El estado de la nación es gestante. Esa realidad nacional que llamamos España y que Azorín calificó de nación de naciones está a punto de alumbramiento. Tras siglos de cerril y cuartelero sometimiento a una única e indivisible identidad, las Españas vencidas, que pregonaba en un famoso libro Ernest Lluch, piden paso para enriquecer la pluralidad cívico-política y facilitar presupuestos de democracia de proximidad. Por más que sus adversarios naturales, desde la derecha caverna hasta la izquierda fósil, todos postmodernos, pretendan una vez más cambiar algo para que todo siga igual.

El estado de la nación es gestante. Esa realidad nacional que llamamos España y que Azorín calificó de nación de naciones está a punto de alumbramiento. Tras siglos de cerril y cuartelero sometimiento a una única e indivisible identidad, las Españas vencidas, que pregonaba en un famoso libro Ernest Lluch, piden paso para enriquecer la pluralidad cívico-política y facilitar presupuestos de democracia de proximidad. Por más que sus adversarios naturales, desde la derecha caverna hasta la izquierda fósil, todos postmodernos, pretendan una vez más cambiar algo para que todo siga igual.

La teoría es que derecha e izquierda son como agua y aceite. La práctica, sin embargo, admite excepciones. A veces, incluso, gloriosas excepciones. Tal sucede con la posición concurrente de ambas fuerzas extremas ante el fenómeno de los nacionalismos. La derecha preconcilial y la izquierda canónica coinciden en denostarlo. La primera porque conseguido para sí misma el estatus de estado-nación, lanza segundos fuera. Y la otra porque aún cree que un estado fuerte (pero no de Bienestar) es la vía para la usufructuación de la socialdemocracia. Conceptual y experimentalmente, en uno y otro caso, el nacionalismo va de retro.

Lo que ya no resulta tan sencillo es analizar por qué extraños motivos cierta ideología libertaria también participa, junto a los guiños totalitarios de diestra y siniestra, de la misma óptica antinacionalista y, por tanto, por qué se deja seducir por un cierto nacionalacratismo. A primera vista, se puede pensar que es un gesto de debilidad teórica lo que le lleva a comulgar con la ruedas de molino del leninismo-canovismo. También cabría pensar, más indulgentemente, que el fervor del igualitarismo internacionalista les juega una mala pasada.

Si se trata de esto último, quienes están en el registro de secundar acríticamente al frente del rechazo nacionalista deberían reflexionar sobre el fracaso histórico de esos experimentos que pretendían una nivelación sin contar con las propias peculiaridades de pueblos, naciones y gentes. La montaña del esperanto como lengua universal parió un ratón porque no tuvo en cuenta que la insurgente pluralidad (y la imperfección como recuerda Rita Levi) es intrínseca al ser humano.
Pero no hay que ir tan lejos ni hurgar demasiado. Un anarquista, un libertario, un antiautoritario nunca puede tener una concepción unitaria de la organización territorial y levantar bandera de antinacionalismo porque todo lo que refuerce al Estado está en sus antípodas. Y, a la inversa, todo aquello que le debilite y minimice, como es la división estatal que implica el nacionalismo, está en la senda de su interés ético. Entendiendo por nacionalismo una construcción de abajo arriba, ya sea municipalismo, cantonalismo, nación de naciones, pueblos o realidad nacional.

Para un libertario la autodeterminación es un axioma. Porque el derecho a decidir se inscribe en las señas de identidad de la democracia de proximidad, de la primacía de lo público sobre lo privado y, en suma, de una cierta manera de acción directa en cuanto que permite al ciudadano acortar distancias hacia la autogestión. Desde Proudhon, hasta Pi i Margall, pasando por Joaquín Costa, Ricardo Mella y Pedro Bosch-Gimpera, son decenas los pensadores que han destacado la valía del principio federativo. Por eso no cabe ignorancia en cuantos desde posiciones antiautoritarias reivindican la unidad frente a la pluralidad, aunque lo hagan por un mal entendido impulso de solidaridad.

Pero es que, además, en el caso concreto de España, no existe razón argumentada o argumento razonado para refutar el nacionalismo veraz, que es una forma de centrifugar el poder, para abrazar soluciones unitarias y, por tanto, centralistas, autoritarias, estatalistas y absolutistas. España nunca ha sido un número pí sólo divisible por sí mismo o por la unidad. Muy al contrario, la raíz de nuestra identidad es confederal, por lo menos hasta que la llegada de los visigodos, en su ayuntamiento con la religión católica, hizo de su historia una saga interminable de yugo del trono, el altar y el espadón.

Con costes, desdichas, sufrimientos y humillaciones sin cuento. Ahí están las políticas de exterminio de las identidades nacionales por las dos dinastías extranjeras que asolaron el territorio. Un Carlos V diezmando a las Comunidades castellanas y al movimiento de las Germanías. Un Felipe V acabando a sangre y fuego con las libertades catalanas y su Generalitat. Todo en la línea de salida de limpieza étnica anticipada por los Reyes Católicos al expulsar a árabes y judíos. Por cierto, ¿han recabado aquellos que utilizan la excusa de la igualdad entre desiguales en la significativa impronta humanista, pública y solidaridad que anida en los términos “Germanías”, “Generalitat”, “Comuneros” e “Irmandiños”, santo y seña de los movimientos populares `pasados a cuchillo por el absolutismo regio de Hasburgos y Borbones ? Pues deberían.

Nada une más a un país que el ejercicio de la plena libertad de sus miembros. Y nada lo rompe más que la unidad forzada. La prueba está en la experiencia de esa Unión Soviética que nada más suicidarse de pura evanescencia dio paso a esa peyorativamente llamada “balkanización”. Por el contrario, nadie hablaría de Suiza como una irrealidad nacional aunque más que una nación de naciones sea una nación de cantones. El problema es no confundir nacionalismo con nazionalismo. El caso español es claro, desde que los Reyes Católicos (un sustantivo y un adjetivo doblemente despóticos) iniciaron la ruta de la unidad de los hombres y las tierras de España, democracia autentica sólo existió en la Republica de 1873 y en la II República de 1931, la primera federal y la segunda autonómica. El resto fue una sucesión dictaduras, dictablandas, regencias, caudillismos y caricaturas de verdadera convivencia.


Fuente: Rafael Cid