Thomas Carlyle definió la economía como la ciencia lúgubre y, desde entonces, no han tenido que pasar demasiados años para verse confirmada esa sentencia a la vez que se refutaba su pretensión de ciencia.

Thomas Carlyle definió la economía como la ciencia lúgubre y, desde entonces, no han tenido que pasar demasiados años para verse confirmada esa sentencia a la vez que se refutaba su pretensión de ciencia.

La economía, utilización de recursos escasos susceptibles de usos alternativos para satisfacer necesidades (y deseos) humanos, es hoy un camino de servidumbre. Se dejan sin atender las necesidades reales de millones de personas en el mundo y se saquea el planeta poniendo el peligro el futuro de una vida digna para nuevas generaciones porque una minoría de privilegiados prepotentes dice qué, cómo, cuándo y para qué hay que producir. Una exigua pero poderosa cúpula de dirigentes, allá desde la apropiación original, ha tomado al asalto el timón de mando y dicta la ley del más fuerte, con la ayuda pre-consciente de una masa de población más o menos instalada que se aferra al consumo militante como fe de vida. Entre tener y no tener, entre parecer o ser, el consenso asimétrico entre los ricos de toda la vida y esa segunda división de clases medias y asimiladas, ha elevado al rango de fetiche un crecimiento económico que se adivina ya como una bomba de tiempo para la humanidad toda.

Pero mientras indagamos qué tipo de inteligencia deberíamos espabilar para hacer entrar en razón a esos hedonistas “inútiles” (según la clásica acepción helénica de personas que sólo se ocupan de asuntos privados) para formar una masa crítica concluyente frente al falso desarrollismo dominante, hagamos al menos un humilde ejercicio de pedagogía sobre los valores humanistas del decrecimiento. Y, como lo mejor es acudir a las fuentes, vamos a recensionar, con permiso de su autor, algunas ideas-clave expuestas por Carlos Taibo en su último libro recientemente publicado. Un término, decrecimiento, aún no homologado por la cultura oficial (la prueba es ese subrayado en rojo con que el corrector ortográfico de mi ordenador avisa del palabro) y un texto, “Defensa del decrecimiento”, que sin duda pasará a la pequeña historia del bricolaje subversivo, como aquel otro precedente, también iniciático, de Ramón Fernández Durán, “La explosión del desorden”.

Comienza Taibo por reconocer los orígenes del problema en esos dos siglos de depredador capitalismo realmente existente que han dado lugar al cambio climático, que es la manera funesta en que se concreta el efecto del calentamiento o enfriamiento global, debido a su vez a las perturbaciones entrópicas desatadas por la emisión de todos tipo de venenos productivos, exponencialmente más perniciosas a medida que la densidad poblacional incrementa su volumen de consumo en las denominadas economías emergentes. Un tobogán de energías no renovables que ha empezado a gritar ¡basta ya ! : . Y claro, como el negocio manda, las grandes potencias, lejos de pisar el freno y moderar el consumo de energía, ensayan la letanía de las “energías renovables” (una contradicción en sus términos según aprecia Taibo), mientras planifican injerencias humanitarias con sus ejércitos para controlar explotaciones y yacimientos estratégicos en áreas como Irak, Irán, Afganistán, el océano Índico, etc.

La energía nuclear, que resuelve algunos problemas a costa de crear otros, asegura el texto, es de momento el comodín de esta causa, a cuyo favor se están desplegando ingentes campañas de publicidad, directa y encubierta, no así sobre la energía solar que . Aunque hace años que saltaron las primeras alarmas. La “huella ecológica”, que llegó a su cenit en 1980 y desde entonces no hace más que cebar un posible ecocidio en el sagrado altar del mercado. . Todo ello converge en el plano estrictamente político refutando esa cacareada identificación entre democracia y desarrollo que durante decenios ha servido para justificar lo injustificable y ahondar en el expolio con todas las bendiciones. Porque lo cierto, como recuerda Taibo, es que de hacer caso a esa letanía los campeones democráticos serían regímenes que, como el Chile de Pinochet y la China posmaoista, en la derecha sociológica el primero y en la izquierda el segundo, mayores niveles de crecimiento han alcanzado en los últimos años. Por el contrario habría académicos, que en su apología del desarrollismo a cualquier precio estarían promoviendo identidades contrapuestas entre cierto grado de desarrollo y determinadas cotas de democracia. Al autor de El choque de civilizaciones, Samuel P. Huntington, se debe la afirmación de que un exceso de democracia es negativo para el desarrollo, opción que ha sido hecha suya por los miembros de la Comisión Trilateral y el Club Bilderberg.

En esta línea de oxímoros legitimados por la economía depredadora realmente existente, el texto citado pasa revista al lugar común de esas estadísticas que constituyen las mentiras cotidianas con que el sistema nos adormece. Así cita el hecho de los agregados del Producto Interior Bruto como símbolo de riqueza () ; el lugar de la salud en diferentes regímenes ( ) , la falacia de una sociedad del ocio a pesar del salto adelante tecnológico () o el escamoteo contable de los estragos provocados por ese radiante porvenir que siempre está por-venir ().

Y lo que es más importante, que el enorme escaparate-modelo que pasa por ser el referente de toda la humanidad encubre un espejismo utilizado para ocultar la realidad de la dialéctica Norte-Sur : . Un panorama que coloca el debate en el terreno de las responsabilidades de ese 20 por ciento de la población que detenta el 80 por ciento de la riqueza del planeta en el plano material y que en el medioambiental supone que el 7 por ciento provoca el 50 por ciento de las emisiones contaminantes causantes del calentamiento climático. Datos que sin duda podrían dar pie a una reinterpretación de aquella patrística “revolucionaria” que admitía el derecho al tiranicidio en situaciones de extrema necesidad colectiva.

Un libro, El defensa del decrecimiento, importante, atractivo, útil, sugerente y necesario para entender la realidad percutiente que nos asfixia y comprender al mismo tiempo que otro mundo es urgentemente posible, aunque éste no acontecerá sin antes tomar conciencia plena del reto vital a que nos enfrentamos, haciendo con nuestro ejemplo diario propaganda por el hecho y voceando así que realmente llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones. Una obra, en fin, comprometida y valiosa, en la que son todos los que están (se agradece la cita de Miguel Torga), aunque quizá se echa en falta en la bibliografía a algún pionero, como el economista germano-estadounidense K. William Kapp, autor de el trascendental Los costes sociales de la empresa privada.

Rafael Cid

Enlace a «Defensa del decrecimiento»