¿Quién está detrás? ¿A quién beneficia? Estas son las preguntas recurrentes que se hacen los líderes políticos, sindicales y mediáticos ante la revuelta cívica que está recorriendo la piel de toro y que se escenifica en la gran concentración-acampada de la Puerta del Sol de Madrid. ¿Quién está detrás? ¿A quién beneficia? Eso es lo único que les importa a los padres de la patria, eso e intentar capitalizarla manque pierda. No cuáles son las demandas de los amotinados, ni si les parecen justas o necesarias. Todo se reduce a una vana teoría de la conspiración y el descrédito, como en una versión tebeo de los Protocolos de los Sabios de Sión.

Y no se
salva nadie. A derecha e izquierda. El rancio Mariano Rajoy pasa
olímpicamente y sólo le falta decir “más trabajar y menos
botellón, vagos”. Y desde la orilla socialista se alcanza el
esperpento de afirmar, para chupar cámara, que sienten simpatía por
la protesta y luego Rubalcaba manda a los antidisturbios, llámense
policía o junta electoral, para que los disuelvan si o si.

Y no se
salva nadie. A derecha e izquierda. El rancio Mariano Rajoy pasa
olímpicamente y sólo le falta decir “más trabajar y menos
botellón, vagos”. Y desde la orilla socialista se alcanza el
esperpento de afirmar, para chupar cámara, que sienten simpatía por
la protesta y luego Rubalcaba manda a los antidisturbios, llámense
policía o junta electoral, para que los disuelvan si o si. Se
olvidan que hace dos días hablaban ex cátedra de “bellacos”,
“frikis y anarquistas” y “anarcoliberales”. Pobres. De
puertas afuera, todos, todos sin excepción, intentan dorarles la
píldora y les hacen carantoñas para que les den un voto de
confianza, otro más, sin atender al griterío que sale del corazón
de la movida diciendo “que no, que no nos representan, que no”.

Y vuelven a
empuñar sus viejos consejos publicitarios. Que si la abstención
hace el juego a la derecha y al bipartidismo, que si el voto en
blanco es tirar la papeleta a la basura, y así hasta las mil y una
noches, para encubrir su miedo ante una democracia real que avanza
inexorable sobre sus flamantes carreras políticas y los privilegios
de primera división que les confiere formar parte de la casta
dominante, ellos los líderes, como bufa el preámbulo de la
constitución europea (Tratado de Lisboa).

Qué
bochorno oír el ministro de Trabajo Valeriano Gómez declarar que es
más lo que le une a los antisistema que lo que le separa. Qué
maravilloso ejemplo de conservación de la especie enchufar
Telemadrid la noche del miércoles 18 y oír al iracundo Hermann
Tertsch la misma prédica a favor de la prohibición de la
concentración que acaban de balbucear minutos antes sus antiguos
colegas de El País, Carlos Carnicero y Miguel Ángel Aguilar, en las
progresistas ondas de la SER. El statu quo los cría y el miedo les
junta. Por no mencionar, seamos piadosos, el atronador silencio de
las cúpulas sindicales de CCOO y UGT pilladas en desvergonzadas
cópulas con la patronal de la CEOE.

De tal forma
se ha invertido la carga de la prueba que de nuevo vemos a los
pajaritos disparando sobre las escopetas. No son los pacíficos
protestantes quienes pretenden influir en el ejercicio del sufragio
del 22-M forzando la legalidad. Por el contrario, son las fuerzas
políticas protagonistas de los comicios las que buscan
ilegítimamente captar la voluntad de los acampados –y aprovecharse
de la onda expansiva de su prestigio- para el propio beneficio
electoral en abierta y flagrante competencia partidista. Aparte de
consignar, y ya con miras a la prevista manifestación del 21-M, que
la llamada “jornada de reflexión” no es un bien jurídico
absoluto ni universal. La prueba es que en muchas de las democracias
occidentales más experimentadas dicha “anomalía” no tiene
amparo legal.

El golpe de
mano de la Junta Electoral Central, prohibiendo la protesta durante
el sábado y el domingo, desenmascara la política de apaciguamiento
del gobierno socialista y convierte una movilización en favor de la
regeneración democrática en el chupinazo de un proceso en favor de
la ruptura democrática y la defenestración de la monarquía
postfranquista.

Rafael Cid