Artículo de opinión de Rafael Cid.

Otra vez el esperpento. Celtiberia show a toque de corneta. La trifulca sobre la exhumación de la momia de Franco ha vuelto a colocar la cosa militar en la agenda social ante la indiferencia de la sociedad civil. Sea por las embestidas de los franquistas recalcitrantes o por las buenas intenciones de algunos antifranquistas sobrevenidos, la ciudadanía anda nuevamente sometida a su juego de patriotas. Porque cuando se elevan banderas al viento el pensamiento se bate en retirada.

Otra vez el esperpento. Celtiberia show a toque de corneta. La trifulca sobre la exhumación de la momia de Franco ha vuelto a colocar la cosa militar en la agenda social ante la indiferencia de la sociedad civil. Sea por las embestidas de los franquistas recalcitrantes o por las buenas intenciones de algunos antifranquistas sobrevenidos, la ciudadanía anda nuevamente sometida a su juego de patriotas. Porque cuando se elevan banderas al viento el pensamiento se bate en retirada.

Si al cumplirse el cuarenta aniversario de la Constitución aún persisten en el Ejército defensores a ultranza de aquel “Caudillo por la gracia de Dios”, lo que se demuestra es la supina insolvencia de los gobiernos habidos desde la Transición para garantizar la soberanía del pueblo sin tutelas cuarteleras. Reducidos a la condición de electores y contribuyentes, nuestra paupérrima autoestima como titulares de la democracia permite el vaivén protagonista de la casta militar más allá de su estricto cometido oficial. Otra “injerencia humanitaria” del atado y bien atado. Y ello mientras las cunetas siguen siendo los osarios de los asesinados durante la larga  dictadura y las sentencias de sus tribunales de excepción han sido casadas en el actual corpus jurídico (82.000 procesos y más de 3.000 ejecuciones).

Varias personas, unas que por edad no vivieron el franquismo y otras que incluso sufrieron su saña, me han hecho llegar un “pásalo” con la carta de un capitán de la Armada retirado contra el manifiesto de antiguos mandos militares exaltando la figura de Franco, bando que lleva 700 adhesiones. En ambos casos, la intención que guiaba a mis amigos era la misma: celebrar el coraje cívico del protestante, Arturo Maira, que así se llama el osado ex marino que ha cantado las cuarenta a sus nostálgicos y facciosos colegas a través de un comunicado con 30 firmas más. Y confieso mi sorpresa cuando leo que el elogiado texto de repulsa basa su crítica en que como “somos funcionarios servidores del Estado”  los militares deben fidelidad al poder y no interferir en política.

Pues bien, ese es precisamente el problema. El de “la obediencia debida”, que cada bando utiliza a su conveniencia, pero que en sustancia les identifica como rectas paralelas que se juntan en el infinito. El “prieta las filas” de los cerriles franquistas porque indica una unidad de destino en la barbarie. Y el “no pasarán” de los nuevos demócratas porque oculta el origen espurio de su meritoria rectificación. De hecho, unos y otros son en la actualidad militares en la reserva, sin mando ni destino, clases pasivas, aunque ambos acataron la legalidad  vigente en la dictadura. La oveja negra es un modesto cabo, uno de los pocos militares en activo que ha hecho uso de su libertad de expresión para defender la democracia y la constitución con todas las consecuencias. Por eso mismo será el que más tiene que perder.

Aquí también ha funcionado la amnesia que fecundó el consenso para pasar de la dictadura a la democracia. Pero sería un error, que dejaría aún más postrada a la asténica sociedad civil, si no recordáramos cómo paso. Enterraríamos a los que verdaderamente lucharon contra los fascistas en tiempo y forma, y encumbraríamos al podio de la excelencia a los que, a toro pasado, se proclaman demócratas de toda la vida. El paradigma de esta posición podría ser el último JEMAD Julio Rodríguez, hoy dirigente de Podemos y promotor del contramanifiesto antifranquista desde el Foro Milicia y Democracia. Rodríguez se graduó como teniente del Ejército en la Academia General del Aire en 1969. El mismo año en que Franco decretó en toda España el primer estado de excepción desde el final de la guerra; fue asesinado despeñándole por una ventana el universitario Enrique Ruano; y terminaba la “guerra secreta” de Ifni entregando territorio y habitantes a Marruecos. Nada de esto perturbó su ascenso a la cúpula del Ejército. Haciendo méritos para progresar en el escalafón Rodríguez, tuvo que contemporizar con el garrote vil a Puig Antich en 1974; el aún oscuro golpe militar del 23-F en 1982;  los fusilamientos de Hoyos de Manzanares en 1975; y la desarticulación de la UMD en 1977. Aparte de cohabitar con la actividad del funesto Tribunal de Orden Público (TOP), que solo entre 1975, 1976 y 1977 tramitó 13.010 procedimientos, el 60% del total desde su creación en 1963, el mismo año también de los fusilamientos del comunista Julián Grimau y los anarquistas Joaquín Delgado y Francisco Granado.

Pongamos las cosas en sus justas dimensiones por respeto a quienes no se pusieron de perfil ante el fascismo. Los hombres y mujeres que defendieron la democracia cuando significaba arriesgar algo más que el pellejo jamás fueron servidores de aquel Estado criminal. Otra cosa distinta es lo del espíritu militar y sus patriotas de ida y vuelta. Esa condición al servicio del Estado de turno que faculta a sus funcionarios el don de la ubicuidad. El mejor testimonio de ese privilegio lo ha ofrecido el citado Rodríguez, jefe del operativo aéreo de la OTAN contra la Libia de Gadafi, al declararse “pacifista y antimilitarista” a fuer de belicista.  La humanidad estaría mejor si se abolieran las Fuerzas Armadas, y sobre todo España, porque la única guerra que ganó nuestro glorioso Ejército fue la que libró contra su propio pueblo.

Rafael Cid


Fuente: Rafael Cid