El inmueble era un símbolo de la recuperación de espacios para la sociedad

La Eskalera Karakola salió ayer por una puerta para entrar por otra, unos números más abajo de la misma calle. El centro social autogestionado por mujeres, que desde hace casi nueve años sobrevivía en Lavapiés, perdió ayer su local de la calle de Embajadores número 40, tras ser desalojadas sus ocupantes por agentes del Cuerpo Nacional de Policía, pasadas las nueve de la mañana. Pero el grupo de mujeres que gestiona el proyecto -"un espacio para experimentar nuevas formas de relacionarse entre las mujeres a través de actividades culturales" desde una perspectiva feminista, según explican en su página web- contaba con un as en la manga : ya tienen otro emplazamiento en la misma calle, cedido por el Ayuntamiento.


El inmueble era un símbolo de la recuperación de espacios para la sociedad

La Eskalera Karakola salió ayer por una puerta para entrar por otra, unos números más abajo de la misma calle. El centro social autogestionado por mujeres, que desde hace casi nueve años sobrevivía en Lavapiés, perdió ayer su local de la calle de Embajadores número 40, tras ser desalojadas sus ocupantes por agentes del Cuerpo Nacional de Policía, pasadas las nueve de la mañana. Pero el grupo de mujeres que gestiona el proyecto -«un espacio para experimentar nuevas formas de relacionarse entre las mujeres a través de actividades culturales» desde una perspectiva feminista, según explican en su página web- contaba con un as en la manga : ya tienen otro emplazamiento en la misma calle, cedido por el Ayuntamiento.

Aunque el gobierno municipal de Alberto Ruiz-Gallardón rechazó comprar el inmueble de la Karakola para cederlo al centro social, sí ha aportado dos pequeños locales, de unos 50 metros cuadrados cada uno, en los bajos de un edificio nuevo de la misma calle, en el número 56. A cambio, el centro pagará un alquiler simbólico.

Las propias integrantes de la Karakola consideran que eso supone un «reconocimiento» de su proyecto por parte del Consistorio. Hace ya mes y medio que cargaron sus trastos y los llevaron a los nuevos locales, sabedoras de que pronto serían desalojadas. Por mudar, se llevaron hasta la escalera de hierro que les ha dado su nombre.

En parte por eso, por una vez, el desalojo de las okupas se convirtió en una fiesta. También porque desde la Karakola decidieron romper el rito de violencia que ha acompañado en alguna ocasión el desahucio del movimiento de ocupación de viviendas. Y optaron por disfrazarse. «Es un brindis a lo que somos. Estamos celebrando ocho años de okupación y de proyecto feminista», explicaba Maggie, portavoz de las integrantes de la Eskalera Karakola.

Como ella, una docena larga de mujeres y dos o tres hombres, tocados con pelucas de colores, trajes de fiesta y mucho maquillaje, esperaba a los agentes ya antes de las nueve de la mañana, bailando, gritando contra los especuladores, acompañados de música y en un ambiente festivo.

Para impedir la entrada al inmueble de la policía y los representantes municipales, se sujetaron con cadenas a la casa, una antigua panadería-horno que fue ocupada en 1996 y que en los últimos años tuvo que ser apuntalada por dentro por la Gerencia de Urbanismo, ante el riesgo de derrumbe.

El inmueble, del siglo XVII, es la única casa baja que queda de la época en el barrio de Lavapiés. Aunque las integrantes de la Karakola se las arreglaban para utilizarla con regularidad, en realidad nadie vivía en ella, sino que el espacio estaba habilitado, en condiciones precarias, para albergar conferencias, debates, talleres, actos sociales o políticos y fiestas.

Hace años llegó a haber en ella un bar, que abría todos los días y que finalmente tuvo que cerrar porque las integrantes de la Eskalera no podían simultanear sus empleos o estudios con el mantenimiento del centro. Últimamente el estado de la casa era tal que, por ejemplo, la humedad venía arruinando los ejemplares de su biblioteca. Pero, aunque estuviera en ruinas, el local de la Karakola era un símbolo de la recuperación de espacios para la sociedad, sin especulación. De ahí que, a pesar de que ya tengan un sitio donde continuar su proyecto, el grupo de la Karakola decidiera ayer luchar una última vez por salvar su casa.

El encuentro con los propietarios del inmueble y los agentes fue casi una obra de teatro. Los dos grupos enfrentados -policías y okupas- interpretaron el papel asignado en estos casos. Primero los agentes pidieron a las okupas que no pusieran resistencia y que se desencadenaran ellas mismas.

Ellas se negaron. Entonces les cortaron las cadenas y las empujaron a la acera de enfrente, para despejar su entrada. Por fin, los agentes reventaron la puerta. «Ya no saben cerrar la casa y están preocupados porque volvamos a entrar», decían las mujeres de la Karakola junto a su nuevo local. Arriba, unos obreros tapiaban los accesos al inmueble desalojado.

Luego, las mujeres decidieron fotografiarse ante su nuevo emplazamiento para celebrar el cambio de época. «¡La Karakola se queda en Lavapiés !», corearon. «Lo más importante de la diferencia entre estar legal o ilegal, es que cambian las posibilidades de lo que se puede hacer en un centro social», concluyó Maggie. Ahora les queda el trabajo de acondicionar el nuevo local. Pero en eso ya tienen experiencia. Y aceptan ayuda.

SOLEDAD ALCAIDE – Madrid

EL PAÍS