Entre la situación político social actual y la de España en el año 75 hay tantas coincidencias que resulta inevitable establecer algunas consideraciones. Sobre todo porque aquella gran ilusión que despertaba el ocaso del franquismo en los sectores sociales más castigados por la dictadura se vio brutalmente frustrada por la traición de la oposición. Una izquierda que, lejos de aprovechar la profunda deslegitimación de la dictadura para ir hacia la ruptura, aceptó negociar con los albaceas del régimen a cambio de hacerse un sitio en el nuevo sistema.

De ahí que un mínimo de coherencia histórica haga necesario
preguntarse si aquella capitulación por cooptación de la transición podría
repetirse en la actualidad. Y ya anticipo que mi respuesta es rotundamente sí.
Es más, estimo que incluso se detectan signos de esa rendición.

De ahí que un mínimo de coherencia histórica haga necesario
preguntarse si aquella capitulación por cooptación de la transición podría
repetirse en la actualidad. Y ya anticipo que mi respuesta es rotundamente sí.
Es más, estimo que incluso se detectan signos de esa rendición.

Los puntos
comunes entre ambas etapas son sospechosamente capicúas, por activa y por
pasiva. Veamos. En 1978, año de la proclamación de la Constitución que
oficialmente inaugura la nueva era, la izquierda venía de una primera y
sorprendente derrota electoral en los pre-democráticos comicios de 1977; el país
atravesaba por un espasmo energético que amenazaba el ciclo productivo y
empresarial; la monarquía impuesta por Franco buscaba blanquearse ante la
sociedad y los poderes fácticos habían puesto en marcha una campaña de miedo al
cambio para evitar su derrocamiento. El fatal resultado es sabido: rechazo de
la república; aceptación del marco económico a través de los Pactos de La
Moncloa; abandono del pueblo saharaui a su suerte y proscripción de los
militares de la UCD que luchaban por la instauración de la democracia.

Eso fue
hace 33 años. Ahora, dos generaciones por medio, se presenta otra gran
oportunidad de construir una verdadera democracia política, económica y
social, y además de generar en el resto de Europa, canibalizada por el mismo
virus del mercantilismo sin alma, un efecto llamada que haga del viejo
continente el espacio de libertad, derechos, igualdad y sostenibilidad que sus
ciudadanos legítimamente ambicionan. El movimiento 15-M, surgido en esa España
devastada por la lógica neoliberal de los partidos hegemónicos de diestra y
siniestra, dinásticos todos ellos, es nuestra gran contribución global como
pueblo a la historia de la dignidad. Tras la guerra de 1936-1939, que supuso la
primera derrota del naciente nazi-fascismo en el mundo, testimoniando al mismo
tiempo la posibilidad de un proyecto revolucionario cuando la ciudadanía actúa
unida, nunca hasta ahora se había logrado tanto.

Vivimos
tiempos políticamente ensimismados. De nuevo se observan idénticas constantes
vitales entre el ayer perdido y el hoy por construir. Tenemos una izquierda a
punto de colapsar para haberse enajenado el favor de la gente con su entrega al
mundo de los negocios; una monarquía en sus horas más bajas necesitada de
sangre nueva para reciclarse; una crisis del modelo económico de carácter
terminal y una nueva advertencia de descenso a los infiernos por parte del
statu quo si no se aceptan sin rechistar las reformas reaccionarios y
antidemocráticas que los mercados han dictado a la oligarquía partidista como
tabla de salvación del gran capital. Estamos, en suma, ante uno de esos
momentos históricos que sólo suelen presentarse una vez en el siglo.

Pero lo que
vemos a nuestro alrededor y lo que intuimos por la experiencia recibida no nos
hace ser optimistas. El fantasma de la traición de la izquierda, repitiendo la
fórmula-trampa de la transición, corroe todas las expectativas. Existen razones
para sospechar que el PSOE, después de haber creado las condiciones legales
para la entrega del país a los mercados financieros, después el 20-N tratará de
ponerse al frente de la manifestación para emprender un proceso de cambio de
imagen y así evitar desintegrarse como UCD. Existen razones para temer que ese
plan oculto, facturado con la inteligencia del calamar, cuente con el apoyo de
los dos grandes sindicatos, CCOO y UGT, que han sido pilares del colapso social
llevado a cabo por el Gobierno socialista al dejar en puro simulacro su rechazo
a las letales contrarreformas. Existen razones para creer que la renovada
Izquierda Unida (IU), tras clamar contra el bipartidismo y el gobierno en la
campaña, puede instalarse de nuevo como asistente necesario y compañero de
viaje del partido socialista (de pronto El País y Publico publicitan
generosamente las expectativas electorales de IU) para crear la ficción de un
frente rojo que, como entonces, no pasará de una pinza de intereses, con pago
en especies para sus líderes cuando, según la tradición, pasen a dinamizar los
cuadros del PSOE por aquello de la realpolitik (la versión en escaño del
predicado voto útil). Y, en fin, existen razones sobradas para dar por hecho
que los poderes fácticos, las instituciones, la clase dominante, el mundo del
dinero y las cancillerías occidentales conspiraran lo indecible para frustrar
la posibilidad de esa gran rectificación que lleve a la sociedad española a su
auto-de-terminación.

Pero así y
todo, aún nos queda una baza por jugar. Porque el hecho diferencial entre 1975
y 2011 es la irrupción del movimiento de los indignados y la extensión de la
crisis con sus efectos devastadores a corto, medio y largo plazo. Por eso, PSOE
e IU (PCE) se han consignado para asediarlo, tratando de infiltrarlo y
desviarlo de sus planteamientos de rechazo democrático y pacífico al sistema,
con la golosina de la eficacia y ofreciendo hacer carrera política en sus filas
a cuantos se dejen seducir por la golosina partidaria. Del 15-M y de los
sectores alternativos, movimientos sociales y sindicatos horizontales depende
que esta vez el pueblo español se libre de las cadenas (materiales y
audiovisuales) y emprenda el camino sin retorno de la autodeterminación. Los
partidos del orden y sus afluentes son el desorden establecido; el 15-M es la
apuesta por la dignidad y la democracia sin adjetivos. El 20-N no puede ser un
fin en sí mismo. Las elecciones sólo indican el momento en que los gobiernos
decretan la disolución del pueblo cumpliendo el mandato para el que ha sido
puestos por los mercados. ¡No nos representan!

Rafael Cid


Fuente: Rafael Cid