que con su persona el Estado se encuentra cerca ya de su ruina”.

Hemos hablado de que la independencia es indispensable para la buena labor de cada uno de los poderes que fundamentan el estado representativo. Pero, no cabe duda que donde más tiene que resaltar esta característica es en el poder judicial. Ha sido la experiencia la que ha ido delimitando las características que tiene que revestir el juez: no debe estar ligado a ningún poder religioso o político, debe juzgar con arreglo a las leyes, debe ser independiente y tiene que tener protegida esa independencia. Solo la independencia de juez frente a otros poderes garantizará que se cumpla la voluntad de la ley, y no la voluntad de esos poderes. Pero, esta situación se ha desbordado como consecuencia a la injerencia indebida de los poderes ejecutivo y legislativo en los procesos de selección de magistrados y magistradas de cortes supremas, que en muchos casos son elegidos priorizando su cercanía personal o política al gobierno de turno, antes que su idoneidad para el cargo. El artículo 127.1 de la constitución ordena, para salvaguardar la independencia del poder judicial, que los jueces y magistrados, así como los fiscales, mientras se hallen en activo, no podrán desempeñar otros cargos públicos, ni pertenecer a partidos políticos o sindicatos. Por cierto, un magistrado del Tribunal Constitucional ha sido asesor del PP, además de afiliado; sé que no es delito, pero implica parcialidad de decisión e inclinación política.

Otro tanto pasa con el Ministerio Fiscal, ya que su actuación neutral se ha visto en entredicho con las resoluciones que han asomado durante estos días por no ver indicios de corrupción tanto en el ámbito nacional, con el ejemplo del caso Nóos, como en la esfera autonómica, caso CAN en Navarra. La tarea encomendada al Ministerio Fiscal no es otra que la de promover la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley, fundamentalmente ejerciendo la acusación en el proceso penal. Se le exige imparcialidad, pues no es parte de nadie en el proceso, ya que lo único que tiene que hacer es llevar a cabo la defensa imparcial de la legalidad y el interés general. Es evidente, que aunque su dictado se pueda ajustar a la legalidad, a nadie se le escapa la facilidad con que han actuado los imputados en los casos mencionados para lucrarse. Como dice una buena amiga, “es como los casos de doping en el ciclismo, si les pillan les quitan todo; al fin y al cabo, han hecho trampa para ganar”.

Vemos que todos los poderes están conjuntados, si se quiere en su independencia, pero todos están estructurados para funcionar unos en auxilio de los otros. El caso Bárcenas nos ofrece un ejemplo perfecto. Unido a la trama Gürtel, abre un catálogo de corrupción generalizada digno del mejor de los escenarios. La Ley Orgánica de Financiación de los Partidos Políticos (1987), limita las aportaciones privadas al fijar un máximo a la cuantía que una misma persona física o jurídica puede aportar, prohibiendo, además, aportaciones anónimas que sobrepasen un 5% de la cantidad asignada en los Presupuestos Generales del Estado para la subvención de los partidos. Los papeles del extesorero del PP, a expensas de lo que declaren los tribunales, apuntan a una financiación ilegal del partido. Veremos el veredicto judicial, aunque visto lo visto…todos se respaldan, implicando a políticos, magistrados e instituciones.

Asistimos a una constante deslegitimación del sistema representativo. Un representante tiene que ser responsable de sus acciones ante los que representa. Esa es la premisa principal. Así pues, la representación implica la idea de responsabilidad u obligación de rendir cuenta. Y el lugar indicado para ello, no es otro que el parlamento, en el caso de nuestros políticos. Un parlamento, al que se le nota angustiosamente que es una institución que no dirige los mimbres de este país, sino que es una adopción camaleónica para legitimar el abuso y la corrupción de muchos de sus ocupantes. No se puede pasar por alto, la dilatada historia de la cámara alta, puesto que a veces, en otros sitios –aquí existía esa posibilidad en otras Constituciones- dispone de una importante función jurisdiccional, casi siempre accionada en los procedimientos de exigencia de responsabilidad penal de los miembros del ejecutivo. Como el proceso de incapacitación –impeachment- que llevó Nixon, en 1974, a un juicio donde los colaboradores del presidente fueron condenados por conspiración al obstruir el curso de la Justicia, obstrucción a la Justicia y perjurio –Watergate- o el caso de perjurio de Clinton en el caso Lewinsky.

La aparición del mesías político del PP en el Parlamento, tiene que ser el impeachment de Rajoy, y por lo tanto, del sistema. O eso, o nos adentraremos en las tinieblas del mayor escándalo de corrupción estatal, con las indeseables consecuencias que estamos sufriendo en la actualidad por la privatización de lo público y de la representación. Es difícil pensar en la decencia política de nuestros representantes, pero siempre queda algo de esperanza.

Julián Zubieta Martinez


Fuente: Julián Zubieta Martinez