Cuando ha pasado ya un año y medio desde el inicio de la primera revolución árabe en Túnez, la situación en aquellos países donde los levantamientos populares han ofrecido la caída de varios presidentes, sigue siendo muy preocupante.

El caso extremo es Siria, donde el régimen de Bachar al Asad parece decidido a llevar hasta sus últimas consecuencias la opción militar. Por ello, puede concluirse que en aquellos lugares en los que las movilizaciones han derrocado al máximo dirigente, en Egipto, Libia, Yemen y la propia Túnez, el objetivo de forjar sociedades libres e igualitarias dista mucho de haberse hecho realidad. Más aún, en algún caso hemos asistido al reacomodo del régimen anterior, de tal manera que el poder permanece en manos de sectores que, después de encaramarse al estrado revolucionaria, hacen todo lo posible para que las cosas no cambien demasiado.

 

En Bahréin el resultado es más frustrante aún: puntal de la intifada social en el mundo árabe durante el primer cuatrimestre de 2011, las maniobras del rey Hamad y el apoyo militar y diplomático de saudíes y, tras ellos, Estados Unidos, consiguieron desbaratar, momentáneamente cuanto menos, una rebelión cívica basada en un activismo político con un historial de décadas en contra del monopolio de la oligarquía gobernante.

En Bahréin el resultado es más frustrante aún: puntal de la intifada social en el mundo árabe durante el primer cuatrimestre de 2011, las maniobras del rey Hamad y el apoyo militar y diplomático de saudíes y, tras ellos, Estados Unidos, consiguieron desbaratar, momentáneamente cuanto menos, una rebelión cívica basada en un activismo político con un historial de décadas en contra del monopolio de la oligarquía gobernante.

En el resto de países árabes las manifestaciones y acciones de protesta han desembocado en tímidos e insuficientes procesos de reforma «dirigidos desde arriba» o han sido neutralizadas por el poder. Durante décadas, el descontento social de los árabes frente a sus dirigentes despóticos y arribistas ha ido en aumento, debido a la confluencia de una serie de factores comunes. En primer lugar, como ya se ha dicho, la identidad profundamente represiva y policial, con estado de excepción incluido en más de un país, y una corrupción galopante que ha obligado a los propios ciudadanos a mantener una relación pervertida con sus semejantes . A esto se le unía una política exterior dependiente de los dictados externos y en absoluto respetuosa con los intereses nacionales, lo que explica los cambios inexplicables de rumbo de muchos estados árabes.

La manipulación de una ideología utilitaria para salvaguardar a los regímenes, o la ausencia misma de un programa político coherente, ha deslegitimado a los dirigentes árabes, temerosos siempre de la «conspiración» externa o interna o, más bien, deseosos de utilizar el pretexto de la confabulación contra la patria, la religión o el partido para blindar su estrategia de control absoluto.

Las causas de la rebelión

Pero la eclosión no ha tenido lugar hasta 2011, gracias a tres factores principales:

1) la irrupción de una generación de jóvenes, mayoritarios en muchas sociedades árabes, ajenos a la lógica fatalista de sus predecesores.

2) un activismo social desideologizado, que ha desbordado a los partidos políticos opositores, en muchos casos tan autoritarios y poco democráticos como los regímenes imperantes, a través de proclamas legítimas y aceptables para la mayor parte de sus conciudadanos.

3) el agravamiento de una crisis económica que ha disparado los índices de desempleo y alimentado la frustración de una población, especialmente los más jóvenes, desesperados de cualquier posibilidad de regeneración de sus gobernantes.

La percepción, por parte de la mayor parte de los árabes, de compartir una injusticia común ha originado un auténtico panarabismo colectivo que considera a todos los regímenes árabes sin excepción cómplices en la opresión.

Por supuesto, el desigual balance de las revueltas árabes tiene mucho que ver con las peculiaridades socioculturales, económicas y religiosas de cada país. La decisión del ejército en Túnez y Egipto de no secundar a sus presidentes, Zein Ben Alí y Hosni Mubarak, propició la caída de ambos en un tiempo y con unas bajas humanas relativamente bajas si se comparan con las de Libia, donde las fuerzas armadas se dividieron en bandos antagónicos y los opositores sólo pudieron vencer con el apoyo militar occidental. En Yemen, la polarización dentro del ejército ha impedido que el presidente Abdallah Saleh continúe en el poder, pero el descontento social con los planes en vigor para otorgarle inmunidad diplomática a él ya su familia, junto con las fricciones entre los cuerpos militares partidarios y contrarios, y el caos que empieza a adueñarse de varias regiones, auguran una transición sangrienta. El panorama más desolador se vive en Siria: el ejército regular sufre un goteo de deserciones que, por ahora, no afectan, salvo excepciones,a los oficiales de mayor graduación ni a las unidades mejor preparadas. Mientras, el presidente Bachar al Asad se resiste a introducir reformas verdaderamente efectivas y Estados Unidos y Rusia reproducen sus disputas geoestratégicas de los años setenta y ochenta.

Así las cosas, sobre todo a la vista del marasmo que sufre la mayor nación árabe, Egipto, la sensación, hoy, es que la llamada primavera árabe se marchita. Para unos, el supuesto cambio ha significado el ascenso de fuerzas «antidemocráticas» (islamistas) que no tardarán en constituir un dolor de cabeza para occidente, por lo que trata de recomponer los regímenes anteriores con una rudimentaria labor cosmética. Para otros, la conclusión es antagónica: las revueltas eran esperanzadoras en países «reaccionarios» como Túnez, Bahréin o Egipto. Pero cuando se reprodujeron en sistemas «resistentes» como el libio o sirio pasaron a ser tildadas de complots orquestados desde Washington.

Como quiera que sea, el balance en conjunto es, todavía, decepcionante: dejando a un lado los seis estados citados, en los otros trece las cosas, en esencia, siguen como estaban: gobiernos autoritarios, manipuladores y corruptos, atenazados en casos extremos como el sudanés o el iraquí por una espiral de enfrentamientos armados y fragmentación territorial. O, en el palestino, por el hecho de la ocupación israelí. Pero no nos entregamos al desaliento: la perseverancia de la gente en su lucha contra regímenes que se niegan a desaparecer, apuntan que, junto con la resistencia de los ciudadanos en los diversos países con una situación de conflicto evidente y la acción de muchos ciudadanos en otros países que viven una aparente tranquilidad, la intifada global árabe no ha dicho su última palabra.

* Iñaqui Gutiérrez de Terán es especialista en el mundo árabe. Artículo publicado en la revista Diagonal.



Fuente: Iñaqui Gutiérrez