Artículo publicado en Rojo y Negro nº 385 de enero

No puede sorprender a nadie saber que lo que ocurre a nuestro alrededor desequilibra y afecta a nuestro sistema nervioso, en consecuencia directa enfermamos de diversas maneras. Con la gentrificación en primer lugar enfermamos de precariedad y en segundo lugar de “desarraigo”.

En los últimos años han aparecido estudios que denuncian las consecuencias de la gentrificación sobre la salud en las personas afectadas. El crecimiento exponencial del fenómeno está generando cientos de miles de nómadas. En un estudio realizado en la ciudad de Nueva York se ha denunciado expresamente que la “gentrificación puede dañar la salud”, no lo afirma taxativamente sino como posibilidad. En dicho estudio se “concluye que los índices de hospitalización [por temas de salud mental] son dos veces más altos en personas desplazadas que en aquellas que permanecen en sus barrios”. Este es un estudio pionero que apareció en 2017 y que, evidentemente, no se ha difundido más que en círculos académicos (“Impact of residential displacement on healthcare access and mental health among original residents of gentrifying neighborhoods in New York City”, Sungwoo Lim, Pui Ying Chan, Sarah Walters, Gretchen Culp, Mary Huynh, L. Hannah Gould. December 22, 2017). El estudio añade que: “cerca de un millón de personas, tan solo en Nueva York, están en riesgo de tener que abandonar sus vecindarios debido al encarecimiento de los alquileres”. Las causas del empeoramiento de la salud mental de los desplazados fue: consumo excesivo de alcohol y drogas, la esquizofrenia y otros trastornos psicóticos, depresión y ansiedad. El mismo estudio dice que antes de ser expulsadas de sus barrios estas personas presentaban índices de enfermedad mental similares a las que se mantuvieron viviendo en ellos.
Es difícil asociar una relación directa entre gentrificación y el empeoramiento de la salud mental, pero no lo es tanto si partimos de la realidad de que la gente expulsada vive de manera precaria, la gentrificación no hace más que empeorar la situación asociada al desarraigo.
Un estudio más reciente concluye: “la incapacidad para mantener el lugar de residencia ligada a los procesos de gentrificación da lugar a desarraigos con importantes consecuencias en cada una de las esferas de la vida cotidiana”. (Elliot-Cooper et al., “Moving beyond Marcuse: Gentrification, displacement and the violence of un-homing”, 2020).
Otra investigación (Franquesa, J. “Vaciar y llenar, o la lógica espacial de la neoliberalización”, 2007) sostiene que la gentrificación es una estrategia clara del “urbanismo neoliberal” consistente en vaciar un territorio de sus habitantes originales por considerarlos fuente de degradación, para sustituirlos por nuevos usuarios de mayor poder adquisitivo. Estos movimientos especulativos no solo expulsan a las vecinas de baja renta sino que modifican toda la estructura relacional (ocio, esparcimiento, cultura y servicios en general) para hacer los barrios más atractivos al turismo. Estas mejoras interesadas no sólo no las pueden pagar las rentas bajas, incluso las rentas medias se ven desplazadas debido al encarecimiento desenfrenado que supone el acceso a esos mismos servicios.
La población desplazada en cada lugar es diferente pero con elementos comunes; por ejemplo: hogares compuestos por personas mayores que viven de alquiler o que han perdido sus referentes en el barrio; hogares unipersonales; hogares monoparentales y, por supuesto, hogares compuestos por inmigrantes de otras naciones. En los últimos años el alquiler privado se ha disparado, sin que el alquiler social haya crecido en compensación para establecer un cierto equilibrio.
Después de lo dicho, ¿qué supone esta expulsión para las personas afectadas? Pues fundamentalmente vulneración de derechos sociales, hacinamiento en territorios cada vez más lejanos, sobrecarga de los servicios públicos sin que se incrementen los presupuestos para su mejora, disminución de la calidad de vida en sí, y desarraigo. Por desarraigo entendemos “Ausencia o privación de vínculos con un lugar o un grupo de personas” (Diccionario Panhispánico). En otras palabras, sentimientos que experimentan quienes deben abandonar bien su tierra de origen, bien los barrios en los que han echado raíces; es decir, en los que han establecido relaciones sólidas y duraderas que les hacen sentirse seguros y les sirven de seña de identidad.
En el momento que un “expulsado” o “desplazado” pierde el contacto con vínculos que durante años le transmitieron esa sensación de seguridad —sean estos familiares, sociales o culturales—, se produce un desequilibrio interior que podríamos denominar de extrañamiento, un auténtico duelo que le va a afectar con distinta gravedad según los casos. Esta pérdida, sin lugar a dudas, va a tener un impacto sobre su estado de ánimo, sobre sus relaciones sociales y por tanto sobre su integración en el medio al que se incorpora.
En muchas ocasiones la decisión de cambiar de zona de residencia se ha tomado de forma voluntaria, pero la mayoría de las veces no es así y el cambio ha sido forzoso. En cualquier de las dos circunstancias se produce una ruptura, una herida emocional que hay que subsanar a nivel social, familiar, de servicios y de ocio. El sujeto afectado tiene que realizar un esfuerzo extraordinario de adaptación a ese nuevo medio.
¿Qué sintomatología psicopatológica puede producir el desarraigo que sufre la persona expulsada? Primero mucha frustración e impotencia, cuando no indefensión (la sensación de que no puede hacer nada para influir sobre el curso de los acontecimientos); esto conduce, en segundo lugar, a una caída de la autoestima, el sujeto se culpabiliza, se considera responsable de su situación y se siente incapaz de afrontarla; en tercer lugar, la persona expulsada se siente “extrañada” como si no entendiera lo que le está sucediendo, como si lo que vive le fuera ajeno, entonces aparece el miedo, sobre todo si es responsable de la supervivencia directa de otras personas, sean niñas o mayores; en cuarto lugar, se manifiesta una abrumadora soledad puesto que el posible enfoque de la solución al problema casi siempre es individual; a ésta se asocia una profunda tristeza y una especie de sensación de “paraíso perdido”, de añoranza del contexto vivencial anterior, que le impide centrarse en el horizonte que tiene delante. El cuadro mencionado conduce inexorablemente a la ansiedad, a la angustia y a la depresión.

Ángel E. Lejarriaga


Fuente: Rojo y Negro