Hubo un tiempo en que el anarquismo, combatido desde el Poder, el Dinero y la Iglesia, tenía cabida en el mundo intelectual convencional y su discurso estaba al alcance de todos, propios y extraños. Este locus, ahora impensable por mor del pensamiento único que nos asola, tuvo su paradigma en la inclusión en la 11ª edición de la prestigiosa Enciclopedia Británica, año 1910, de un artículo de Pedro Kropotkin sobre la definición de “Anarquismo”.

Hubo un tiempo en que el anarquismo, combatido desde el Poder, el Dinero y la Iglesia, tenía cabida en el mundo intelectual convencional y su discurso estaba al alcance de todos, propios y extraños. Este locus, ahora impensable por mor del pensamiento único que nos asola, tuvo su paradigma en la inclusión en la 11ª edición de la prestigiosa Enciclopedia Británica, año 1910, de un artículo de Pedro Kropotkin sobre la definición de “Anarquismo”.

Y visto desde hoy, con los profundos cambios y transformaciones ocurridos en la sociedad desde que el geógrafo ruso escribiera aquello, no podemos más que sorprendernos de la actualidad de su mensaje y de la independencia de su opinión. Lo que puso negro sobre blanco el padre del “anarquismo comunista” en la enciclopedia, sigue siendo una valiosa referencia para explorar el marco axiológica que contiene la ideología que su otro científico como su amigo Eliseo Reclus conceptualizó como “la más alta expresión del orden”. Veamos.

Kropotkin, a quien con cierto desdén el introductor del artículo en la británica califica de “el príncipe anarquista”, inicia su exposición afirmando que el anarquismo “concibe una sociedad sin gobierno, en que se obtiene la armonía, no por sometimiento a la ley, ni obediencia a autoridad, sino por acuerdos libres establecidos entre diferentes grupos, territoriales y profesionales, libremente constituidos para la producción y el consumo, y para la satisfacción de la infinita variedad de necesidades y aspiraciones de un ser civilizado”. O sea, habla del “zoon politikon” aristotélico que supone una sociedad sin gobierno ; la “armonía” humanista e integradora de Fourier ; la “democracia de proximidad” y la “biodiversidad confederal” que entrañan los acuerdos libres entre grupos territoriales y profesionales ; el “esencialismo de mercado” para la producción y el consumo ; y, en fin, la potestad que encierra la “soberanía del individuo solidario” para avanzar en un proceso civilizatorio que contemple la realización de necesidades y aspiraciones .

Un proyecto que como asegura más abajo su autor quiere “sustituir al Estado en todas sus funciones”. Pero que con idéntica convicción dice que no supone el fin de la historia. Sino el mínimo común denominador humanista que se necesita para que el hombre, liberado de “obediencia a entidades metafísicas o a individuos”, recupere el sentido de su propia experiencia vital y pueda “alcanzar el desarrollo pleno de todas sus potencias, intelectuales, artísticas y morales”. En este sentido, Kropotkin dirige su refutación central contra el Capital y el Estado, descubriendo el obvio de que quien “ha sido siempre la organización del Estado (…) el instrumento para asentar monopolios de las minorías dominantes, no puede utilizarse para la destrucción de tales monopolios”. Esta denuncia del Capitalismo de Estado es algo de rabiosa actualidad, dado que con la crisis económica-financiera, realizada con la complicidad de los gobiernos, una izquierda nostálgica del Socialismo de Estado ha creído ver una oportunidad para su rearme bajo la forma del neokeynesianismo o de nuevas regulaciones estatales.

Pero incluso sabiendo que “los anarquistas consideran el sistema salarial y la producción capitalista un obstáculo para el progreso”, Kropotkin vuelve la oración capitalista por pasiva y niega su presunta eficacia, ya “que representa un monopolio que va al mismo tiempo contra los principios de justicia y los imperativos de la utilidad”. Un claro precedente de lo que hoy predica Elinor Ostron, la Premio Nobel de Economía 2009 por el conjunto de una obra dedicada a demostrar que la cooperación y no la competencia es la forma más eficiente de producción social (“por su análisis de la gobernanza económica, especialmente de los recursos compartidos”, reza el galardón).

Por todo ello, el científico anarquista (¿científico y anarquista no es un pleonasmo ?), reivindica que “el progreso está en la descentralización, tanto territorial como funcional, en el desarrollo del espíritu local y de iniciativa personal, y en la federación libre de lo simple a lo complejo, en vez de la jerarquía actual que va de centro a periferia”. De nuevo, diana en pleno siglo XXI. Pensar local, actuar global.

Y concluye quien se define a sí mismo como “anarcocomunista” con otra reflexión que revela la modernidad de la idea anarquista cuando glosa el conocido aserto de Pedro José Proudhon “la propiedad es un robo”, tan mal interpretado y vulgarizado. Dice Kropotkin al respecto : “Aludía (Proudhon) únicamente a la propiedad en su sentido actual, según el derecho romano, de derecho de uso y abuso ; entendía, por otra parte, los derechos de propiedad en el sentido limitado de posesión, considerándola la mejor protección contra las intromisiones del Estado”. Afirmando después que para esa justa des-apropiación Proudhon no postulaba el uso de la violencia, ya que “prefería alcanzar el mismo fin estableciendo que el capital no pudiese producir intereses”. Precisamente la autonomía del capital, al margen de la clásica función productiva, buscando un beneficio especulativo exponencialmente ilimitado, está en la base de la crisis de financiarización vigente que pretende solucionarse a costa de las rentas salariales, los recursos públicos y los derechos sociales.

Kropotkin, al cumplirse un siglo de la publicación de Anarchism en la Enciclopedia Británica, es nuestro contemporáneo.

Rafael Cid