¿Es conveniente engañar al pueblo ?
Aunque en un principio se preparaba una magna puesta en escena institucional para conmemorar el 30 aniversario de la Coronación de Juan Carlos I de Borbón, el agrio debate desatado en torno al Estatut hizo que las autoridades optaran por un perfil hagiográfico más solapado a fin de que la Casa Real no se viera afectada por la republicana polémica.
¿Es conveniente engañar al pueblo ?

Aunque en un principio se preparaba una magna puesta en escena institucional para conmemorar el 30 aniversario de la Coronación de Juan Carlos I de Borbón, el agrio debate desatado en torno al Estatut hizo que las autoridades optaran por un perfil hagiográfico más solapado a fin de que la Casa Real no se viera afectada por la republicana polémica.

Aparcadas pues las efusiones mayestáticas, la celebración buscó su nicho en los principales medios de comunicación mediante una bien nutrida representación de opinantes que, en su mayoría, recensionaron la efeméride con las galas de un sinpar acontecimiento democrático y constitucional.

En este contexto, merece destacarse la cobertura dada por El País, no sólo por ser nuestro gran diario de referencia sino, sobre todo, porque en sus páginas se han proyectado los textos más serios y concienzudamente legitimistas sobre la genealogía política del actual Jefe del Estado.

En un reciente suplemento de 72 páginas, el más influyente de los periódicos españoles nacido precisamente en el ojo del huracán de la transición, desplegaba una especie de credencial democrática definitiva sobre la figura del Rey instituido por Franco.

Fuera del aspecto casposo de esas “cuñas” de publicidad, a página entera, con que algunas de las principales empresas del país territorial felicitaban al monarca con la rendida estética usada en su día por sus antecesoras para reivindicar los XXV años de Paz de Franco, el tono general de los artículos cumplía con rigor la misión de ungirle como “El Rey de cambio” (lógicamente, insinuar que la inmutabilidad esencial de toda monarquía es lo más alejado del concepto “cambio”, resulta procedimentalmente impertinente).

Y como corresponde a una operación de fuste intelectual y fáctico, ese delicado trabajo de redimensionar la figura de Juan Carlos I y desmochar de pasada a los refutadores corrió a cargo sobre todo del analista Javier Pradera, uno de las plumas más brillantes y “volterianas” de vigente atril mediático.

Quizás porque, como proclama la divisa del Mossad, a veces se necesitan las biografías más limpias para los trabajos más sucios. (Dicho esto, en el sentido de que sólo alguien reconocido por la izquierda podría ser escuchado con semejante mensaje cortesano).

Porque lo que escribió el 22 de noviembre pasado el antiguo dirigente del PCE (“La izquierda arrinconó sus temores”) y lo que había avanzado en otro texto (“La huella del régimen”) publicado coincidiendo con el 20-N (el debe de la 30ª conmemoración) significaba asumir aquel comentario de Franco ante el asesinato de Carrero Blanco : que no hay mal que por bien no venga.

El poso del discurso histórico-forense de Pradera, en pura veta de maquiavélico realismo político, insta a que lo importante son los resultados de las acciones y no su impulso ético.

Así, asegura que el hecho de que Juan Carlos fuera nombrado sucesor por Franco jurando los Principios Fundamentales del Movimiento en el lejano 1969, el año del Estado de Excepción y del “suicido policial” del estudiante Enrique Ruano ; que asumiera la Jefatura del Estado en funciones el 19 de julio del 1974 – apenas 5 meses después del “ajusticiamiento” de Puig Antich- y otra vez el 30 de octubre de 1975 -3 días después de los fusilamientos de Hoyo de Manzanares- es institucionalmente irrelevante, visto desde “el cambio” operado a posteriori.

Y en principio poco habría que objetar a la sobrevenida justificación del despotismo ilustrado por razón de Estado que parece abrazar Pradera si no fuera porque se compadece a tiros con el principio de justicia universal que han liderado los tribunales españoles.

¿Con el procesamiento de la Junta Militar y de Pinochet, dos coetáneos del caso, están los pueblos de Argentina y Chile haciendo imposible un brillante porvenir o, por el contrario, es el modelo español quien ha entronizado una ley del olvido embudo ?

Como lo que no está en autos no está en el mundo, que dicen los juristas, lo dicho no pasa de una meditación irrelevante. Tan irrelevante posiblemente como que los 30 años de reinado que ahora se conmemoran sin apenas respaldo popular sean igualmente los de su nombramiento como Rey por las Cortes franquistas a la muerte de su benefactor.
Pero la maestría dialéctica de Pradera refulge cuando, haciendo de las lanzas cañas, analiza la historia inmediata por el espejo retrovisor para señalar que sólo al aceptar la oposición esta Monarquía del 18 de julio aquella tuvo entidad política.

Y argumenta a fortiori que su fracaso en las elecciones del 77 radicó en la intransigencia de la izquierda con la Corona ; que el PCE empezó a pintar algo cuando admitió “la Monarquía, la bandera tricolor y la marcha de granaderos” a cambio de su legalización, e incluso que esa anomalía constitucional que atribuyó al Rey “el mando supremo de las Fueras Armadas” resultó ser providencial para parar el 23-F. Aparte de otras excéntricas digresiones sobre las evocaciones fraticidas de la Revolución francesa de 1789 y la Guerra de Secesión de 1861. Visto para sentencia : no hay mal que por bien no venga.

Por tanto, la conclusión latente -que como dice Heráclito, domina la estructura de lo obvio- desgranada por el alto comisionado de El País para grandes lidias es que las críticas a la legitimidad carecen de fundamento político ; son anacrónicas por utópicas y ucrónicas y desmienten la especie de la vigencia del pacto de olvido entre los padres de la transición.

En sus propias palabras : “la transición de la Monarquía de 18 de julio hacia una monarquía parlamentaria legitimada por la Constitución de 1978 resolvió la contradicciones de un tracto sucesorio en la Jefatura del Estado sin solución de continuidad”.

Algunos podrán interpretar el agudo análisis del influyente comentarista como una exudación de neomaquiavelismo, o incluso de moderna realpolitik. Aunque también cabe valorarlo maliciosamente como trasunto de la teoría del “decisionismo” de Carl Schmitt, uno de los ventrílocuos ideológicos del nazismo.

Poco importan las etiquetas, porque en esa deriva anida el problema. Cuando se buscan coartadas no éticas a la política negamos la esencia de la democracia. Los medios siguen prefigurando los fines. Es el drama de la economía global, que al dejar de ser política (economía política se llamaba cuando la fundaron moralistas como Adam Smith) ha mutado a marchas forzadas en capitalista-leninista (cuanto peor, mejor / no hay mal que por bien no venga) y justifica guerras como la de Irak para superar recesiones económicas ; la explotación infantil generalizada como mal menor porque al menos así no se morirán de hambre ; la instalación de producciones letales para la salud y el medio ambiente para desarrollar zonas deprimidas ; la pena capital contra menores por imperativos de seguridad social o la sistemática, calculada, estructural y preventiva eliminación del factor trabajo para que las empresas sigan escalando en bolsa.

Pero ni esta especie es verdad ni está bien ingeniada. Además, en los hechos, Pradera se equivoca o está mal informado. Hubo, claro que sí, un pacto de olvido. Lo confirmó Felipe González al admitir que lo única promesa hecha al general Gutiérrez Mellado de la que aún dudaba era el compromiso de no “remover el pasado”.

Claro que, afortunadamente, la opinión de Pradera no ha galvanizado como doctrina ex cátedra, e incluso en su mismo periódico otros igualmente distinguidos columnistas desmienten ese efecto llamada para la renovación del consenso palaciego. Como el viejo profesor José Vidal-Beneyto, quien califica sin citarlo al “tracto sucesorio” de su colega de simple ingeniería institucional y recuerda que “los vencidos de la Guerra Civil han sido también los vencidos de la democracia” (La banalización del franquismo, 26-11-2005).

Estamos ante un asunto recurrente y seminal. Hace más de dos siglos, la prestigiosa Academia de Ciencias de Berlín, bajo los auspicios de Federico II de Prusia, el ilustrado monarca que estaba orgullosos de “ser hombre antes que rey”, convocó un concurso de ideas para calibrar el peso del maquiavelismo político bajo el título ¿Es conveniente engañar al pueblo ?.

Hubo entonces dos primeros premios, uno para la argumentación positiva, representada por el matemático Frederic De Castillon, y un segundo para la negativa, a cargo de Rudolf Zacharias Becker, tandem demostrativo del relativismo moral imperante.

Sin embargo, ya para entonces el marqués de Condorcet había arremetido contra el maquiavelismo rampante, para “librar a la política del peso fatal de la historia”, dejando escrito esto : “de todos los errores perjudiciales, la opinión que asegura que hay errores útiles para los hombres es la más peligrosas y compendia a todas las demás”.


Más sobre el Vaivén


Fuente: Rafel Cid