Este texto ha sido escrito para su publicación en francés en el libro que recogerá las ponencias presentadas en el Simposio Internacional sobre "Imigración, globalización y derechos humanos", celebrado en Ginebra los días 16 y 17 de enero, y organizado por la Universidad de esa ciudad. A dicho simposio fue invitada la CGT, en la figura de su secretario de acción social, como único representante tanto del estado español como de una organización sindical.

Este texto ha sido escrito para su publicación en francés en el libro
que recogerá las ponencias presentadas en el Simposio Internacional
sobre «Imigración, globalización y derechos humanos», celebrado en
Ginebra los días 16 y 17 de enero, y organizado por la Universidad de
esa ciudad. A dicho simposio fue invitada la CGT, en la figura de su
secretario de acción social, como único representante tanto del estado
español como de una organización sindical.

Dos lógicas antagónicas para comprender las migraciones.

Antonio J. Carretero

Abstract / Resumen

Hablar de ciudadanía es hablar de la identidad occidental, enraizada en una concepción social y económica centrada en los mercados, lo que pone en tela de juicio el carácter universal de los valores de libertad que occidente encarna. Las personas que migran se ven atenazadas en una dialéctica de ser sujetos útiles al mercado, pero sometidas a un régimen político que les priva de derechos. La noción de seguridad se pervierte y usa en detrimento de las libertades de las personas que migran. Por ello, frente al mercado y su centralidad actual hay que colocar los cuidados, que atienden las necesidades humanas encaminadas a la sostenibilidad de la vida. Esto conlleva repensar los derechos sociales como fundamentales y no condicionados al mercado, que surgen de visibilizar los cuidados y reivindicarlo como nuevo derecho universal.

1. La ciudadanía, entre la identidad y el mercado.

Tenemos que ser claros con los términos que empleamos. No existe la “ciudadanía” europea. Existe un marco jurídico, ambiguo, retórico e insuficiente, que convierte automáticamente la ciudadanía (asimétrica y desigual) de cada estado-nación miembro de la Unión Europea en una teórica ciudadanía europea, muy escasa en atributos y derechos (movilidad interna y apelación judicial).

Lo que denominamos tan alegremente como ciudadanía tiene una larga historia “ilustrada”, cuyos orígenes emancipatorios fueron cercenados desde un principio, al atribuir tal calificativo a una sesgada porción de la población : al hombre blanco, aplicado, cultivado, trabajador y típicamente burgués. Ni las mujeres, ni los jóvenes, ni las minorías de níngún tipo ni condición entraban en el adjetivo de “ciudadano”. Más que una asunción popular de la noción de “ciudadanía” lo que surge es una difusa “identidad” occidental, básicamente eurocéntrica, sexista, patriarcal y de raíces cristianas. Esta es una idea construida socialmente durante los últimos cuatro siglos, y basada en la singularidad de las cuatro revoluciones que definen la modernidad : la cultural con la Ilustración y sus ideas de libertad ; la epistémica con el desarrollo de las ciencias y de las tecnologías, hoy ya tecnociencias ; la política con la democracia parlamentaria y el estado de derecho como hitos ; y la socio-económica con el apogeo industrialista y la extensión planetaria del libre mercado (de las multinacionales).

Sin embargo, la “identidad” occidental se encuentra en un largo proceso de crisis. A medida que la modernidad se extiende por el planeta, el « logos » occidental se universaliza, pero a expensas siempre de ejercer la violencia y la explotación de los muchos « otros », instrumentalizados por el « logos » que se autocomplace en ser el “único” portador de la « civilización » contra la « barbarie ». En este proceso el hombre blanco occidental gozaba del privilegio de ver sin ser visto, pues la mirada del « otro » era ignorada a fuerza de concebirla como valor de uso, pero cuando los valores occidentales del ser humano son reapropiados por las « otras » culturas, por los « otros » pueblos, estos « otros » son los que miran y juzgan, interpelan y cuestionan la humanidad del hombre blanco occidental. Se instaura la sospecha en todos los intersticios de la « identidad » occidental : ¿qué racionalidad sustenta una « razón » dominadora e instrumental, qué valores fundamentan una democracia elitista y mediática, qué necesidades sociales satisface una economía de acumulación capitalista, qué libertad es la que impide que todos los seres humanos puedan ser igualmente libres, qué ciudadanía se instaura cuando el progreso se identifica con la capacidad de consumo de los individuos ? Y entonces es cuando Occidente es visto como el « Otro ».

La identidad occidental precisamente subsume la noción de ciudadanía en la alteridad de quienes no pueden o no quieren ser identificados como “occidentales”. Quienes somos ciudadanos/as lo somos precisamente por serlo de algún estado-nación occidental que, aunque con vocación universal – o al menos europeísta-, tenemos nuestras referencias de pertenencia siempre en relación con quienes no poseen el atributo de ciudadanos/as. El concepto de ciudadanía guarda tan estrecha ligazón con la “identidad” instituida, con la pertenencia a un sistema de valores y creencias socialmente construidos, que no puede definirse de otro modo que en relación siempre a quien no la posee. Las mujeres, las personas con discapacidad física o mental, los jóvenes de ambos sexos, las personas desempleadas, las minorías étnicas o culturales y, por supuesto, los extranjeros en general y en especial las personas inmigrantes sin papeles, irregulares o sin estatuto legal. Todos estos colectivos, en mayor o menor grado, con mejores o peores posibilidades, están o han estado o estarán en la no-ciudadanía, o en una ciudadanía temporal, o en una ciudadanía real de segunda fila. Esto históricamente no es nuevo, lo que es novedoso es su extensión, su dimensión y su generalización

¿Por qué esta asimetría discriminatoria y desigual ? La noción de ciudadanía ligada a la identidad es la parte “cultural” que lo explica, pero no contiene toda la explicación. Un componente fundamental es justamente el capitalismo desarrollado al calor de las ideas “ilustradas”. La racionalidad económica del capitalismo nacido y desarrollado en occidente, ahora en creciente proceso de globalización planetaria, ha ido fagocitando el potencial emancipatoria del programa ilustrado en torno a la centralidad del mercado. El sistema económico dominante convierte a los mercados en el epicentro de la organización social. ¿Qué quiere decir esto ? Decir que nuestras sociedades se han organizado en torno a los mercados (capitalistas) significa decir muchas cosas. Significa decir que el trabajo remunerado, el empleo, es el único que da derecho a reconocimiento social y a contraprestaciones. El empleo es el elemento clave para que a una persona se le reconozca un cierto status social, una condición de miembro activo, válido, de la sociedad. El resto son las/os inactivas/os, con todas las connotaciones negativas y de pasividad que este término tiene. Además, el empleo, actual o pasado, es el único que da derecho a un ingreso. Es decir, tienes que estar en el mercado de trabajo o haberlo estado por cierto tiempo para poder recibir un ingreso monetario (en una sociedad donde tener dinero es absolutamente indispensable para comprar toda una serie de recursos). El resto de trabajos, comunitarios, de cuidados, etc. (donde las mujeres son las protagonistas indiscutibles) no conllevan ni reconocimiento social, ni derecho a integrarse en el sistema como consumidoras/es (nuestro “papel” fundamental). Esta visión unilateral y androcéntrica tiene su origen en la teoría liberal y enfatiza aquellas partes de la economía que implican flujos monetarios, por lo que invisibilizan a multitud de agentes sociales que tienen su actividad en ámbitos que no mueven dinero ; en gran medida, mujeres.

Sin embargo, los mercados dependen de que existan toda una serie de trabajos que no se pagan y que no se reconocen. A la par que a los mercados no se les exige que se involucren, que se responsabilicen de la sostenibilidad de la vida, de la satisfacción de necesidades del conjunto de la población, estos mercados se están aprovechando de los millones de horas que la población trabaja gratuitamente. La dependencia de los mercados de los trabajos no remunerados se invisibiliza y aparecen como los únicos que satisfacen necesidades : la sociedad ha puesto a los mercados en el centro de atención y no es capaz de ver más allá, ni tampoco de exigir responsabilidades. Hay un trasvase constante de recursos del conjunto de la sociedad a los mercados y de los grupos sociales con posiciones más desfavorables en los mercados a los grupos sociales con más poder.
Decir que los mercados son el epicentro de nuestra organización social y económica quiere decir que la lógica que guía a los mercados (una lógica de la acumulación, del beneficio) es la que guía a toda la sociedad. En vez de que sea una lógica de sostenibilidad de la vida, de satisfacción de necesidades la que guíe la organización social, es el objetivo de acumulación el que establece cómo tienen que estructurarse los tiempos, los espacios,… el qué, cómo y cuánto producir. El mantenimiento de la vida (garantizado, en última instancia, por los trabajos no remunerados) queda en un segundo plano y condicionado a que se cumpla el objetivo prioritario de acumulación de capital. Se crea así una tensión insostenible : entre el objetivo de los beneficios y el objetivo de satisfacer necesidades, mantener la vida. En una sociedad que prioriza lo primero, la vida estará siempre en el límite.

2. La inmigración, objeto de las políticas de seguridad.

Tenemos pues dos lógicas, dos visiones opuestas, irreductibles e irreconciliables. Una dice : los seres humanos son mercancías, bienes de uso para la economía global. La otra visión insiste : las mujeres y los hombres somos personas con necesidades -materiales y sociales-y, por lo tanto, con derechos orientados a la sostenibilidad de la vida.

La macroeconomía del capitalismo dice : la inmigración es un movimiento que trata de asignar los recursos allí donde son más productivos. Es decir, la misma razón (de mercado) que aducen las empresas transnacionales para deslocalizar factorías y servicios, y trasladar la totalidad o parte de su producción en países donde las condiciones laborales y sociales son menos caras o menos conflictivas. Los movimientos migratorios se analizan desde el punto de vista de sus determinantes económicos, resultado de comparar los beneficios que obtiene la persona que emigra con los que obtendría esa persona quedándose en su país de origen. Pero este no es un beneficio inmediato, es un cálculo a largo plazo de la inversión realizada durante el proceso migratorio (el valor presente descontado). La ganancia se un proyecto migratorio dado será, por lo tanto y siguiendo el argumento macroeconómico, será el valor presente de la renta en el país de destino, menos el valor presente de la renta en el país de origen, menos los costes económicos, de adaptación al país de acogida, de pérdida emocional, cultural, etc.

La persistencia y profundización en las desigualdades Norte-Sur promueven un movimiento migratorio constante, en parte porque la Europa desarrollada necesita una mano de obra barata sustentadora de las viejas y nuevas formas de la economía sumergida, y que alimenta y difunde el fragmentado y precarizado mercado laboral actual, pero también por la necesidad imperiosa de las poblaciones del Tercer Mundo de acceder a los estándares occidentales de consumo y a la vez de huir de las situaciones de falta de trabajo y pobreza, de corrupción y ausencia de participación, cuando no de persecución, que padecen en sus países de origen. La economía sumergida se amplía en los llamadas países desarrollados en consonancia con la pérdida por los estados-nación de sus ámbitos de decisión económicos.

Es en este contexto, en el que las migraciones actuales están estructuralmente correlacionadas con el proceso de mundialización del capitalismo multinacional y del libre mercado. Se basa en una grave contradicción : cuando más se eliminan los aranceles y se abren las fronteras internacionales a los flujos de capital, productos y servicios, más se cierran éstas y más impedimentos se instalan a la libertad de circulación y residencia de las personas.

Frente a una inmigración centrada en el mercado, las personas migran de todos modos, y lo seguirán haciendo, a pesar de los impedimentos, trabas, y discriminaciones que se opongan en su camino. Los proyectos migratorios de los cientos de miles de personas de los países empobrecidos no se verán limitados por las trababas administrativas en los visados, por la persecución policial, por la aplicación de sofisticados y costosos sistemas de detección y seguridad en las fronteras. En realidad, las políticas de control de los flujos migratorios, únicas políticas reales y comunes que los países de la Unión Europea tienen respecto a la inmigración, no persiguen tanto frenar la inmigración irregular, como instalar en el inconsciente colectivo de las poblaciones que migran la asunción de un rito de iniciación, que selecciona a los más aptos para que se acomoden a las también duras condiciones de los mercados laborales desestructurados de los países occidentales.

El crecimiento de la inmigración irregular se corresponde casi matemáticamente con la extensión y proliferación de las medidas de control migratorio, que no entienden de personas, de sus derechos y necesidades. El control de los flujos migratorios está sin embargo ampliamente justificado por su unión con la seguridad frente al difuso terrorismo internacional. La políticas de seguridad no escatiman esfuerzos en potenciar en última instancia la identidad privilegiada de occidente, lo que se traduce en un aumento exponencial de las actitudes xenófobas, racistas y discriminatorias contra las minorías “extrañas”. Minorías que deben ser productivamente útiles para las economías de acogida, pero sustancialmente acotadas en sus pretensiones de integración. Por eso no hay políticas de integración, pues ésta sólo puede ser efectiva en condiciones de igualdad de trato y consideración que las que disfrutan las poblaciones autóctonas. Igualdad es lo que piden las personas inmigrantes, igualdad en los contratos, ante la ley, igualdad para autoorganizarse y defenderse, igualdad de respeto para sus valores y creencias culturales, igualdad en derechos y deberes. Ni más ni menos. Si dicha igualdad se garantizara no se hablaría del problema de la inmigración, que sólo es tal para los gestores políticos y económicos.

Cuando la injusta desigualdad socio-económica llega a las puertas de Europa y del mundo occidental, se usa el mito de la “seguridad” para hacer creíble y sostenible la contradicción entre la libertad de mercado y la libertad de las personas. Las mercancías, de productos y servicios, son etiquetadas como “no peligrosas” porque se garantiza que cumplen ciertos estándares de calidad en su producción, envasado y distribución, sin tener en cuenta las paupérrimas condiciones sociales de quienes las producen o los impactos negativos en el medioambiente que generan. Los seres humanos y sus necesidades para la sostenibilidad de la vida, no pueden responder a estándares similares, por lo que de facto son convertidos en “mercancías peligrosas” por ser intrínsecamente “incontraladas” e “incontrolables”, a no ser que previamente se sometan a las normas de “excelencia” y de control de “calidad” que se le impongan en forma de visados, sistema de cupos, requisitos para trabajar y residir, etc.

En la ilustración bienpensante nunca la seguridad estaba reñida con la libertad, si no más bien ésta, la libertad, era condición necesaria, aunque no suficiente, para el desarrollo de las personas en un clima adecuado de seguridad. El concepto pacato y roñoso de ciudadanía en los países occidentales está convirtiendo la seguridad en un principio político absoluto, como absoluto se torna el mercado y sus intereses en la economía. No es gratuito que las políticas de seguridad vayan de la mano de las políticas garantes de la libertad de mercado. ¿Dónde se encuentran las garantías, es decir, la seguridad para la libertad de las personas ? No precisamente en el mercado.

El mito de la seguridad utiliza el control migratorio como herramienta que jerarquiza y distribuye desigualmente derechos entre las personas. La ciudadanía no nivela de iure a las personas que residen en un mismo lugar, sino que se constituye como una carrera adaptativa y selectiva, con categorías y niveles diferenciados de reconocimiento de derechos y deberes. Hay una peligrosa tendencia a concebir los derechos de las personas como bienes de mercado, igual que la emisiones de gases de efecto invernadero. Si mercantilizamos los derechos, la dignidad de los seres humanos se mercantiliza. Seremos más o menos dignos de ser personas según sea nuestra capacidad de consumo, de retribución, de reconocimiento administrativo, etc. Este es el riesgo cierto de la implementación de medidas de seguridad contra las medidas de integración. La búsqueda de la “seguridad” por los Estados se vuelve falacia cuando se procura a costa de la seguridad vital y de la dignidad de otros seres humanos.

3. De la crisis de los cuidados a la sostenibilidad de la vida.

La masiva incorporación de la mujer al empleo (en sectores considerados tradicionalmente “femeninos”, con peores puestos, menores salarios y alta temporalidad), su milenaria discriminación en la toma de decisiones en lo público y en lo privado, la invisibilidad de los trabajos de cuidados (remunerados y no remunerados) que realizan, y el problema generado por el crecimiento de los llamados colectivos dependientes (especialmente ancianos/as, pero por extensión niños/as, enfermos/as, personas con discapacidad)… está provocando que las tradicionales tareas de cuidados realizadas mayoritariamente por las mujeres en los países desarrollados, sean llevadas a cabo por mujeres inmigrantes de los países empobrecidos. Si a esto añadimos el aumento de la prostitución ejercida – voluntaria e involuntariamente- también por mujeres inmigrantes, tenemos que los ámbito ocultos de la reproducción y del mantenimiento de la vida en nuestras sociedades opulentas es realizada por una cadena interdependiente de cuidados, que implican a las mujeres asalariadas de occidente, con las mujeres del tercer mundo. La ganancia de salarización por las mujeres en occidente se lleva a cabo masivamente mediante la explotación de mujeres procedentes de los países empobrecidos. Esto está conformando una intrincada cadena de precariedades, a la cual ni los estados ni la sociedad – es decir, los hombres- están dando ninguna respuesta adecuada. A penas unas pocas medidas que apelan a la igualdad y a la conciliación de la vida familiar y laboral, pero que en realidad esconden el mantenimiento de la tradicional discriminación de las mujeres, tanto autóctonas como inmigrantes, al promover que sean las propias mujeres quienes sigan responsabilizándose de las tareas de cuidado en la vida privada, al tiempo que ejercen como trabajadoras en el mercado laboral. Por eso la mano de obra, barata, de las mujeres inmigrantes está posibilitando realmente la falsa conciliación de los espacios públicos y privados de las mujeres, mientras los hombres mayoritariamente nos inhibimos o seguimos recelando de que los cuidados de la vida sean cosa también nuestra.

Esta crisis generalizada de los cuidados pone sobre el tapete la necesaria visibilización política del derecho a cuidar y a ser cuidado, y el derecho también de las mujeres a no cuidar, a no hacer del cuidado el centro de sus vidas, y de la necesidad de ser cuidado y de procurar los medios para el autocuidado de cada cual. Más allá de la ciudadanía y de su carácter excluyente, están los cuidados que toda sociedad debería priorizar como condición básica para la sostenibilidad de la vida, pues sin sostenibilidad de la vida no hay ni sociedad, ni economía, ni cultura. Y de esto saben mucho las mujeres del tercer mundo, y de las del segundo y de las del primero.

Articular un pensamiento y una acción en torno a los cuidados, que despierten a las opiniones públicas de su letargo, es todavía una tarea pendiente, recién iniciada. Esta tarea conlleva un replanteamiento profundo del concepto de derecho, de libertad y de dignidad humana. Pues tras la inapelable vindicación del derecho a tener derechos, base de las exigencias de libertad e igualdad, se encuentra el derecho al cuidado, a la satisfacción de las necesidades sociales para la sostenibilidad de la vida.

Más allá del concepto de ciudadanía, siempre definida en relación con quien no la posee, es urgente y necesario imaginar, elaborar y vindicar una concepción planetaria de la dignidad humana, que provea tanto a satisfacer las necesidades para la sostenibilidad de la vida, como a generar condiciones para el ejercicio pleno de las libertades. La universalización cultural de los valores de libertad exige la implementación universal del reconocimiento, del acceso y del ejercicio material de los derechos. Esto significa en última instancia reequilibrar la balanza conceptual de los derechos humanos fundamentales, proponiendo como igualmente fundamentales los denominados derechos sociales, económicos y culturales, y entre ello de modo principal el derecho al cuidado de todo y todas por igual.

La auténtica seguridad es la que crea condiciones de posibilidad para una vida digna. Para ello estamos todos invitados a pensar en una noción de dignidad humana no condicionada al mercado, al salario, a la producción, o a los intereses geopolíticos de los estados. Esta es mi apuesta y la de todos los que nos oponemos a un mundo organizado unidimensionalmente en torno a los mercados y a las relaciones de dominación y desigualdad que estos generan.


Fuente: Antonio J. Carretero/Secretaría de Acción Social CGT