El espacio público como punto de encuentro de iniciativas personales para la socialización (zoon politikon) está siendo asesinado por el sistema dominante. El capitalismo trasnacional lo ha convertido en un flamante aeropuerto. Un lugar de paso transitado diariamente por miles de personas que resultan invisibles entre sí, autistas, que no interactúan. No hay ágora. Todos van y vienen sin apenas rozarse. Porque unos y otros están a lo suyo y al mismo tiempo fuera de sí. Lo individual-propio está deslocalizado en ninguna parte y en todas a la vez. La representación global la ostenta el Estado y su alcahuete, el gobierno de guardia.

Esa fórmula permite orquestar políticas con lábel de públicas pero radicalmente antisociales.

Esa fórmula permite orquestar políticas con lábel de públicas pero radicalmente antisociales. Caso del ataque internacional a Irak sin declaración oficial de guerra ni el trámite democrático de recibir la autorización de la ciudadanía a través de sus representantes oficiales (un caso perverso de cómo la voluntad de unos pocos políticos representa la voluntad general y la soberanía nacional) Cuando no se utilizan descaradamente recursos públicos para blindar intereses privados de casta, como con la casi billonaria inyección de liquidez a la gran banca en el tema de las hipotecas basura (subprime). El capitalismo global no duda en clausurar el Estado de Bienestar para inyectar negocio a su favor, con una mano, mientras con la otra roba al pobre para dárselo al rico. El saqueo social está en su agenda gracias a la imparable desintegración de lo público. El acceso universal al consumo se ha convertido en la nueva expresión de esa estéril voluntad general cocinada por malhechores y bribones

El triunfo exponencial del sistema de libre mercado no sólo supone una derrota histórica de la democracia sino que además permite la usurpación de las señas de identidad de los primeros genuinos demócratas y liberales, los anarquistas. Lo que el capitalismo de fuste smithiano y el liberalismo pusieron encima de la mesa fue la libertad de los modernos, una concepción de libertad individual (privacy) garantizada por la ley, que a partir de Bentham denominaron para la posteridad “libertades negativas”, en arriesgada cabriola terminológica que podría interpretarse como un lapsus freudiano. Una privacy que escinde la esfera pública de la privada y que fue utilizada con rotundo éxito como recambio de la libertad de los antiguos, modelo que, aparte de inspirar una democracia deliberativa y participativa, merecería por simetría la categoría de libertades positivas.

Lógicamente, la institucionalización de las libertades negativas, como dispensa o tolerancia del aparato estatal a sus subordinados, daría como resultado la implantación de otro tipo de democracia, distinta y distante de la del ágora ateniense. A esta conclusión contribuyen dos lógicas. De un lado, la cuantitativa, que supone la transformación de una sociedad estructurada sobre el micro de la ciudad-Estado y la escasez a otra, de masas, centrada en el macro del Estado-nación y la abundancia . De lo que resultaría una notoria modificación a escala, que necesariamente haría crisis en un sistema de democracia de proximidad, exigiendo como remedo la ortopedia política de superponer a la ficción de lo “estatal” la ficción de la “representación”, estableciéndose así la segunda lógica ex post.

Con lo que, sin pretenderlo, el ordenamiento democrático que la estructura económica capitalista demandaba, asumía las prerrogativas del panóptico asimismo ideado por Bentham como paradigma de arquitectura fabril. Una especie de casa de cristal que permitía a un estamento superior (más alto jerárquica y socialmente) controlar y regular el devenir social, asimilando opciones y actitudes de su escala de valores. Y aquí es donde el anarquismo y los anarquistas que en el mundo han sido forjaron su espléndida mala reputación. El libertario rechazo de los gestos autoritarios, elitistas, estatalistas y de manumisión blanda que defendieron los Proudhón, los Bakunin y los Kropotkin, entre otros, al mantener insobornable el principio de la “acción directa”, hizo del pensamiento antiautoritario el único yacimiento socialmente verificable de la autodeterminación individual frente a esta democracia de mínimos de nueva planta.

El politólogo canadiense Phillip Pettit, autor del libro Republicanismo, un texto esencial sobre la renovación republicana de la democracia junto con El momento maquiavélico de su colega J.G.A. Pocock, ha definido con brillantez los límites precisos del problema .Desde 1776 hasta hoy, con el capitalismo a la conquista del mercado global, lo que ha existido políticamente ha sido la práctica de una libertad entendida como “no-interferencia”, ámbito en el que siempre se ha movido a sus anchas la escudería neoliberal hasta Isaac Berlin, K.R. Popper y Friederich Hayek. Frente a esa escuela, que ha creado las condiciones necesarias para la expansión de la economía en la post-modernidad, Pettit y los republicanos sostienen que la única salida realmente liberal, por libertaria, es la que anida en la versión de libertad entendida como “no-dominación”. O sea, que ante el recauchutado discurso de la nueva “servidumbre voluntaria”, con sus múltiples narrativas legitimistas -como el reelaborado argumentario de Berlin en torno a las “libertades negativas”, trasunto de la hegeliana concepción del Estado como “la realidad de la libertad concreta”-, reivindica el retorno a las fuentes de un anarquismo sin atributos. Eso lo postula y defiende el autor de Republicanismo sin citar los antecedentes anarquistas y además posiblemente desconociéndolos.

Sin embargo, la refutación del concepto de libertad como no-interferencia no es una novedad en el pensamiento político democrático. Tiene una larga tradición, aunque aparezca bajo otras denominaciones. Algunas, como el término “tolerancia”, plenamente integrado en el sistema dominante como elemento cardinal del proyecto progresista. Ya en 1963, el ya citado Marcuse publicó un ensayo titulado La tolerancia represiva en el que analizaba la carga coercitiva de la expresión y denunciaba los estragos de su homologación por el aparato ideológico liberal. El texto del que fuera considerado ideólogo de la revuelta estudiantil del 68 formaba parte del libro, Crítica de la dolencia pura, escrito también con las aportaciones Barrington Moore Jr. y Robert Paul Wolff. De éste último, profesor de filosofía en la universidad norteamericana de

Massachussets, es uno de los pocos estudios que existen en defensa del anarquismo como verdadera democracia. Pero el primero en marcar distancias ante el fenómeno social de la tolerancia y mostrar su faz oculta fue el sagaz Thomas Paine, quien en 1791 dejaba escrito lo siguiente en su conocido libro Derechos del hombre : “La tolerancia no es lo contrario de la intolerancia, sino su falsificación. Ambas son despotismos. La una asume como propio el derecho a impedir la libertad de conciencia y la otra a garantizarla”.

Incluso en el propio campo liberal independiente se pueden encontrar testimonios de disidencias, malgre lui, que entroncan con el acervo libertario. En un pensador tan moderado y estricto como John Rawls despuntan rastros proudhunianos cuando aborda la crítica del utilitarismo por ignorar las necesidades de las personas y funcionar por mayorías, mecanismo que permite sacrificar por un teórico bien común a individuos concretos marginalizados. El autor de Teoría de la justicia afirma que la acción política justa debe ir encaminada a remover las desigualdades “involuntarias” : las que son debidas a la naturaleza y la familia, y la desigualdad provocada por el medio social. Su famoso “principio de diferencia”, que significa en la práctica una “discriminación positiva” a favor de la gente más desdichada, comparte una cierta identidad moral con la propuesta del padre del anarquismo para acabar con el “derecho de fortuna” (la herencia), y las “ganancias sin trabajo”, que dado el origen social de toda riqueza es sinónimo de rentas “robadas”.

A menudo el anarquismo ha sido despachado con el calificativo de “milenarismo” y de “rebeldes primitivos” a sus seguidores por doctrinarios oportunistas o la neoescolastica marxista. Pero los hechos les desmienten. Incluso en terrenos tan arduos como la economía, el pensamiento libertario ha realizado notables aportaciones, no tanto por su nivel teórico cuanto por su proyección social. En este sentido, merece destacarse el trabajo publicado en 1936 por el faista Diego Abad de Santillán titulado El organismo económico de la revolución, en cuyo capítulo segundo desarrolla las innovadoras aportaciones del economista alicantino Germán Bernácer. Este químico de profesión -inédito entonces y ahora para el mundo oficial- está reconocido por la historiografía más solvente como precursor del Keynes de la Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero. Y otro tanto se podría decir respecto a El apoyo mutuo, de Kropotkin, en cuanto factor de la evolución en el plano de la etología. O, por poner un ejemplo cercano, la imponente figura de Rafael Barret, fundador a los 27 años de la Unión Matemática Argentina con el sabio Julio Rey Pastor.

Aunque no lo parezca, porque el sistema económico de siglo XIX, etapa Proudhon, era casi precapitalista respecto al avanzado mecanismo de producción económico-financiero del primer tercio del XX, etapa Bernácer, los presupuestos ideológicos entre ambos economistas son similares, y dan continuidad política a la tesis del trabajo como principal fuente de riqueza. Con significativas aportaciones del “Keynes español”, como su distinción entre productividad, legítima, y lucratividad, ilegítima, que vincula al interés del capital, lo que Bernácer llama “una retribución no ganada” Lo expone así en su libro Interés del capital. El problema de sus orígenes, escrito pocos años antes que el famoso texto del inglés. “Un problema moral hay también directamente enlazado con esta cuestión de la necesidad del interés. El valor de renta que el lucro da a la riqueza, no por su inversión, sino por su posesión, es lo que comunica principalmente a la sociedad actual su facies particular de persecución de la riqueza por sí misma, ese sello de sordidez y codicia, junto al lujo estéril, que es la característica económica y moral del momento social presente o al menos el aspecto que tiende a desarrollarse a expensas de otras muchas más nobles cualidades. Si es a la posesión de la riqueza, y no a la capacidad útil del trabajo, a lo que ha de estar vinculada siempre la mayor ventaja social, el mejoramiento moral de la sociedad – que es el fundamento de su progreso- será una obra muy lenta o acaso imposible” (1925,30). Y sigue Bernácer anticipando con gran visión de la jugada el lado oscuro de la propensión al consumo y la economía artificial : “La actividad industrial puede ser improductiva y, sin embargo, lucrativa, como sucede con la obtención de productos que no son útiles y aun son perjudiciales, (el opio, por ejemplo) pero que proporcionan pingües beneficios a sus productores” (1925,30). Para finalizar con una auténtica declaración anarcosindicalista : “ Si escuchamos a los socialistas, el justo precio sólo es pagado al trabajo cuando no queda nada para el capital, de suerte que, por definición, la supervalía resulta de una extorsión, de un robo de hecho al trabajador” (1925,31).

No hay ideas innatas. Todo texto tiene un contexto y es hijo de su época. Todo testimonio se produce en un tiempo y en lugar. Y, como dijo el clásico, somos pigmeos a hombros de los gigantes que nos precedieron. Aunque en el caso que nos ocupa esos colosos pertenezcan a una tradición oculta y ocultada, que no ocultista, en muchas ocasiones tergiversada precisamente por los que han ostentado la condición oficial de centinelas del templo, cuando no eran más que eran vulgares charlatanes. Hay que pensar el pensamiento por el pensamiento mismo y no por su ubicación en zonas de complacencia política o intelectual. Y hay que huir de las verdades reveladas y de sus corifeos. Abunda el modelo de entendido que está de vuelta sin haber ido. A Marx, que nunca fue marxista, le petrificaron sus publicistas, y a Adam Smith los smithistas que se disfrazaron con la divisa liberal para fundamentar un sistema económico pervertido respecto al verdadero mensaje social del escocés.

El espacio público como punto de encuentro de iniciativas personales para la socialización (zoon politikon) está siendo asesinado por el sistema dominante. El capitalismo trasnacional lo ha convertido en un flamante aeropuerto. Un lugar de paso transitado diariamente por miles de personas que resultan invisibles entre sí, autistas, que no interactúan. No hay ágora. Todos van y vienen sin apenas rozarse. Porque unos y otros están a lo suyo y al mismo tiempo fuera de sí. Lo individual-propio está deslocalizado en ninguna parte y en todas a la vez. La representación global la ostenta el Estado y su alcahuete, el gobierno de guardia. Esa fórmula permite orquestar políticas con lábel de públicas pero radicalmente antisociales. Caso del ataque internacional a Irak sin declaración oficial de guerra ni el trámite democrático de recibir la autorización de la ciudadanía a través de sus representantes oficiales (un caso perverso de cómo la voluntad de unos pocos políticos representa la voluntad general y la soberanía nacional) Cuando no se utilizan descaradamente recursos públicos para blindar intereses privados de casta, como con la casi billonaria inyección de liquidez a la gran banca en el tema de las hipotecas basura (subprime). El capitalismo global no duda en clausurar el Estado de Bienestar para inyectar negocio a su favor, con una mano, mientras con la otra roba al pobre para dárselo al rico. El saqueo social está en su agenda gracias a la imparable desintegración de lo público. El acceso universal al consumo se ha convertido en la nueva expresión de esa estéril voluntad general cocinada por malhechores y bribones

El triunfo exponencial del sistema de libre mercado no sólo supone una derrota histórica de la democracia sino que además permite la usurpación de las señas de identidad de los primeros genuinos demócratas y liberales, los anarquistas. Lo que el capitalismo de fuste smithiano y el liberalismo pusieron encima de la mesa fue la libertad de los modernos, una concepción de libertad individual (privacy) garantizada por la ley, que a partir de Bentham denominaron para la posteridad “libertades negativas”, en arriesgada cabriola terminológica que podría interpretarse como un lapsus freudiano. Una privacy que escinde la esfera pública de la privada y que fue utilizada con rotundo éxito como recambio de la libertad de los antiguos, modelo que, aparte de inspirar una democracia deliberativa y participativa, merecería por simetría la categoría de libertades positivas.

Lógicamente, la institucionalización de las libertades negativas, como dispensa o tolerancia del aparato estatal a sus subordinados, daría como resultado la implantación de otro tipo de democracia, distinta y distante de la del ágora ateniense. A esta conclusión contribuyen dos lógicas. De un lado, la cuantitativa, que supone la transformación de una sociedad estructurada sobre el micro de la ciudad-Estado y la escasez a otra, de masas, centrada en el macro del Estado-nación y la abundancia . De lo que resultaría una notoria modificación a escala, que necesariamente haría crisis en un sistema de democracia de proximidad, exigiendo como remedo la ortopedia política de superponer a la ficción de lo “estatal” la ficción de la “representación”, estableciéndose así la segunda lógica ex post.

Con lo que, sin pretenderlo, el ordenamiento democrático que la estructura económica capitalista demandaba, asumía las prerrogativas del panóptico asimismo ideado por Bentham como paradigma de arquitectura fabril. Una especie de casa de cristal que permitía a un estamento superior (más alto jerárquica y socialmente) controlar y regular el devenir social, asimilando opciones y actitudes de su escala de valores. Y aquí es donde el anarquismo y los anarquistas que en el mundo han sido forjaron su espléndida mala reputación. El libertario rechazo de los gestos autoritarios, elitistas, estatalistas y de manumisión blanda que defendieron los Proudhón, los Bakunin y los Kropotkin, entre otros, al mantener insobornable el principio de la “acción directa”, hizo del pensamiento antiautoritario el único yacimiento socialmente verificable de la autodeterminación individual frente a esta democracia de mínimos de nueva planta.

El politólogo canadiense Phillip Pettit, autor del libro Republicanismo, un texto esencial sobre la renovación republicana de la democracia junto con El momento maquiavélico de su colega J.G.A. Pocock, ha definido con brillantez los límites precisos del problema .Desde 1776 hasta hoy, con el capitalismo a la conquista del mercado global, lo que ha existido políticamente ha sido la práctica de una libertad entendida como “no-interferencia”, ámbito en el que siempre se ha movido a sus anchas la escudería neoliberal hasta Isaac Berlin, K.R. Popper y Friederich Hayek. Frente a esa escuela, que ha creado las condiciones necesarias para la expansión de la economía en la post-modernidad, Pettit y los republicanos sostienen que la única salida realmente liberal, por libertaria, es la que anida en la versión de libertad entendida como “no-dominación”. O sea, que ante el recauchutado discurso de la nueva “servidumbre voluntaria”, con sus múltiples narrativas legitimistas -como el reelaborado argumentario de Berlin en torno a las “libertades negativas”, trasunto de la hegeliana concepción del Estado como “la realidad de la libertad concreta”-, reivindica el retorno a las fuentes de un anarquismo sin atributos. Eso lo postula y defiende el autor de Republicanismo sin citar los antecedentes anarquistas y además posiblemente desconociéndolos.

Sin embargo, la refutación del concepto de libertad como no-interferencia no es una novedad en el pensamiento político democrático. Tiene una larga tradición, aunque aparezca bajo otras denominaciones. Algunas, como el término “tolerancia”, plenamente integrado en el sistema dominante como elemento cardinal del proyecto progresista. Ya en 1963, el ya citado Marcuse publicó un ensayo titulado La tolerancia represiva en el que analizaba la carga coercitiva de la expresión y denunciaba los estragos de su homologación por el aparato ideológico liberal. El texto del que fuera considerado ideólogo de la revuelta estudiantil del 68 formaba parte del libro, Crítica de la dolencia pura, escrito también con las aportaciones Barrington Moore Jr. y Robert Paul Wolff. De éste último, profesor de filosofía en la universidad norteamericana de Massachussets, es uno de los pocos estudios que existen en defensa del anarquismo como verdadera democracia. Pero el primero en marcar distancias ante el fenómeno social de la tolerancia y mostrar su faz oculta fue el sagaz Thomas Paine, quien en 1791 dejaba escrito lo siguiente en su conocido libro Derechos del hombre : “La tolerancia no es lo contrario de la intolerancia, sino su falsificación. Ambas son despotismos. La una asume como propio el derecho a impedir la libertad de conciencia y la otra a garantizarla”.

Incluso en el propio campo liberal independiente se pueden encontrar testimonios de disidencias, malgre lui, que entroncan con el acervo libertario. En un pensador tan moderado y estricto como John Rawls despuntan rastros proudhunianos cuando aborda la crítica del utilitarismo por ignorar las necesidades de las personas y funcionar por mayorías, mecanismo que permite sacrificar por un teórico bien común a individuos concretos marginalizados. El autor de Teoría de la justicia afirma que la acción política justa debe ir encaminada a remover las desigualdades “involuntarias” : las que son debidas a la naturaleza y la familia, y la desigualdad provocada por el medio social. Su famoso “principio de diferencia”, que significa en la práctica una “discriminación positiva” a favor de la gente más desdichada, comparte una cierta identidad moral con la propuesta del padre del anarquismo para acabar con el “derecho de fortuna” (la herencia), y las “ganancias sin trabajo”, que dado el origen social de toda riqueza es sinónimo de rentas “robadas”.

A menudo el anarquismo ha sido despachado con el calificativo de “milenarismo” y de “rebeldes primitivos” a sus seguidores por doctrinarios oportunistas o la neoescolastica marxista. Pero los hechos les desmienten. Incluso en terrenos tan arduos como la economía, el pensamiento libertario ha realizado notables aportaciones, no tanto por su nivel teórico cuanto por su proyección social. En este sentido, merece destacarse el trabajo publicado en 1936 por el faista Diego Abad de Santillán titulado El organismo económico de la revolución, en cuyo capítulo segundo desarrolla las innovadoras aportaciones del economista alicantino Germán Bernácer. Este químico de profesión -inédito entonces y ahora para el mundo oficial- está reconocido por la historiografía más solvente como precursor del Keynes de la Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero. Y otro tanto se podría decir respecto a El apoyo mutuo, de Kropotkin, en cuanto factor de la evolución en el plano de la etología. O, por poner un ejemplo cercano, la imponente figura de Rafael Barret, fundador a los 27 años de la Unión Matemática Argentina con el sabio Julio Rey Pastor.

Aunque no lo parezca, porque el sistema económico de siglo XIX, etapa Proudhon, era casi precapitalista respecto al avanzado mecanismo de producción económico-financiero del primer tercio del XX, etapa Bernácer, los presupuestos ideológicos entre ambos economistas son similares, y dan continuidad política a la tesis del trabajo como principal fuente de riqueza. Con significativas aportaciones del “Keynes español”, como su distinción entre productividad, legítima, y lucratividad, ilegítima, que vincula al interés del capital, lo que Bernácer llama “una retribución no ganada” Lo expone así en su libro Interés del capital. El problema de sus orígenes, escrito pocos años antes que el famoso texto del inglés. “Un problema moral hay también directamente enlazado con esta cuestión de la necesidad del interés. El valor de renta que el lucro da a la riqueza, no por su inversión, sino por su posesión, es lo que comunica principalmente a la sociedad actual su facies particular de persecución de la riqueza por sí misma, ese sello de sordidez y codicia, junto al lujo estéril, que es la característica económica y moral del momento social presente o al menos el aspecto que tiende a desarrollarse a expensas de otras muchas más nobles cualidades. Si es a la posesión de la riqueza, y no a la capacidad útil del trabajo, a lo que ha de estar vinculada siempre la mayor ventaja social, el mejoramiento moral de la sociedad – que es el fundamento de su progreso- será una obra muy lenta o acaso imposible” (1925,30). Y sigue Bernácer anticipando con gran visión de la jugada el lado oscuro de la propensión al consumo y la economía artificial : “La actividad industrial puede ser improductiva y, sin embargo, lucrativa, como sucede con la obtención de productos que no son útiles y aun son perjudiciales, (el opio, por ejemplo) pero que proporcionan pingües beneficios a sus productores” (1925,30). Para finalizar con una auténtica declaración anarcosindicalista : “ Si escuchamos a los socialistas, el justo precio sólo es pagado al trabajo cuando no queda nada para el capital, de suerte que, por definición, la supervalía resulta de una extorsión, de un robo de hecho al trabajador” (1925,31).

No hay ideas innatas. Todo texto tiene un contexto y es hijo de su época. Todo testimonio se produce en un tiempo y en lugar. Y, como dijo el clásico, somos pigmeos a hombros de los gigantes que nos precedieron. Aunque en el caso que nos ocupa esos colosos pertenezcan a una tradición oculta y ocultada, que no ocultista, en muchas ocasiones tergiversada precisamente por los que han ostentado la condición oficial de centinelas del templo, cuando no eran más que eran vulgares charlatanes. Hay que pensar el pensamiento por el pensamiento mismo y no por su ubicación en zonas de complacencia política o intelectual. Y hay que huir de las verdades reveladas y de sus corifeos. Abunda el modelo de entendido que está de vuelta sin haber ido. A Marx, que nunca fue marxista, le petrificaron sus publicistas, y a Adam Smith los smithistas que se disfrazaron con la divisa liberal para fundamentar un sistema económico pervertido respecto al verdadero mensaje social del escocés genial.