Durante la guerra fría, el tiempo en que las superpotencias se miraban de reojo, los ciudadanos del mundo estuvieron sometidos a una especie de cuarentena permanente. Las ojivas nucleares de Estados Unidos y la Unión Soviética, capitalismo de Estado versus socialismo de Estado, crepitaban impacientes en sus lanzaderas por si acaso. Los usos bélicos de la energía nuclear, que luego se blanquearía como energía limpia en el entorno civil–“no emiten CO2”, dice el eslogan del Foro Nuclear-, demostraban su devastadora musculatura con un derroche económico único en la historia de la humanidad para hacerse valer.

El resultado: dos sociedades calco, que aunque se
presentaban distintas y distantes eran hijas de la misma patología.
Autoritarismo, explotación y dominación por razones de Estado, cada
una a su manera, dieron como colofón idéntico monstruo: el Estado
como ogro filantrópico. La función crea el órgano.


El resultado: dos sociedades calco, que aunque se
presentaban distintas y distantes eran hijas de la misma patología.
Autoritarismo, explotación y dominación por razones de Estado, cada
una a su manera, dieron como colofón idéntico monstruo: el Estado
como ogro filantrópico. La función crea el órgano.

Al
derrumbarse como un castillo de naipes el “muro de Berlín” y
tras él suicidarse la Unión Soviética, demostrando que torres más
altas han caído, se dio paso a la tecnología civil en el uso
pacífico de la energía nuclear. Fabuloso negocio que supone
inversiones de miles de millones de euros que, como era de espera,
las multinacionales no podían dejar de aprovechar. Y a pesar de que
sendos accidentes en Estados Unidos (Harrisburg) y la URSS
(Chernóbil) anticipaban el fin de sus ideologías y el poco apego
que tanto el modelo capitalista como el socialista (realmente
existente) tenían hacia la seguridad (ellos que habían basado el
despliegue balístico intercontinental en el paradigma de la
seguridad), el mundo globalizado por y para el mercado pasó a ser
la tierra de promisión de las grandes corporaciones del átomo. Y a
la nueva era la llamaron el “fin de la historia”.

Golosinadas
las antiguas tecnologías de doble uso como la nueva frontera de la
globalización donde toda codicia tiene asiento, los grandes de la
tierra se vieron libres y justificados para recoger la sustanciosa
cosecha que durante decenios habían sembrado como baluartes del
llamado mundo libre. Bastó el tobogán de la crisis del petróleo de
1973-1979 para descarase y poner en marcha la agenda oculta que los
estados mayores del Capital y del Estado guardaban en sus arsenales.
Entonces y sin previo aviso devino la sociedad del riesgo. El mundo
unilateral se hizo hostil para los ciudadanos, el pico del petróleo
pasó el testigo al negocio nuclear, la sociedad del bienestar empezó
a cuestionarse por su elevado coste económico y la narrativa
posmoderna del choque de las civilizaciones hizo el resto. Austeridad
como receta convivencial, regresión frente a progreso, desempleo
estructural y energía nuclear se izaron como flamantes banderas de
conveniencia mientras se alcanzaban cotas nunca vistas de desigualdad
social. Al proyecto placebo de sociedad inclusiva cantada por los
bardos del sistema sucedía la sociedad de la exclusión. La fiesta
había terminado casi antes de comenzar.

De ahí al
establecimiento de auténticas zonas de exclusión, legales (y a su
manera legítimas in vigilando) había un paso, que se ha dado con
todas las consecuencias nada más alumbrar el siglo XXI. La primera
zona de exclusión es la que ha provocado la crisis económico-social
desatada por la ambición sin límites de las grandes finanzas y sus
apoyos en los gobiernos neoliberales, que no son sólo los que
ostentan la marca de fábrica sino también aquellos que han ido de
socialdemócratas-tercera vía por la patilla hasta que les han
llamado al orden (poderoso caballero). Ese apartheid se ha cobrado ya
cerca de 50 millones de desempleados en todo el mundo (a sumar al
triste promedio de rutina), cebándose en países cuya clase
empresarial tiene aversión a la inversión y propensión a la
subvención del gratis total y al rentismo fácil (en España la cota
de paro pasa ya del 20% de la población activa), cebándose sobre
todo en la juventud, las mujeres y los inmigrantes. Y todo con la
promesa de un mundo peor y las miras puestas en la resignación de
una ciudadanía despolitizada por los medios de desinformación de
masas que evitan llamar a las cosas por su nombre permitiendo
institucionalizar el expolio urbi et orbi. Todo por la patria como
siempre, y por su cartera. La bolsa contra la vida.

La segunda
gran área de exclusión es la que dramáticamente ha surgido a raíz
del accidente nuclear en la central nuclear japonesa de Fukushima y
las mentiras de destrucción masiva con que tratan de encubrirle. No
fue una catástrofe natural. Lo ha reconocido la propia OIEA. Se pudo
haber evitado. Tampoco un suceso provocado por los terremotos y el
tsunami. Igual que la crisis económica se pudo haber evitado, como
ha admitido también la comisión de investigación del Congreso de
Estados Unidos. El shock nuclear ha sido debido a la irrefrenable
codicia de las multinacionales energéticas que condicionaron los
niveles de seguridad según la tarifa de inversiones. Y aquí de
nuevo hubo agencias privadas de calificación de riesgos (las Mod´ys
de turno) que concedieron a Fukushima la triple A del sector, e
instituciones y buena parte de la comunidad científica que
secundaron la patética mascarada.

La eterna
cantinela del mercado autorregulado y todo bajo control. Toxico
mortal es el hongo radiactivo de Fukushima y tóxico letal la burbuja
de las finanzas especulativas y el expolio de los recursos públicos
consiguiente. Aunque digan que no hay que “actuar en caliente” y
tachen de alarmista a todo un comisario de energía de la Unión
Europea (UE) cuando habla sin pelos en la lengua de apocalipsis. El
plutonio va a formar parte de las vidas de los japoneses, y a lo
mejor no sólo de los japoneses. Hablamos de crímenes económicos
contra la humanidad que hasta la fecha no tienen un Tribunal Penal
Internacional que juzgue responsabilidades por encima de las cortinas
de humo que los propagandistas del sistema y sus coaligados lanzan
con tanta soberbia como puntería. Sin pensarlo dos veces y caiga
quien caiga.

Porque la
exclusión aérea decretada por la ONU a la Libia de Gadafi no es la
principal nota discordante de la actualidad. Aunque a la luz de los
hechos parezca que el tirano Gadafi, como ETA, puede matar pero no
mentir. Ahora resulta que la CIA también sostiene como Gadafi que
junto a los insurgentes hay grupos de Al Qaeda. Pero claro, es la
letra pequeña de esa “guerra justa”. Otras guerras igualmente
sucias no pasan de una simple mención en los periódicos digitales,
sin alcanzar el honor de ir a las portadas de papel porque son de
“uno de los nuestros”. Como esa noticia que el martes 29 asomaba
en la edición electrónica de
El País:
“EEUU pide disculpas por los crímenes de sus soldados “, en
referencia a los “civiles que ellos han matado por diversión y
otro tipo de abusos” en el martirizado Afganistán.

Una vez más
hay que recordar a León Tolstoi y su identificación del factor
humano en la primera línea de Ana Karenina: “Todas las familias
felices son parecidas; cada familia infeliz es infeliz a su manera”.