Las autora, Olga Castro Vázquez es Investigadora en Traducción y Ciencias de la Comunicación, de la Universidad de Vigo.

Versión original en gallego publicada en O verbo patriarcal (monográfico número 24, en la revista Festa da Palabra Silenciada). Más información en: http://www.ciudaddemujeres.com/articulos/_Olga-Castro-Vazquez_

Ir a: Manual del lenguaje integrador no sexista de CGT

Le tocó a miembras, pero podría
haberle tocado a cualquier otra. Como cada vez que se feminiza una
palabra, en los últimos meses disfrutamos de la indeseable e
indeseada oportunidad de escuchar los rugidos discrepantes (y casi
siempre insultantes) que atacan al lenguaje no sexista.

Le tocó a miembras, pero podría
haberle tocado a cualquier otra. Como cada vez que se feminiza una
palabra, en los últimos meses disfrutamos de la indeseable e
indeseada oportunidad de escuchar los rugidos discrepantes (y casi
siempre insultantes) que atacan al lenguaje no sexista. Tanto si se
trata de una oposición desde la lingüística tradicional que
cuestiona el lenguaje no sexista por supuestamente corromper la
gramática, como si consiste en un rechazo basado en meras opiniones
inconsistentes que tergiversan de forma malintencionada los objetivos
del lenguaje no sexista y difunden falsos mitos aprovechando las
influyentes columnas de opinión de los medios de comunicación,
estas reacciones esconden profundas concepciones misóginas que
consideran el lenguaje no sexista como una verdadera amenaza contra
el orden establecido que tanto lOs beneficia.

A estas alturas de la vida, las y los
feministas sabemos que estas reacciones carecen de credibilidad. Sin
embargo, no podemos obviar que las tergiversaciones con frecuencia
consiguen su pernicioso objetivo de confundir a la opinión pública
sobre lo que en realidad es y persigue el lenguaje no sexista. Con el
propósito de contribuir a despejar estas confusiones, en este
artículo repasaré algunas de las falacias y acusaciones más
frecuentes contra el lenguaje no sexista, para rebatirlas una a una
con los argumentos críticos que nos proporciona la lingüística
feminista en sus múltiples caracterizaciones.

1. Preocúpense por la
discriminación social y déjense de tonterías lingüísticas

Con mucha frecuencia nos han dicho,
supuestamente de buena fe, que no derrochemos nuestros esfuerzos en
inútiles batallas lingüísticas y que nos ocupemos de luchar contra
la desigualdad salarial, la violencia sexista, la negación del
derecho al aborto, etc. No obstante, más allá de las estructuras
materiales y prácticas, la opresión de las mujeres existe también
en las auténticas bases del logos y del razonamiento, y éstas
abarcan los sutiles procedimientos lingüísticos y los procesos
lógicos a través de los cuales se produce el significado.

Por lo tanto, decir miembras y no
miembros no es un asunto trivial. Pensamos con palabras y categorías
gramaticales, e imaginamos la realidad a través de la representación
cognitiva que hacemos de ella mediante el lenguaje. El famoso
principio cartesiano “pienso, luego existo” ganaría sin duda
precisión si se formulase, como propuso Wittgenstein, “hablo,
luego pienso, luego existo”. Esto lo saben las compañías
mediáticas y publicitarias, que calculan escrupulosamente las
palabras a utilizar en sus discursos para construir en nuestras
mentes una realidad que resulte beneficiosa para sus propósitos,
acordes por lo general a los principios hegemónicos neoliberales.
Pero esto que tiene valor axiomático en las escuelas de comunicación
y publicidad, pierde inexplicablemente validez cuando se
reivindica desde los feminismos. O quizás sí haya una explicación:
dado el potencial del lenguaje en la construcción mental de la
realidad, el lenguaje no sexista supone toda una amenaza contra el
orden social establecido, y por este motivo provoca en ciertos grupos
sociales un profundo temor a que los valores feministas derriben esos
principios hegemónicos que tanto los benefician, origina un miedo a
que se produzca un cambio social que debilite parte de los
privilegios que les otorga el lenguaje y la sociedad patriarcal. Y
por ello, cuando no logran someter las reivindicaciones feministas al
silencio, utilizan la ridiculez como estrategia de deslegitimación.
Sólo así se explican definiciones de lenguaje no sexista como “una
soplapollez” (Arturo Pérez Reverte en El Semanal XL,
2/4/2000) “una mojigatería, una ridiculez, una cursilería”
(Javier Marías en El País Semanal -en adelante EPS
20/3/1995), “lenguaje feminista coñazo” (Manuel-Luis Casalderrey
en La Voz de Galicia, 15/11/1995), o “chorradiñas
lingüísticas” (mismo autor en La Voz de Galicia,
3/8/2004).

A pesar de estas burlas y desprecios,
emplear un lenguaje libre de sexismo es un asunto central para los
feminismos y para cualquier sociedad moderna que promueva la igualdad
entre mujeres y hombres, y de ahí que las diferentes leyes de
igualdad (autonómicas, estatales o europeas) incorporen epígrafes
en los que legislan a favor de su uso. El lenguaje no sexista no
busca tan sólo tratar de forma simétrica a mujeres y hombres a
nivel lingüístico, sino ganar precisión y exactitud a nivel
cognitivo sin excluir ni invisibilizar a ninguno de los sexos. No se
trata de cambiar el lenguaje por el simple hecho de hacerlo, ni
siquiera por una cuestión estética o de moda, ni se trata tampoco
de imponer cambios prescriptivos. Al contrario, de lo que se trata es
de cambiar el repertorio de significados que transmiten las lenguas,
de transformar el lenguaje para hacer una representación más
igualitaria de la realidad que conduzca a una categorización también
más igualitaria en los modos de pensamiento, y de promover la
reflexión sobre los cambios en la lengua para que las y los
hablantes pensemos en lo que decimos y en cómo lo decimos, de modo
que así se generen cambios en las perspectivas que, a su vez,
tendrán consecuencias materiales en la acción humana y en la
realidad. Ya que el lenguaje refleja la realidad, la reforma
lingüística constituye un complemento necesario a la reforma social
de género para así reflejar en la lengua los cambios que se van
produciendo en las sociedades; pero, ya que al mismo tiempo el
lenguaje también contribuye a construir nuestra visión de la
realidad (pensamos con palabras), la reforma lingüística es una
manera importante (por supuesto no la única) de caminar hacia una
reforma social que nos lleve a una sociedad en igualdad. Emplear un
lenguaje no sexista contribuirá al cambio social hacia una sociedad
igualitaria. Y esto provoca que, además de preocuparnos por la
violencia sexista o por el derecho al aborto, estas supuestas
“tonterías lingüísticas” sí sean fundamentales para la causa
feminista y para cualquier sociedad democrática.

2. El lenguaje no sexista es
antinatural

El machismo lingüístico reduce el
lenguaje no sexista a aquél que llena el texto de arrobas, barras,
guiones, paréntesis, palabras inexistentes o dobletes, entorpeciendo
el texto y creando un lenguaje antinatural capaz de “violentar la
gramática e ir contra el sentido común” (Miguel García-Posada en
EPS, 20/3/1995), aunque cabría preguntarse quién fija lo que
se entiende por sentido común en una sociedad… En cualquier caso,
la idea de que el lenguaje no sexista crea un lenguaje antinatural
cala hondo, y acaba provocando que en materiales de referencia como
el libro Lengua gallega. Criterios lingüísticos (2003) se
afirme que “non debemos abusar dos recursos cos que conta a lingua
neste sentido, ou acabaríamos empregando unha linguaxe antinatural e
afastada da gramática”. Pero cala tan hondo, que incluso muchas
guías para un lenguaje no discriminatorio recomiendan que se
prescinda de opciones con barras o arrobas y en su lugar se usen
siempre genéricos. Resulta curioso que tanto fastidien las barras
para indicar la presencia de mujeres y hombres en la construcción
significativa de un enunciado, pero que no molesten cuando se
utilizan para indicar ‘y/o’, el plural en frases como ‘según
la/s ley/es vigente/s’, etc. Al final va a ser que lo molesto no
son las barras, sino las mujeres! También en estas guías suele
recomendarse un uso limitado de la grafía @ por resultar
impronunciable y no tener una lectura asociada, aunque todavía nadie
haya establecido cuál es la pronunciación o la lectura asociada de
otras grafías como ( ) o [ ], por ejemplo!

Por otro lado, en realidad nada puede
crear un lenguaje antinatural porque el lenguaje no es un ente
estático ni ajeno al uso. Así, por definición, nunca puede ser
natural. Al contrario, es una construcción humana que refleja
determinados valores (con frecuencia, los dominantes), un constructo
social y una cuestión de hábito que responde a las necesidades de
comunicación de una sociedad, tiempo y lugar determinado. Y por lo
tanto, puede cambiar(se). Y (se) cambia.

3. Yo, como mujer, no me siento
discriminada por el lenguaje

Es frecuente que, para deslegitimar las
denuncias contra el sexismo lingüístico, se nos den ejemplos de
mujeres que afirman no sentirse en absoluto discriminadas. En época
reciente se repitieron hasta la saciedad las declaraciones de Ana
María Matute (una de las pocas miembras de la RAE) asegurando que
hablar de miembra era “ridículo” (entrevista original publicada
en El Cultural, 26/6/2008).

Sin embargo, ver y sentir la
discriminación en el lenguaje no es cuestión de sexo, sino de
conciencia y consciencia de género. Como ya he mencionado, el
lenguaje se ha ido construyendo socialmente desde un punto de vista
androcéntrico porque ése era el punto de vista de los grupos de
poder, encargados de convertir sus valores culturales e ideológicos
en los dominantes, presentando como necesaria y única posible la que
no es más que una forma (de entre muchas) de organización social.
Justamente al ser dominantes, estos valores se presentan como
neutrales, objetivos, ‘normales’ y ‘naturales’ y se van
adquiriendo de forma acrítica e inconsciente hasta el punto de que
los grupos no dominantes los acepten como correctos y queden
alienados y convencidos de que las cosas son así porque siempre han
sido así, y que así deberán seguir siendo. La historia nos brinda
numerosos ejemplos de esta alienación: la de la comunidad negra
cuando durante siglos veía como normal vivir explotada por la
blanca; la de las esclavas y esclavos cuando consideraban ley de vida
servir a los amos; y también la de las mujeres, durante siglos,
cuando no reclamaban su derecho humano a la educación o a un trabajo
remunerado porque simplemente no lo consideraban algo ‘propio’
para ellas. Respecto al lenguaje, los grupos de poder presentaron el
lenguaje sexista y androcéntrico como el normal y natural, y de este
modo tanto hombres como mujeres lo han ido adquiriendo y perpetuando
de forma acrítica e inconsciente, hasta dar lugar a lo que el
sociólogo Pierre Bourdieu denomina “dominación simbólica”.

4. Las feministas confunden sexo y
género

Suele decirse también que las y los
feministas confundimos todo y no nos enteramos de que el género
lingüístico no tiene nada que ver con el sexo. Según la gramática
tradicional, el sexo es una categoría biológica sin relación con
la categoría lingüística del género gramatical, como demostraría
el hecho de que en gallego, catalán o castellano se le otorgue
género masculino o femenino no sólo a los ser humanos y vivos, sino
también a los objetos inanimados.

Pero esta afirmación exige una
importante matización. En realidad, no confundimos sexo y género.
Lo que sí sabemos es que los sexos formamos parte de la realidad, y
por ese motivo estamos representados en las lenguas a través de
diferentes recursos lingüísticos, como por ejemplo el género
gramatical (en gallego, catalán, castellano, portugués, etc.) o el
género natural (en inglés). Así, en inglés el género es natural
porque por lo general sólo se le atribuye a los seres sexuados,
mientras que en las otras lenguas mencionadas el género es
gramatical porque no sólo se le asigna a los ser sexuados, sino
también a todas las palabras y objetos. No obstante, cuando en estos
idiomas el género gramatical se refiere a las personas, se basa
principalmente en criterios semánticos pues hace referencia al sexo
real y refleja la distinción entre mujeres y hombres. Es decir,
cuando el referente son personas, sexo y género gramatical
convergen, excepto en las muy contadas excepciones de los epicenos
(palabras que con un único género gramatical designan a personas de
ambos sexos, como ‘la víctima’, ‘el genio’, ‘el ser
humano’, ‘el sujeto’, ‘la persona’).

5. El masculino es genérico

Partimos de un lenguaje regulado y
normativizado en base a los valores sociales y culturales dominantes,
es decir, patriarcales y androcéntricos. Con la desaparición del
género neutro del latín, los grupos de poder (masculinos, porque
las mujeres estaban recluidas en casa) decidieron normalizar el
género masculino y proclamarlo el no marcado, el válido para
nombrarlos sólo a ellos o a toda la humanidad. En consecuencia, en
idiomas como el gallego, catalán, castellano, etc. se usa el
masculino para hacer referencia al sexo hombre, a ambos sexos, a un
sexo desconocido o incluso al sexo mujer (es muy habitual llamar
‘alumnos’ a las personas de una clase, aún cuando todas son
mujeres). El androcentrismo resulta aún más claro en el uso de la
voz ‘hombre’ para hacer referencia a la humanidad en su conjunto
(como ‘el hombre prehistórico’), que acaba explicando frases del
tipo ‘solicite un duplicado para su esposa e hijos’, ‘abono
familiar para marido y cónyuge’ o ‘los miembros del Parlamento y
sus esposas’. Desde la gramática tradicional se sostiene que tanto
‘hombre’ como el masculino genérico son epicenos: “el género
masculino no es suprimible; forma parte del código básico del
idioma (…) y responde simplemente al principio de economía”
(Miguel García-Posada en El País, 4/7/2008).

No obstante, ni el masculino genérico
ni la voz ‘hombre’ funcionan como epicenos por dos razones. En
primer lugar, porque de acuerdo con numerosos estudios de la
psicolingüística, a nivel cognitivo la representación mental que
crea el masculino es eminentemente masculina, invisibilizando a parte
de los sujetos a quien dice representar, lo que hace que las mujeres
queden excluidas de la representación del mundo. Pero sobre todo, en
segundo lugar, porque por definición los epicenos incluyen siempre a
personas de ambos sexos, sin ambigüedad, mientras que el masculino
genérico o la palabra ‘hombre’ son muy ambiguos, y unas veces
incluyen sólo a los hombres y otras veces se debe entender que,
supuestamente, incluyen a mujeres y hombres. Al preguntar ‘¿cuántas
víctimas sufren ataques racistas?’ no cabe duda de que el cómputo
debe incluir a hombres y mujeres (entonces, víctima sí es un
epiceno). Pero al preguntar ‘¿cuántos tíos tiene Xaquín?’ no
es posible saber si la referencia se restringe a los hombres, a las
mujeres o incluye a ambos sexos (entonces, el masculino genérico no
funciona como epiceno).

Sin embargo, Álvaro García Meseguer
(¿Es sexista la lengua española?, 1994) sostiene que el
masculino sí puede funcionar perfectamente como genérico, y que la
supuesta ambigüedad se puede resolver perfectamente tanto por el
contexto, como marcando el masculino específico con el término
varón en expresiones del tipo ‘¿cuántos tíos varones tiene
Xaquín?’. Para tratar de demostrarlo, este autor se pregunta quien
sería la ingenua de la alumna que no asista a un examen anunciado en
el tablón de anuncios en un aviso “convocando a todos los alumnos
para el día tal. Si una alumna no se presenta al examen por estimar
que el aviso tan sólo concernía sus compañeros varones, ¿cuál
sería la reacción del profesor? Sin duda, ella o él suspendería a
la alumna por estúpida” (1994: 77). Ahora bien, hay que
preguntarse qué reacción debería tener esa misma alumna si en otra
esquina del tablón ve un aviso en el que se anuncia “se busca
compañero/a de piso”, que es sin duda la fórmula más habitual de
indicar en los anuncios que se aceptan tanto a chicas como a chicos;
o si unos minutos antes en la cafetería lee anuncios de empleo en
los que también se suele indicar de forma explícita cuando se
aceptan candidatas/os de ambos sexos. Estos diferentes
comportamientos en cuanto a la interpelación de las mujeres en el
lenguaje podría llevar a la perversa conclusión de que cuando
interesa (incluso económicamente) que no haya lugar a dudas sobre la
inclusión de las mujeres, sí se incluyen explícitamente, mientras
que cuando no existe una motivación tan directa, la ‘molestia’
de utilizar un lenguaje inclusivo no vale la pena. De esta forma, las
mujeres estamos obligadas a desarrollar una doble “identidad
sexolingüística”, en palabras de Montserrat Moreno (Cómo se
enseña a ser niña en la escuela
, 1993), por la cuál desde muy
niñas tenemos que aprender a deducir cuando estamos o no incluidas
en ese masculino a veces supuestamente genérico.

Dado que el supuesto masculino genérico
es una ficción patriarcal, desde los feminismos se propone evitarlo
recurriendo a estrategias como la neutralización (busca de términos
genéricos y neutros que no marquen el sexo como ‘alumnado’, ‘la
fiscalía’, ‘el personal docente’, ‘personas con
discapacidad’) o la especificación (especificar el sexo concreto
de la persona a la que se haga referencia, incorporando los dos
géneros en caso de referirse a personas de ambos sexos, mediante
duplicaciones, barras, arrobas, como ‘las niñas y niños’,
‘firma del/a interesada/o’, ‘bienvenid@’). Contra estas
estrategias se posicionan también las voces patriarcales, que acaban
pidiendo que “los instigadores de tan peregrinas copulaciones (…)
dejen de marearnos, de manera tan contumaz como inútil, con torpes
apareamientos y otros artificios lingüísticos (…) porque las
dobles formas vulneran las normas lingüísticas y no frenan el
sexismo” (Joan Busquet en El Periódico, 25/11/2006), lo que
sin duda hace que “quienes digan los ciudadanos y ciudadanas son
sin excepción farsantes y demagogos de los que nadie se debería
fiar” (Javier Marías en EPS, 13/7/2008). Desde el desprecio
y la ironía algún autor anuncia que procurará “que el género
neutro masculino, a pesar de haber funcionado tranquilamente toda la
puta vida, quede abolido a partir de ahora de mi panoplia expresiva”
(Arturo Pérez Reverte en El Semanal XL, 2/4/2000). Pero,
finalmente, como ninguna de estas opiniones tienen solidez, los
alaridos misóginos recurren a denunciar que las estrategias
feministas atacan a la inquebrantable y suprema ley de la economía
del lenguaje.

6. El lenguaje no sexista es
contrario a la economía del lenguaje

“Los empleados y las empleadas
gallegos y gallegas están descontentos y descontentas por haber sido
instados e instadas, e incluso obligados y obligadas, a declararse
católicos y católicas”. Éste es un ejemplo de lo que en
innumerables ocasiones se nos presenta como lenguaje no sexista en
aquellas instancias donde pretenden convencernos de lo absurdo que
resulta promover la inclusión lingüística de género, pues de
forma clara “para no ser sexistas, se violenta la economía
lingüística, pero eso qué más da” (Miguel García-Posada en El
País,
23/1/1997). En realidad, esto es sólo una verdad a
medias. Lo es desde por lo menos cuatro puntos de vista.

Para comenzar, el objetivo del lenguaje
no sexista no consiste en absoluto en crear expresiones de este tipo
que invitan a la ridiculez, sino frases que hagan pensar en la
representación de mujeres y hombres en la lengua como podrían ser
“las empleadas y empleados de Galicia están descontentos porque
fueron instados, e incluso obligados, a declararse personas
católicas”. No se trata de repetir todas las palabras de la frase
con flexión de género, sino de duplicar por lo menos en una ocasión
las palabras que aluden a mujeres y hombres para que amb@s estén
explícitamente mencionados y sean visibles n la representación
mental que hacemos de la realidad. Con frecuencia, suele preferirse
que se duplique el grupo nominal de la frase (ya que a nivel
cognitivo es el que más poder evocador tiene en crear una imagen
mental determinada), pero dependiendo de cada caso puede resultar más
apropiado duplicar el artículo (“las y los periodistas”) o el
adjetivo (“profesionales cualificadas y cualificados”).

Para ello, es necesario determinar un
criterio simétrico que regule el orden de aparición de los
elementos, rompiendo con el orden social patriarcal que nos llevaría
siempre a colocar el masculino primero. A este respecto, un criterio
puede ser, por ejemplo, el alfabético (‘niñas y niños’,
‘niñas/los’, pero ‘autor/a’, ‘autor o autora’). Y
resulta asimismo necesario establecer un criterio simétrico para la
concordancia. Para ello, una opción puede ser la cercanía con el
grupo nominal (‘mañana llegan las niñas y niños indios’, pero
‘mañana llegan el autor y autora india’), pues este criterio ya
es el aceptado por la norma académica y frecuentemente utilizado
(cuando el referente no son personas) en frases como ‘el hospital
tiene techos, puertas y paredes blancas’.

A pesar de esto, en realidad poco
importa promover que tanto mujeres como hombres seamos visibles en el
lenguaje sin caer en frases absurdas como la del ejemplo, porque si
decidimos duplicar únicamente el grupo nominal ya se ocuparán de
decir que somos incoherentes: “dicen los trabajadores y
trabajadoras, pero lo cierto es que jamás siguen [con la
duplicación] como estarían en el deber de hacer” (Javier Marías
en EPS, 13/7/2008). Resulta curioso como desde la oposición
al lenguaje no sexista se le atribuyen a éste falsos deberes que
ningún/a feminista ha reivindicado nunca, para posteriormente poder
calificarlo de incoherente por no cumplirlos. Demagogia pura.

En segundo lugar, la economía
lingüística no es una regla que esté siempre presente en las
lenguas porque, de hecho, el lenguaje sexista es el primero en no
seguir el principio de la economía del lenguaje. Son frecuentes
enunciados como ‘mujer soldado’, ‘mujeres escritoras’,
‘mujeres panameñas’, o frases como ‘treinta inmigrantes y una
mujer llegan a las costas’ o ‘cada vez hay más mujeres
ingenieras’, incurriendo así en comportamientos sexistas en
algunos contextos por la insistencia innecesaria en el término
mujer, que acaba haciendo que la mujer sea, por encima de su
profesión o procedencia, un ser sexuado. Como ha apuntado Mercedes
Bengoechea, tampoco respeta la economía lingüística, ni es
simétrico, utilizar el nombre de pila delante del apellido para
referirse a mujeres, cuando ese comportamiento no se produce con los
hombres. Esta no economía lingüística queda en evidencia en frases
como la extraída del contexto gallego, “Rosalía Mera se reunió
con Barreiro”. Si bien es cierto que con el nombre garantizamos la
visibilidad de la mujer, no emplearlo también con el masculino
(además de muy necesario en casos como éste, en el que no es
posible saber si el apellido Barreiro se refiere a Xosé Luís
Barreiro Rivas, Xosé Ramón Barreiro Fernández, Xosé Manuel
Barreiro o a otro Barreiro cualquiera) puede contribuir en algunos
contextos a crear una cercanía con la mujer que relega su relevancia
social a segundo plano. Desde luego, resulta cuando menos sospechoso
que nadie se pronuncia en contra de esta no economía lingüística
en ninguno de estos casos.

Tercero, ya he hablado de que el género
lingüístico no es una simple categoría gramatical, sino que cuando
el referente son personas, sexo y género lingüístico convergen de
forma que éste último adquiere valor semántico (excepto en las muy
contadas excepciones de los epicenos). Sin embargo, muchas de las
personas ‘fieles’ a la Academia de la lengua que acusan al
lenguaje no sexista de ser contrario a la economía del lenguaje,
también insisten en que el género no tiene sentido específico y
que pertenece a las obligaciones estructurales del lenguaje. Caen así
en una evidente paradoja, porque si el género lingüístico es sólo
una cuestión gramatical que no proporciona ningún significado, su
propia existencia iría en contra de la economía del lenguaje.

Y por último, como ha apuntado María
Jesús Fariña (O reto da igualdade, 2007), el argumento de la
economía en sí mismo resulta muy cuestionado en otros ámbitos, ya
que tal criterio podría servir para justificar la eliminación de
las lenguas en favor de una sola (pero ya sabemos que en este caso se
defiende la variedad como forma de riqueza y de valor de una
comunidad).

7. Tendremos que acabar diciendo “el
sapo y la sapa”…

Desde las instancias normativas de la
lengua incluso se nos dice que según “estas plastas tendríamos
que hablar siempre de la jirafa y el jirafo, la cebra y el cebro…
Desean hacer de la lengua algo odioso, inservible y soporífero”
(Javier Marías en EPS, 13/7/2008).

Están en lo erróneo. Lo que sucede es
que las y los feministas no consideramos que decir ‘sapo’ sea
sexista, y por ese motivo nunca reivindicamos decir ‘sapa’ para
referirnos al sapo hembra, ni ‘hormigo’ para referirnos a la
hormiga macho. Entendemos que los nombres de animales sí son
epicenos –el ratón, el pez, el ciervo, la jirafa, la rata, el
pájaro, la hormiga, el mosquito, la rana– y no resultan
discriminatorios porque los animales no piensan con nuestras
palabras, es decir, nuestro lenguaje no es un organizador cognitivo
de sus acciones y de este modo no está relacionado con su
discriminación social por razón de sexo. Simplemente existe
masculino y femenino para aquellas especies que nos resultan muy
próximas a las personas, y cuyo sexo sí nos es relevante: no es lo
mismo tener una vaca que un buey o un toro, ni es lo mismo tener un
perro que una perra. Queda claro pues que estos argumentos rozan lo
absurdo, a pesar del empeño de algunos por seguir colando
ridiculeces que buscan la complicidad social para burlar y
distorsionar el verdadero sentido del lenguaje no sexista.

8. El lenguaje no sexista inventa
palabras y suena fatal

Se acusa al lenguaje no sexista de
inventar y prescribir palabras en femenino, pues quizás debido a esa
envidia fálica freudiana “se necesitan vocablos nuevos para
designar a esas mujeres que sólo alcanzarán la felicidad satisfecha
de los lacayos cuando sienten que les crece una miembra virila entre
las piernas” (José Manuel de Prada en ABC, 3/2/2007).

Esto es falso. El lenguaje no sexista
no inventa palabras, sino que otorga expresión lingüística a
aquellas experiencias o puntos de vista de las mujeres que carecían
de materialización en el lenguaje por ser éste durante siglos una
construcción androcéntrica: muestra de ello es la denominación del
acto sexual (‘penetración’) que limita el papel de la mujer a la
pasividad (‘ser penetrada’); también es evidente la carencia de
un equivalente femenino para el masculino ‘viril’, que nos hace
pasar a las mujeres de frígidas a ninfómanas.

Del mismo modo, resulta necesario
resignificar en femenino aquellas profesiones que tradicionalmente
sólo tenían masculino (por ser realizadas únicamente por hombres,
al estarles vedado a las mujeres el trabajo remunerado) y a las que
las mujeres ahora nos incorporamos: albañila, pilota, chancelera,
bedela, técnica, abogada, directora, bombera o música. A menudo se
cuestiona la necesidad de estas palabras, y como enorme concesión se
aceptaría el uso del artículo ‘la’ para marcarlas en femenino
(‘la músico’, ‘la abogado’). Sin embargo, de aplicar la ley
de simetría y observar qué sucede en el caso inverso (cuando no hay
formas masculinas para una profesión típicamente femenina que
comience a ser desempeñada por hombres) descubrimos que rápidamente
se introduce un nuevo término para englobar la presencia masculina
(‘el secretario’, ‘el enfermero’, ‘el mariscador’, ‘el
amo de casa’) en lugar de cambiar sólo el artículo ( ‘el
enfermera’, ‘el mariscadora’, ‘el secretaria’ o ‘el ama
de casa’). El poder del masculino es tal, que al poco tiempo de
comenzarse a usar el término masculino, éste ya se convierte en
genérico, y así hoy es frecuente hablar en general de ‘enfermeros’
cuando el setenta por ciento de las y los profesionales son mujeres,
o de ‘cocineros’ a pesar de que en términos porcentuales quien
cocina fuera de los programas de televisión somos mujeres.

En otras ocasiones se cuestiona la
palabra en femenino porque coincide con un sustantivo abstracto
(frente a ‘el músico’ hombre, coexisten ‘la música’ mujer y
‘la música’ arte) y ello supuestamente resulta confuso; aunque
no importa lo confuso que pueda resultar ‘músico’ para saber si
se refiere a un hombre o a una mujer. Empero, cuando a la inversa son
los hombres quienes se incorporan a un trabajo tradicionalmente
realizado por mujeres y la profesión en masculino coincide con un
sustantivo ya existente, ese solapamiento no genera ninguna confusión
(frente a las ‘cajeras’ mujeres, ‘los cajeros’ hombres y ‘los
cajeros’ expendedores de dinero conviven en perfecta armonía).

Hay casos en los que la expresión
lingüística que se acuña no busca reflejar el punto de vista de
las mujeres, sino ser inclusiva con la experiencia de mujeres y
hombres, y así, se proponen alternativas como ‘usuariado’,
‘funcionariado’, etc. Tanto de estos neologismos como de las
expresiones en femenino suele decirse que suenan fatal. Sin embargo,
que unas cosas suenen bien o mal no parece un criterio con suficiente
solidez, porque aplicarlo de forma consistente no permitiría
explicar la entrada en la lengua de docenas de nuevas palabras cada
día, procedentes de otros idiomas o jergas. Como ya he apuntado, el
lenguaje es también cuestión de hábito.

9. Miembro, juez y fiscal ya tienen
género común

Algunas palabras tenían, décadas
atrás, género común (es decir, eran invariables y la marca de
género/sexo radicaba únicamente en el artículo que las precedían)
como ‘el jefe’ o ‘la jefe’, o ‘el/la presidente’, ‘el/la
teniente’, ‘el/la juez’, ‘el/la ministro’, ‘el/la
fiscal’, etc. En ocasiones la palabra en sí misma no tenía
flexión de género porque sencillamente no había sido necesario, es
decir, porque ninguna mujer había conseguido (o para decirlo con más
precisión, a ninguna mujer se le había permitido) alcanzar esos
puestos de responsabilidad. A medida que las condiciones sociales
fueron más propicias y las mujeres comenzamos a ejercer estos
puestos, los feminismos reivindicaron el uso del término en femenino
para llamar la atención sobre la presencia de mujeres en estos
campos (‘presidenta’, ‘tenienta’, ‘jueza’, ‘ministra’,
‘fiscala’). Sin embargo, las voces del patriarcado enseguida se
posicionan y caricaturizan estas propuestas, confundiéndolo todo y
advirtiendo de forma apocalíptica que “a este paso se acabará
exigiendo que no se diga mujer, sino mujera” (Javier Marías en
EPS, 11/5/2008). De nuevo se les atribuye a los feminismos una
demanda que nunca han hecho, por carecer del más mínimo sentido: la
palabra mujer tiene una inequívoca connotación de sexo, y de este
modo ningún/a feminista propondría añadirle una ‘–a’ final.

En cualquier caso, aparte del carácter
precipitado e irreflexivo de estas afirmaciones, resulta curioso que
no se cuestionen aquellas situaciones en las que el proceso se
produjo en sentido inverso. Es decir, aquellas profesiones
representadas con palabras de género común e invariable que sí
variaron y se masculinizaron para incorporar prestigio a la profesión
cuando, siendo tradicionalmente femeninas, a ellas se incorporaron
los hombres. Un claro ejemplo es ‘modisto’. A pesar de que la
terminación ‘-ista’ en gallego y castellano tiene género común
(la periodista o el periodista, la pianista o el pianista, etc.) y de
que por lo tanto, según la norma lo lógico sería decir ‘el
modista’, hoy el diccionario recoge la flexión de género
masculino para indicar “persona que hace o que diseña modelos
originales de alta costura”. La segunda acepción de la palabra se
reserva sólo en femenino para “mujer que se dedica a coser o hacer
piezas de ropa, creando o no los propios modelos; costurera”.
Queriendo librarse de esta segunda acepción, no resulta extraño
encontrarse hoy con enunciados que emplean el masculino ‘modisto’
para referirse a las modistas de alta costura.

En lo referido a miembro, es cierto que
también tiene género común, y en este caso reivindicar el uso de
miembra, además de librar a la palabra de su connotación fálica
(en una de sus acepciones, miembro es sinónimo de pene), también
responde en cierto sentido al propósito de darle relevancia al hecho
de que las mujeres estamos cada vez más presentes en los órganos de
decisión colectivos, aunque sólo sea por tener que cumplir con la
cuota del cuarenta por ciento. Por otro lado, usar miembras se
enmarca en la estrategia de resignificación de ciertas palabras
neutras, dado que según demuestran numerosas pruebas empíricas de
la lingüística cognitiva, existe una pronunciada tendencia a
concebir mentalmente los neutros como masculinos (pensemos si no en
cómo reconstruimos la identidad de género que se esconde detrás de
los apellidos). Es decir, si utilizamos miembro pensamos en
masculino, por lo que resulta pertinente resignificar el término
cuando se refiere a las mujeres. Así, no tiene absolutamente ninguna
relación con el que preconizan algunos cuando afirman que “decir
miembra es tan estúpido como si los varones comenzásemos ahora a
decir ‘víctimo’ cuando se habla de uno de nosotros, o colego o
persono o pelmo” (Javier Marías en EPS, 13/7/2008). La
lógica de lo hasta aquí expuesto tampoco implica en ningún caso
que, por decir miembras, de ahora en adelante tengamos que decir
“jóvenas, responsablas y votantas, (…) y también jóvenos,
responsablos y votantos, así cada cual tendría lo suyo” (Arturo
Pérez Reverte en El Semanal XL, 2/4/2000) como vaticinan las
voces de los patriarcas.

Propuestas como miembras son siempre
pertinentes: se van proponiendo formas y el uso cotidiano y social
determinará que opciones permanecen en el idioma y cuales no. Por
ejemplo, en el Consello Municipal da Muller del Concello de Vigo el
uso de miembras está normalizado desde hay más de 10 años, como
también lo están ‘miembra’ y ‘estudianta’ en algunos países
de Latinoamérica.

Lo realmente sorprendente de la que se
montó a raíz del uso de ‘miembras’ por parte de la ministra
Aído, a quien se acusó de ignorante por no conocer las normas de su
idioma, es que no se monte el mismo escándalo cada vez que una
personalidad política dice cosas como ‘friki’, ‘coffee-break’,
‘overbooking’ o ‘freelance’ que tampoco están en la lengua
de las Academias. O cuando alguna de estas personalidades políticas
simplemente dan muestras de un absoluto desconocimiento de la lengua
cooficial de su comunidad autónoma (por ejemplo, en el caso del
gallego, haciendo una incorrecta y estridente colocación de los
pronombres átonos, o llenando el discurso de tiempos verbales
compuestos que simplemente son inexistentes en este idioma). Resulta
difícil imaginar que en tales circunstancias las columnas de opinión
afirmen que esos usos lingüísticos surgen “cuando las ideologías
aberrantes se juntan con el analfabetismo rampante y con la
despoblación neuronal” (Juan Manuel Prada en ABC,
3/2/2007).

10. Los diccionarios simplemente
recogen la forma de hablar de la sociedad

Cada vez que se publican estudios
denunciando el carácter androcéntrico de los diccionarios, los
guardianes de la lengua replican con rapidez que los diccionarios
simplemente recogen la forma de hablar de la sociedad, y que por lo
tanto no se pueden eliminar palabras o usos por mucho que a las y a
los feministas no nos gusten (aunque sí resulta más fácil de
comprender que otros usos –por supuesto, también cuestionables–
como ‘gallego=tonto’ puedan ser eliminados).

Tampoco en esto están en el cierto.
Por una parte, hay expresiones en la lengua que sí se dicen pero que
no aparecen recogidas, por lo que los diccionarios no están
actualizados con la sociedad. Y por la otra, la función de los
diccionarios no es únicamente la de recoger los usos lingüísticos,
sino que tienen un enorme poder normativo para determinar que usos se
permiten y cuáles se sancionan: los diccionarios son herramientas a
las que acudimos cada vez que tenemos dudas en el uso de la lengua.

11. El lenguaje no sexista se limita
a lo políticamente correcto

Por si fuera poco, todas estas críticas
acusan al lenguaje no sexista de ser simplemente una cuestión que se
limita al terreno de lo políticamente correcto, ese lenguaje lleno
de eufemismos y reglas lingüísticas exageradas con las que no
ofender la sensibilidad de los colectivos supuestamente minoritarios
o en situación de inferioridad social, en este mundo en el que “la
corrección política, o lo que se cree por tal, se antepone a la
corrección lingüística” (Julio Llamazares en El País,
20/1/2007), hasta el punto de que “los políticamente correctos
están dispuestos a acabar con cuanto se les ponga por delante”
(Miguel García-Posada en El País, 23/1/1997).

Así, acaba equiparándose lo
políticamente correcto al lenguaje no sexista, cuando en realidad no
son en absoluto la misma cosa, y de hecho ningún/a feminista ha
defendido nunca la adopción de un lenguaje no sexista por ser
políticamente correcto o para no herir sensibilidades. Reducir el
lenguaje no sexista al mero ámbito de lo políticamente correcto es
un nuevo intento demagógico de desacreditar y parodiar las políticas
lingüísticas a favor de un idioma más igualitario; una manera de
trivializar el debate sobre las prácticas de lenguaje no sexista; y
una manera de posteriormente poder acusarlo de ser contrario a la
libertad de expresión.

Conclusiones

En conclusión, tras rebatir las
acusaciones más frecuentes que proliferan contra el lenguaje no
sexista, sólo encuentro dos posibles motivos en los que basar el
rechazo el uso del lenguaje inclusivo. El primer motivo partiría del
desconocimiento sobre la dimensión que el lenguaje tiene en nuestra
cosmovisión de la sociedad, por lo que se considera que la manera en
que usamos las palabras no tiene ninguna repercusión en nuestro
pensamiento ni en la imagen de la realidad que construimos en nuestra
mente. Quien se adhiere a este supuesto no tiene necesariamente
intención de ser sexista; pero lo es. El segundo motivo consistiría
en entender perfectamente la repercusión del lenguaje en la sociedad
y en comprender que cambiar nuestra manera de hablar y conceptualizar
el mundo tendrá consecuencias prácticas y materiales en nuestras
vidas que supondrán la pérdida de privilegios patriarcales. Y es
justamente por ese motivo por lo que, quien se adhiere a este segundo
supuesto, intenta someter al silencio o trata de calificar de
ridículo al lenguaje no sexista, recurriendo a cuantas razones
gramaticales pueda para esconder su verdadera intención misógina.

Sin embargo, somos muchas y muchos l@s
que sabemos que otro lenguaje es posible y necesario. Y hacia él
avanzamos.

Olga Castro Vázquez –
olgacastro[arroba]uvigo.es


Fuente: Olga Castro Vázquez