Entre las variadas lecturas que tiene la actual crisis económica, hay una que certifica el final de una cierta utopía materialista. Es la que analiza la caudalosa saga que va del Estado de Bienestar al Capitalismo Popular, el eje que condicionó la segunda mitad del siglo pasado. Un aceptable nivel de empleo, servicios sociales de calidad, Sanidad y Educación gratuitas y universales, y un entramado de potentes empresas públicas que, además de prestigiar el papel del Estado contribuyó a fidelizar a la clase trabajadora instalada en el espíritu del capitalismo.

Entre las variadas lecturas que tiene la actual crisis económica, hay una que certifica el final de una cierta utopía materialista. Es la que analiza la caudalosa saga que va del Estado de Bienestar al Capitalismo Popular, el eje que condicionó la segunda mitad del siglo pasado. Un aceptable nivel de empleo, servicios sociales de calidad, Sanidad y Educación gratuitas y universales, y un entramado de potentes empresas públicas que, además de prestigiar el papel del Estado contribuyó a fidelizar a la clase trabajadora instalada en el espíritu del capitalismo.

Luego, posicionados ya en la etapa integradora, la moda de la seudoparticipación popular en las empresas cotizadas, el fenómeno de los planes de pensiones privados, la expansión de la sociedad de consumo y otras pautas consensuales sirvieron para crear una identidad político-social preñada de expectativas y espejismos.

Esa “edad de oro” culminó bruscamente cuando precisamente Europa avanzaba hacia una agregación entre naciones que debía dar lugar a una superpotencia económica y política con un mercado único de más de 350 millones de personas. La caída del muro de Berlín en 1989 y la descomposición de la Unión Soviética en 1991 fueron la excusa utilizada por el núcleo duro del capitalismo para frenar esa dadivosa fuga hacia delante frente a su competidor “comunista”. Finiquitada la etapa “cañones o mantequilla” con el derrumbe del bloque del Este, hecho demostrativo de que a la hora del colapso el tamaño no importa, se volvía a profundizar en la tasa de beneficios como indeleble marca de la casa. Lo que algunos celebraron como “el fin de l la historia” resultaría la recuperación de unas prácticas de explotación y dominación que parecían definitivamente superadas.

En el neoliberalismo global vigente no hay excedente salarial que permita el ahorro-inversión porque su punto de partida es el crédito y la acumulación capitalista. Se ha tirado por la borda el keynesianismo que tanto lustre dio al sistema y los recursos públicos que cimentaron un modelo de seguridad social hoy se drenan a favor del negocio privado. La filosofía dominante exige un Estado mínimo para defensa de los intereses de los dueños de los medios de producción, que son los “creadores de riqueza”, según el mantra oficial. Un maná basado en la desigualdad exponencial y en la existencia de una tasa natural de desempleo (Milton Friedman) que legitima la existencia de un ejército de trabajadores de reserva. Así, en la cima de la innovación científico-tecnológica de la historia, cuando la capacidad productiva haría posible la satisfacción de las necesidades básicas de toda la humanidad, el statu quo imperante, por el contrario, hará que para las generaciones venideras cualquier tiempo pasado sea mejor.

Pero sería un sinsentido y una muestra de indigencia intelectual pensar que esta mutación ha sido motivada sólo por la desaparición del enemigo histórico. No se justifica una civilización sobre la base de la simulación interesada. Ni es posible mantener tamaña impostura durante tanto tiempo sin que sus credenciales se resientan. Además, la experiencia de Rusia y China aquí y ahora nos revela que el bloque comunista era una franquicia del bloque capitalista en espera de su oportunidad. La raíz última de la voraz involución que padecemos es política, radica en la incompatibilidad de la irrefrenable dinámica del mercado con la democracia y los valores que desarrolla, dos conceptos potencialmente irreconciliables : un mercado fundado sobre la individualidad y una democracia que no puede existir al margen de la comunidad. El fracaso del modelo soviético fue en realidad la pantalla que ocultaba esta erosión por motivos de coyuntura política. De hecho la “fórmula alternativa” comunista implosionó también por esta misma perversión. Capitalismo de Estado o Socialismo de Estado, en ninguno de los dos regímenes cabía otra democracia que la del simulacro.

Esa burla del mínimo control democrático se constató en la última puesta en escena del capitalismo liberal para superar a través de la financiarización las limitaciones a sus rendimientos por el estrechamiento de la demanda. Al generalizar el servicio de crédito sin red para dar salida a la sobreoferta, se lograba realizar la producción pero al mismo tiempo se desataba una “contratendencia”, la que cifraba la capacidad del sistema en la permanente rebaja del coste de la fuerza de trabajo. Y para llevar a efecto esa nueva vuelta de tuerca en la explotación, el capitalismo necesitaba otra vez la impronta dominante del Estado purgado ya de “injerencias humanitarias”.

De esta manera, cerrado el ciclo mutante, Estado y Mercado retoman sus atributos como compañeros de viaje al servicio del siempre renovado capitalismo, “regulando-desregulando” la demanda global a través de decisiones políticas legal y legítimamente implantadas. La crisis actual es la manifestación más pura de esta identidad, pero también permite contemplar en toda su profundidad la maldad innata del artefacto. Porque como señala Duncan K. Foley resulta creíble que queden necesidades insatisfechas por la destrucción del aparato productivo debido a crisis naturales (hambrunas, epidemias, inundaciones, etc.), pero es un enigma que queden necesidades insatisfechas cuando una buna parte del aparato productivo tecnológicamente más avanzado de la historia permanece ocioso por puro afán de negocio.

El Sistema es irracional y el Estado de Bienestar y el Capitalismos popular dos oxímoros. Bienaventurados los ricos.

Rafael Cid