Existe, en su nicho, una lingua franca entre el Estado y la Iglesia (represión y pecado) y ese nexo es la coacción, extremo éste en que basa el anarquismo su rechazo frontal a ambas instituciones, y que supone uno de las señas de identidad del antiautoritarismo libertario. Precisamente un teólogo político, el pensador alemán Eric Voegelin, adversario intelectual de Kelsen, ha descubierto la materia de que está hecho este íntimo ayuntamiento originario entre Estado e Iglesia.

En su obra La nueva ciencia de la política afirma que en la explotación del natural miedo a la muerte (el summum malum) está el secreto de esa rentable complicidad. “Del mutuo miedo nace la disposición a someterse al gobierno por contrato. Cuando las partes acuerdan tener un gobierno, lo que hacen es conferir todo el poder y fortaleza a un hombre o a una asamblea de hombres, todos los cuales, por pluralidad de votos pueden reducir sus voluntades a una voluntad” (2006, 217).

En su obra La nueva ciencia de la política afirma que en la explotación del natural miedo a la muerte (el summum malum) está el secreto de esa rentable complicidad. “Del mutuo miedo nace la disposición a someterse al gobierno por contrato. Cuando las partes acuerdan tener un gobierno, lo que hacen es conferir todo el poder y fortaleza a un hombre o a una asamblea de hombres, todos los cuales, por pluralidad de votos pueden reducir sus voluntades a una voluntad” (2006, 217). Y añade fijando el locus en que la naturaleza del demos torna en oligárquica : “En el acto del contrato dejan de ser personas que se autogobiernan y funden sus impulsos de poder en una persona, el Estado. El portador de esa nueva persona, su representante, es el soberano” (2006,218).

En esta larga saga para la ordenación de la convivencia, hemos ido en caída libre del “pueblo en persona” con que Rousseau concibe el contrato, y del ciudadano capaz de “gobernar y ser gobernado” de Aristóteles, al “Estado en persona” de Voegelin y al Soberano que le encarna por representación de Hobbes, en un vaivén representativo de la cosa a la palabra que contiene vagos ecos de aquella mano invisible de Adam Smith capaz de regular angelicalmente el mercado. Se ha pasado de compartir a competir. Lo más significativo es que el trueque que, mutada la cadena trófica, encubre la entropía venidera no se motiva por un cambio de escala de sociedad que haga cuantitativamente imposible la democracia. Se argumenta, lisa y llanamente, con el objetivo de pastorear al demos. Voegelin lo expresa sin rodeos al ponderar la arquitectura política hobbesiana : “El estilo de la construcción es espléndido. Si se presume que la naturaleza humana no es más que existencia apasionada, carente de recursos de ordenación del alma, el horror a la aniquilación, de hecho, será la pasión dominante que lleve a la sumisión al orden”( 2006,219). Trono y Altar, porque al pueblo no se le puede dejar solo ; necesita líderes y caudillos. Aunque en el siglo XXI del capitalismo global el feroz Leviatán ha sido engullido por el ogro filantrópico del Estado y los púlpitos de antaño sean las televisiones de hogaño. Al mando ha seguido el telemando.

Aparte de que la trinidad que encarna el Poder de dominación integral sobre las personas, Estado, Capital e Iglesia, tiene vidas paralelas, juntos comparten una misma semiótica indicadora de su impulso originario. El dinero, principio activo del Capital ; la representación, armazón del Estado ; y la fe, razón de ser de la Iglesia, son iconos de una misma superstición. Como recuerda Word en su investigación, ya en la época de Shakespeare, contemporánea de la de Hobbes, la palabra “cruz” equivalía a “moneda” en argot, término que procede del griego y significa “médium”, porque sirve para mediar entre un comprador y un vendedor. De la misma forma que “representación” indica mediación entre elector y elegido. Eso hace cinco siglos. Hoy la implicación es mucho más manifiesta. El Estado más poderoso de la tierra, capital del Capital, y el país cuyo dinero sirve de patrón (médium) universal del mercado, tienen la misma añeja teología. Su “billete verde” de 5 dólares lleva impresa la leyenda “en Dios confiamos” (In God we trust). Y es precisamente eso, la con-fianza, lo que mantiene su valor simbólico. De forma que cuando las grandes crisis, políticas y económicas, quiebran esa convención social su valor-ficción desaparece, deviene estéril. Con el dinero no se come cuando una economía hace crack, ni en una revolución social el político profesional goza de representación alguna.

Ni en todas las épocas ni en todas las naciones Estado e Iglesia han marchado siempre unidos. En su desarrollo científico-tecnológico el capitalismo ganó influencia sobre la religión y fue imponiendo su código, hasta el extremo por parte de la Iglesia de borrar en su disco duro aquella etapa en que basaba su autoridad moral en la defensa de los más indefensos frente al avasallador mercantilismo. En este sentido, la Escuela de Salamanca ha pasado a los anales de la economía por sus estudios sobre la usura, una especie que motivó las cavilaciones de muchos precursores de la “ciencia lúgubre” económica, disciplina que no inocentemente había nacido de una costilla de la filosofía moral. La Europa de la Reforma y los negocios, con los decisivos eximentes de Calvino y Lutero sobre el uso gozoso y pío de la riqueza, pudo ganar el pulso a la fe dando paso a sistemas políticos en que la separación de Iglesia y Estado constituía una de los razones de su existencia. No así en España, donde lejos de producirse un divorcio entre ambas instituciones el Estado subordinó su proyecto a las exigencias de la Iglesia más reaccionaria del continente, y viceversa. La consecuencia directa de esta involución fue un atraso económico y cultural del que aún el país no se ha repuesto. Y la indirecta fue que el anarquismo ibérico encontrara allí un plus de terreno abonado para su acción directa.

Por contra, la voracidad y la dinámica del capitalismo que ha terminado fagocitando al Estado, más allá de la estricta defensa de la propiedad privada de los medios de producción, ha originado también su cuota alícuota de efectos no queridos pronosticada por Ferguson En la actual fase de despliegue global, la versión neoliberal, financiera y de hiperconsumo está creando una situación inédita que parece necesitar de nuevo el apoyo del poder espiritual, aunque previo desmoche del frágil Estado de Derecho y de Bienestar levantado en su día para dar seguridad jurídica y lustre al mercado. Al no tener el hombre de la democracia turbocapitalista superior norte existencial que el consumo (homo oeconomicus), y ser las posibilidades del mismo infinitas, la desregulación consiguiente está haciendo ingobernable e inarticulada la compleja sociedad de masas. Hechos como el pasotismo político-electoral (nada que ver con el abstencionismo responsable) y el constante deterioro del entorno natural, provocan las alarmas de gobiernos y Estados, dando trabajo a los think tank en plantilla, esos todólogos y analistos de cabecera del poder. El resultado es el diseño de un nuevo paradigma que combina total libertad de mercados, caos social, ilimitado nivel de consumo-ocio y dosis crecientes de inseguridad individual, vectores todos que sirven para justificar una tutela político-policial-mediática efectiva, un neofeudalismo. Los mal llamados liberales (“liberistas”, para el filósofo del derecho Elías Díaz) del primer capitalismo industrial, mudados a neocons con el capitalismo de casino, están adoptando hoy el ADN de “teocons”, un banderín de enganche que reconoce una identidad mixta de conservadurismo y teología. Para el sociólogo de la tercera vía Ulrich Beck esta amalgama que amenaza la vida sobre la tierra ha merecido la denominación de “sociedad del riesgo” y para su colega polaco Zygmunt Bauman el apóstrofe de “miedo ambiente”.

En la coyuntura de reunificación de la economía con la teología, el anarquismo reconoce su virtualidad como la más alta expresión del orden, democracia de proximidad y autodeterminación individual. Como Luisa Michel dijo en su día allá por la Comuna de París de 1871, hoy más que nunca es preciso que la verdad ascienda desde los tugurios porque de las alturas sólo caen mentiras. La naturaleza humana no ha cambiado, por más que la entropía aceche, y cuando las circunstancias lo permiten aflora con toda su generosidad liberando sus energías creadoras ¿Por qué será que la ausencia de autoridad, de Estado, saca lo mejor de las personas, como han puesto de manifiesto los extraordinarios gestos de solidaridad, apoyo mutuo y abnegación de las movilizaciones ciudadanas contra la ilegal ocupación de Irak, la catástrofe del Prestige, el gran apagón de Barcelona, el auxilio en alta mar a pateras por pesqueros o el incendio de Canarias ? ¿Estamos mejor sin Estado porque el Estado son los otros, y además tienen al único Dios verdadero en nómina ?

Capítulo I. Rafael Cid. La polisemia libertaria (I)

Capítulo II. Rafael Cid. Del gobierno de todos al sin gobierno (II)

Capítulo III. Rafael Cid. Sufragio y acción directa (III)

Capítulo IV. La representación como expropiación (IV)

Capítulo V. Ecosistema y cadena trófica (V)

Capítulo VI. Hacer superfluos a los seres humanos (VI)

Capítulo VII. Represión estatal y temor de Dios (VII)

Capítulo VIII. Organizar la anarquía. (VIII)

Capítulo IX. El antipoder como paideia (IX)

Capítulo X. Espacio público coto privado (X) :

Capítulo XI. La propiedad como robo, la posesión como equidad. (XI)

Capítulo XII. Anarquismo nómada y cantonalismo global (XII)


Fuente: Rafael Cid